Una de las críticas más feroces de los enemigos, internos y externos de la Iglesia, y de los que estando en la Iglesia todo lo cuestionan, porque nada hacen, apunta contra las llamadas, despectivamente, viejas de parroquia; mujeres, más o menos mayores, que se ponen, en todos los casos, las parroquias «al hombro». Para el mundo, y los «católicos protestantes» o «cascoteros» (porque solo saben tirar cascotes, sin edificar nada) son como una suerte de plaga inextinguible; con notable capacidad para perpetuarse, cuando parecen destinadas al exterminio…
Para la crítica constructiva –que, como muy bien dijera el poeta argentino Ignacio Anzoátegui, «nunca construyó nada»-, las venerables ancianas constituyen como una suerte de espantapájaros, para «alejar a quienes buscan acercarse». Y arremeten contra ellas diciendo, también, que «no les dan espacios a otros» (porque los «otros» no los buscan); o que «se creen las dueñas de la parroquia» (como si ellas no tuviesen un único Dueño); o que buscan «manejar al cura» (cuando, en realidad, lo ayudan y protegen). Cualquier defecto, real o inventado, de las beneméritas señoritas o señoras, les viene bien para ocultar su resentimiento, su pereza y, en el fondo, su falta de fe y de mirada sobrenatural.
Es cierto que, a veces, ponen a prueba hasta límites insospechables la capacidad de paciencia de nosotros, los párrocos. Es verdad, también, que son las primeras en sufrir nuestros arranques de mal humor, nuestros reproches o nuestras quejas, ante los problemas pastorales. Sin duda, ello las hace crecer en virtud; y, a nosotros, en purificación.
¡Qué sería de los curas sin su capacidad para soportarnos! ¡Qué sería de nuestras parroquias sin ellas; que jamás están para las fotos, como muchos figurones! ¡Qué sería de tantas actividades, que no podrían hacerse sin sus trabajos ocultos, sus detalles; su capacidad para traspirar en el esfuerzo, y sacrificarse sin que se lo pidan!
Frente a quienes, para no hacer nada, en vez de ofrecer colaboración concreta al párroco, le arrojan un vago «si me necesita, llámeme»; ellas rezan, misionan, evangelizan, limpian, ordenan, preparan las flores y las mesas. Y, por si fuera poco, nos cuidan a los sacerdotes de las que, como leonas o tigresas «rugientes rondan buscando a quien devorar» (1 Pe 5, 8).
Mujeres, al fin, tienen bien desarrollado su olfato para descubrir las intenciones de las mujeres que buscan, peligrosamente, acercarse demasiado a los sacerdotes… Y, en esos casos, blindan con un poderoso escudo el celibato clerical; arrancando, claro está, las mayores furias del despecho…
No están en las parroquias porque les sobre el tiempo. Al contrario, son feligresas muy ocupadas; que, precisamente por ello, saben cómo invertir su tiempo, para Dios y la Iglesia.
No vienen a buscar ventajas y acomodos. Vienen a llenarse del Señor; y a demostrar, con hechos concretísimos, que a la Iglesia no «se la cambia» con discursos, sino con la búsqueda incesante de la santidad.
Abarcan un abanico de edades que va, aproximadamente, desde los treinta y tantos, hasta pisar e incluso superar los cien… Las hay laicas consagradas, señoritas, señoras bien casadas, como Dios manda; y viudas. Cada una aporta desde la originalidad de su estado y condición. Y son, gracias, a Dios, una barrera infranqueable para las lenguas ponzoñosas y la máquina de impedir…
Una anécdota las pinta de cuerpo entero. Yo estaba recién llegado a la parroquia Sagrado Corazón de Jesús, de Cambaceres; cuando me tocó preparar las fiestas patronales de junio de 2013. Una de esas señoras, que suelen venir para las fotos, o a la hora de las visitas episcopales, me desafió a no realizar nada extraordinario.
- Pero, padre –me dijo-, aquí hace años que no se realizan procesiones. ¡Vamos a ser cuatro gatos locos; y se reirán de nosotros, en el barrio…!. Además, piense en las viejitas, ¡con este frío…!.
- Mire, señora –le contesté-, yo no sé si usted se considerará gato; nosotros nos sabemos personas… No ponga a las viejitas en el medio, son las primeras en llegar. Además, hasta sería importante que se riesen un poco, para ver si nos despertamos de nuestra pereza. Y que afirmen, como dice usted, ‘mirá los católicos del barrio; son cuatro gatos locos’…
Dicho y hecho. En la tarde del crudo invierno, las viejitas fueron las primeras en llegar para la procesión. El Señor les premió su fidelidad; y, después de varios años, volvieron a llevar la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, por las calles del barrio. Por supuesto, la desafiante cuestionadora no dio señales de vida. Hubiera comprobado que, en vez de «cuatro gatos locos», había cerca de cien feligreses; una multitud para aquel contexto…
Podría dar nombres concretísimos de mis actuales «ángeles de la guarda»; como las llamo con gratitud y afecto. Pero, para no dejarlas a merced de las fieras, prefiero evitarlo. Nombraré, entonces, como símbolo de todas ellas, a Gladys; una anciana a quien conocí, en 2011, en una capilla de Burzaco, en el Gran Buenos Aires.
