Después de años y años de hablar en términos laudatorios de la unidad europea, de celebrar nuestro ingreso y de la adopción de la moneda única, ahora nos damos cuenta de que la Unión limita, y mucho, las soberanías estatales. Nos damos de bruces con ello por la crisis. Las intervenciones -trágica en Grecia- hace tiempo que funcionan en otros muchos niveles que el financiero. Los agricultores y ganaderos, los más europeos de todos los ciudadanos, lo saben bien, para lo bueno -las retiradas por exceso de oferta- y para lo malo -Bruselas prescribe hasta el tamaño de las jaulas para las gallinas de puesta. En el gran proyecto de regadío de Cataluña, el Canal Segarra-Garrigues, que avanza con una lentitud exasperante, los agricultores han visto reducida la zona a regar en casi un 40%, por la protección europea de las aves que anidan en secano.
Ahora, el caso griego nos enfrenta a una realidad política muy grave: la soberanía nacional queda supeditada a las decisiones de una autoridad superior, el Eurogrupo en este caso. El conflicto surge no solo de esta limitación del estado, sino de la dialéctica democracia-eurocracia. Las decisiones de gobernantes elegidos, de los parlamentos, incluso en un referéndum, quedan supeditadas a lo que decida un conglomerado técnico-político ajeno a ellas. Esto se puede presentar de muchas maneras, unas favorables al “diktat” europeo, otras radicalmente contrarias: la “dictadura de la burocracia financiera de la UE”. Yo me quedo con el hecho objetivo: el conflicto existe, es grave i debe resolverse. No puede ser que estemos encantados con la pérdida de soberanía solo cuando recibimos dinero. Entonces no hay quejas. Pero la vida no es un chollo, a veces recibes, otras das y casi siempre sin ganas.
Este problema solo tiene dos salidas: o la progresiva ruptura de Europa o el construir una unidad más equilibrada, mejor, más repetitiva y cohesionada. Porque, digámoslo claro, el problema no es que Alemania mande mucho, sino la debilidad de muchos países antes del concierto europeo y su escaso aprovechamiento después, caso de Grecia. Dinamarca, para situar otro país pequeño no tiene ningún problema con Alemania a pesar de tenerla de vecina. En este sentido, la Unión -y este es un apunte colateral- debería servirnos para examinar el funcionamiento de nuestras instituciones, francamente malo en el caso de España.
La humillación de Grecia ha sido la aplicación extrema de unas normas de una Unión mal realizada. Si el parlamento europeo lo fuera de verdad -y esto exige algo muy olvidado: la existencia de partidos europeos y mayores competencias para la institución- lo de Grecia hubiera sido distinto, como lo hubiera sido si existiera un senado europeo. Obviamente, también en el plano económico faltan cosas. La moneda única se realizó sin existir una unidad económica financiera, presupuestaria, fiscal y regulatoria, pero mal por bien, la crisis ha hecho avanzar más este campo que el político. Porque el gran déficit radica en la construcción de la democracia europea, que no puede ser solo una mera delegación de poderes estatales que se transforman en burocracias distantes porque chocan con la democracia en un solo país -Grecia es el mejor ejemplo.
Recorrer este camino nos conduciría lejos, desde revisar las competencias (es absurdo que la inmigración sea un asunto estatal y las jaulas aviares comunitario) hasta plantearnos la necesidad de una lengua europea para uso institucional y de comunicación común, y que sería bueno que no fuera el inglés.
Europa continua siendo nuestra mejor utopía, solo hay que sacarla de las manos de los nacionalismos estatales y establecer con claridad como deseamos que sea. Los católicos que no vivimos en régimen de iglesias estatales, -no existe la Iglesia “de” Francia o “de” España, sino “en”- podemos, si la ideología no nos come vivos, ser el gran fermento de lo que ahora necesitamos: el nuevo renacimiento europeo.
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