Esta es la última homilía del Papa Francisco en 2018

En su última homilía del año 2018 el Papa Francisco dedicó su reflexión al nacimiento del Niño Jesús de la Virgen María, la Madre de Dios cuya Solemnidad la Iglesia celebrará el 1 de enero.

A continuación el texto de la homilía pronunciada por el Santo Padre este 31 de diciembre en la Basílica de San Pedro:

Al final del año, la Palabra de Dios nos acompaña con estos dos versículos del apóstol Pablo (cf. Ga 4,4-5). Son expresiones concisas y densas: una síntesis del Nuevo Testamento, que da sentido a un momento “crítico”, como suele ser un cambio de año.

La primera expresión que nos llama la atención es «plenitud del tiempo». En estas últimas horas del año solar, en el que sentimos aún más la necesidad de algo que llene de significado el transcurrir del tiempo, dicha expresión tiene una resonancia especial. Algo o, mejor, alguien. Y este “alguien” ha venido, Dios lo ha enviado: es “su Hijo”, Jesús. Acabamos de celebrar su nacimiento: nació de una mujer, la Virgen María; nació bajo la ley, un niño judío, sujeto a la ley del Señor. Pero, ¿cómo es posible? ¿Cómo puede ser este el signo de la «plenitud del tiempo»?

Es cierto que por el momento aquel Jesús es casi invisible e insignificante, pero en poco más de treinta años desatará una fuerza sin precedentes, que todavía permanece y perdurará a lo largo de toda la historia. Esta fuerza se llama Amor. El amor da plenitud a todo, incluso al tiempo; y Jesús es el “concentrado” de todo el amor de Dios en un ser humano.

San Pablo dice claramente por qué el Hijo de Dios nació en el tiempo, y cuál es la misión que el Padre le ha encomendado: nació «para rescatar». Esta es la segunda palabra que nos llama la atención: rescatar, es decir, sacar de una condición de esclavitud y devolver a la libertad, a la dignidad y a la libertad propia de los hijos.

La esclavitud a la que se refiere el apóstol es la de la “ley”, entendida como un conjunto de preceptos a observar, una ley que ciertamente educa al hombre, que es pedagógica, pero que no lo libera de su condición de pecador, sino que, en cierto modo, lo “sujeta” a esta condición, impidiéndole alcanzar la libertad de hijo.

Dios Padre ha enviado al mundo a su Hijo unigénito para erradicar del corazón del hombre la esclavitud antigua del pecado y restituirle así su dignidad. En efecto, del corazón humano –como enseña Jesús en el Evangelio (cf. Mc 7,21-23)– salen todas las intenciones perversas, las maldades que corrompen la vida y las relaciones. Y aquí debemos detenernos, detenernos a reflexionar con dolor y arrepentimiento porque, también en este año que llega a su fin, muchos hombres y mujeres han vivido y viven en condiciones de esclavitud, indignas de personas humanas.

También en nuestra ciudad de Roma hay hermanos y hermanas que, por distintos motivos, se encuentran en esta situación. En particular, pienso en tantas personas sin hogar. Son más de diez mil. Su situación es especialmente dura en los meses de invierno. Todos son hijos e hijas de Dios, pero diferentes formas de esclavitud, a veces muy complejas, los han llevado a vivir al borde de la dignidad humana.

También Jesús nació en una condición análoga, pero no por casualidad o por accidente: quiso nacer de esa manera para manifestar el amor de Dios por los pequeños y los pobres, y lanzar así la semilla del Reino de Dios en el mundo. Reino de justicia, de amor y de paz, donde nadie es esclavo, sino todos hermanos, hijos del único Padre.

La Iglesia que está en Roma no quiere ser indiferente a las esclavitudes de nuestro tiempo, ni simplemente observarlas y socorrerlas, sino que quiere estar dentro de esa realidad, cercana a esas personas y a esas situaciones. Cercanía materna.

Al celebrar la divina maternidad de la Virgen María, quiero animar esa forma de maternidad de la Iglesia. Contemplando este misterio, reconocemos que Dios ha «nacido de mujer» para que nosotros pudiésemos recibir la plenitud de nuestra humanidad, «la adopción filial».

Por su anonadamiento hemos sido exaltados. De su pequeñez ha venido nuestra grandeza. De su fragilidad, nuestra fuerza. De su hacerse siervo, nuestra libertad. ¿Cómo llamar a todo esto, sino Amor? Amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, a quien esta tarde la santa madre Iglesia eleva en todo el mundo su himno de alabanza y de agradecimiento.

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