Por ese entonces era todavía seminarista; y, habiendo concluido los estudios en la Facultad de Teología, como experiencia previa a la Ordenación Sacerdotal, estaba de misionero en esa zona. Fueron meses muy difíciles; en que debí soportar toda clase de incomprensiones, calumnias, desprecios y humillaciones… Viéndolo a la distancia, sin duda, uno descubre en todo la Providencia de Dios; en este caso, como prueba final antes del Sacerdocio… De cualquier modo, viví a fondo la ausencia casi total de apoyo humano; fue, en verdad, una experiencia de despojo, utilísima sin duda, pero llena también de dolor.
En aquel crudo –por lo climático y por lo espiritual- invierno, el Señor me puso en el camino a Gladys; una viejita con muletas e imborrable sonrisa, llena de achaques, pero mucho más llena de amor a Jesús, María, y la Iglesia. Recorría, todo el tiempo, humildes capillas, cementerios, hogares de ancianos y hospitales para promover el rezo del Santo Rosario; y abrir, así, los corazones más duros.
Cuando había una mínima estructura, invitaba al rezo de las Mil Avemarías; o sea, veinte rosarios, frente al Santísimo Sacramento. No tenía dinero, ni mucho menos. Su miserable jubilación le servía de poco y nada; pero, aun así, jamás le faltaban recursos para el apostolado. Vivía, literalmente, al día; y, gracias a Dios, tenía almas generosas que le ayudaban.
Con todo gusto, acepté su oferta de oración. «Mire, Gladys –le dije-, es una alegría enorme que podamos rezar las Mil Avemarías. Les expondré el Santísimo; y me quedaré a rezar con ustedes todo el tiempo que pueda. Además, mientras yo esté en esta capilla, quiero que esto se repita, como mínimo, una vez al mes».
Su rostro desbordaba felicidad; y agendamos, entonces, al sábado siguiente como día del primer encuentro. Pude experimentar, así, en aquella noche oscura, cómo se me empezaban a abrir los cielos…
Llegado el día, casi de madrugada, arribé a la semiabandonada capilla, para abrirla y arreglar los últimos detalles. El frío y la lluvia arreciaban implacables. Obviamente, ningún figurón daba señales de vida…
A los pocos minutos, vino Carmen, una legionaria de María, muy amiga de Gladys. No hizo ninguna referencia al clima hostil; y, por el contrario, afirmó feliz: «¡Qué hermoso día nos regalarán hoy el Señor y la Virgen!». Y, por supuesto, así fue…
Una vez que dejamos todo listo, en el interior del templo, salimos al patio para esperar a Gladys. En la oscuridad absoluta de la gélida mañana, se vieron las luces de un remís, que estacionó en la calle de tierra; ya convertida en barro.
Se abrió la puerta trasera, y vimos a Gladys agitar uno de sus bastones, como saludo, y exclamar «Ave María Purísima». El «Sin pecado concebida», nos encontró yendo raudamente a su búsqueda.
Radiante, agradecida, y plenamente feliz, nos dijo: «Hoy es un día histórico para la capilla. ¡Gloria a Dios!». La llevamos a una cocina, para que se secara un poco; y tomara un mate cocido. Al igual que Carmen, no hizo ni una sola referencia al tiempo. El retablo móvil de la Virgen, que llevaba a todos lados, era su bandera de triunfo.
Ciertamente, fue una de las adoraciones al Santísimo más conmovedoras de mi vida. Al caer la tarde, rezados los veinte rosarios, Gladys emprendió su regreso. La lluvia atroz seguía sin dar tregua. A ella no le importaba; la esperaban, en un hogar de ancianos, a veinte kilómetros. ¡Y hacia allí iba! ¡A seguir conquistando y reconquistando almas para Cristo…!.
Siguieron otros sábados como ese. Gladys tallaba mi futuro corazón sacerdotal, con admirables cinceles de santidad.
La rauda partida de aquel destino me impidió despedirme, solemnemente, de ella. En uno de nuestros últimos encuentros, me dijo: «Sé que seguirá por poco tiempo aquí. Le agradezco, de todo corazón, sus atenciones. Le pido un solo favor: cuando sea Sacerdote, no dude en pedir ayuda de todo tipo. Aunque seamos viejas destartaladas, como yo, siempre algo podemos aportar…».
¡Claro que sí, Gladys; claro que sí! ¡Que nunca nos falten las viejas de parroquia, como usted! ¡Y que sigan multiplicándose, de generación en generación, para el inevitable recambio! Son un maravilloso regalo de Dios; adornado, además, con el desprecio y la burla de los necios…
P. Christian Viña, sacerdote
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