El próximo día 2 celebraremos la memoria de los fieles difuntos, de nuestros muertos, de aquellos que estuvieron con nosotros y hoy se encuentran en la eternidad, los fallecidos, los que han llegado al final de la vida terrena y ya han empezado la vida eterna. Por lo tanto, no están muertos, están vivos, más vivos que nosotros, en la vida que no tiene fin, la vitam venturi saeculi. Su vida no se ha terminado, sino que se ha transformado. Por eso, el pueblo acostumbra a decir de los fallecidos: «han ido a un lugar mejor».
Miremos, pues, la muerte con los ojos de la fe y de la esperanza cristianas, no con desesperación, pensando que todo acabó. Una nueva vida comenzó para la eternidad.
Para nuestro consuelo, escuchemos la Palabra de Dios: «Dios no creó la muerte ni disfruta con la muerte de los vivos. Él creó todas las cosas para que subsistieran [...] y la muerte no reina sobre la tierra, porque la justicia es inmortal» (Sb 1, 13-15).
Los paganos llamaban necrópolis, ciudad de los muertos, al lugar donde colocaban a sus difuntos. Los cristianos inventaron otro nombre, más lleno de esperanza: cementerio, el lugar de los que duermen. Así rezamos por ellos en la liturgia: «Recemos por los que nos han precedido en el signo de la fe y duermen el sueño de la paz».
Los santos afrontaban la muerte con ese espíritu de fe y de esperanza. Así lo hizo San Francisco de Asís, en el cántico de las criaturas: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal, de la que ningún hombre puede escapar. ¡Ay de quienes halle en pecado mortal! Dichosos los que encuentre cumpliendo tu santísima voluntad, pues la muerte segunda no les hará mal». «Es muriendo como se vive para la vida eterna». San Agustín, por su parte, nos advertía, al preguntar: «¿Haces lo imposible para morir un poco más tarde y no haces nada para no morir para siempre?»
Cuántas buenas lecciones nos da la muerte. Así nos aconseja San Pablo: «Mientras tenemos tiempo, hagamos el bien a todos» (Gl 6, 10). «Para mí, vivir es Cristo y una ganancia el morir [...] Deseo ser desatado y estar con Cristo» (Fl 1, 21.23). «Mas esto os digo, hermanos: el tiempo se acaba. Queda que los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los que compran, como si no poseyesen; los que usan de este mundo, como si no usaran de él, porque la figura de este mundo se termina» (1 Cor 7, 29-31). Dice la Imitación de Cristo que los muertos pronto caen en el olvido: «Qué prudente y dichoso es aquel que se esfuerza por ser en la vida tal como desea que lo encuentre la muerte […] Mejor es hacer en tiempo oportuno una provisión de buenas obras y enviarlas por delante de ti que esperar el socorro de los demás» (I, XXIII). El día de los difuntos fue establecido por la Iglesia para que nuestros difuntos no caigan en el olvido.
Tres cosas pedimos con la Iglesia para nuestros difuntos: el descanso, la luz y la paz. Descanso es el premio para quien trabajó. El reino de la luz es el cielo, opuesto al reino de las tinieblas, que es el infierno. Y la paz es la recompensa para quien luchó. Que todos los que nos precedieron descansen en paz y brille para ellos la luz perpetua. Amén.
Dom Fernando Arêas Rifan, obispo administrador apostólico de la Administración Apostólica Personal San Juan María Vianney
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