«El doctor angélico, designado patrón de las universidades y escuelas católicas por León XIII, fue un prodigio de inteligencia y virtud que puso al servicio de Dios. Su influencia en el pensamiento filosófico y teológico no ha cesado»
El 4 de agosto de 1.880 fue designado por León XIII patrón de las universidades y escuelas católicas. No podía ser de otro modo. Aparte de ser uno de los santos más conocidos y aclamados en la Iglesia, es también, seguramente, el que mayor influencia ha ejercido y sigue manteniendo en el ámbito filosófico y teológico. Y hoy desde esta sección de ZENIT nos unimos a los millares de profesores y estudiantes que especialmente le veneran.
De la familia de los condes de Aquino y de Teano, emparentada con reyes europeos, vino al mundo en el castillo de Roccasecca, Nápoles, Italia, hacia 1.225. Fue el benjamín de doce hermanos. Precoz en su interés por Dios sobre el que se preguntaba siendo muy pequeño «¿Qué és?» –cuestión a la que trataría de dar respuesta toda su vida–, se afanaba en el estudio y en la oración. Excepcionalmente dotado para la investigación, pronto superó a sus egregios profesores universitarios en Nápoles, Pietro Martín y Petrus Hibernos, hecho que se reprodujo con Pedro de Irlanda. El predicador dominico fray Juan de San Giuliano terminó de despertar su vocación a la vida religiosa y, sin plantear esta opción a sus padres, tomó el hábito a sus 19 años. La condesa se apresuró a viajar a Nápoles para ver a su hijo, pero los dominicos ya le habían destinado a Roma anticipándose a un hecho que de antemano consideraron sería irremediable: que sus padres se llevarían al novicio con ellos.
La persecución familiar se puso en marcha. Y sus hermanos, aguerridos soldados al servicio del rey, lo mantuvieron a buen resguardo durante dos años urdiendo tretas diversas, algunas rocambolescas, para derrocar su voluntad de entrega a Dios. La madre se apiadó y fue abriendo la mano progresivamente: autorización de lecturas de textos eruditos y obras de piedad, además de las Sagradas Escrituras. Cuando le permitieron abandonar el encierro, su progresión intelectual dejó a todos admirados. Fue enviado a Roma, de allí a París, y luego a Colonia, donde tuvo como maestro a san Alberto Magno. En esta ciudad fue ordenado sacerdote.
Mostraba una gran devoción por Cristo, en particular por la cruz y también por la Eucaristía así como por la Virgen María. Se caracterizaba por su inocencia evangélica y espíritu religioso; era sencillo, cercano, fiel al carisma dominico. Su breve existencia estuvo marcada por la oración, la predicación, la enseñanza y la escritura. La vida espiritual para él era fundamentalmente la caridad que culmina en oración y contemplación; ambas revierten en un aumento de aquélla virtud teologal. Pensaba, y así lo dejó escrito: que a Dios es mejor amarle que conocerle.
Se había propuesto buscar denodadamente la verdad con este lema: «contemplata aliis trajere», esto es, participar a otros el fruto de su reflexión. Hombre de extraordinaria inteligencia y memoria portentosa, siendo alumno se convirtió en profesor de filosofía y de teología. Primeramente, y por deseo de sus superiores, enseñó en París, y luego daría clases en Orvieto, Roma y Nápoles. Una de sus aplaudidas tesis es el reconocimiento de que no existe oposición entre fe y razón, sino que ambas se necesitan y complementan.
Para él no existía el tiempo; se quedaba completamente enfrascado en el estudio. Sus escritos y discursos denotan su sabiduría y el grado de su hondura espiritual. Y es que el estudio era oración para él y la oración estudio. Antes de ejercitar la labor docente, discutir, estudiar o escribir, oraba, y muchas veces lo hacía envuelto en lágrimas. Dedicaba muchas horas a la oración, postrado de hinojos ante el crucifijo. Así brotaron muchas de sus obras. El «doctor angélico» fue una persona devota que no dejó a nadie indiferente. Sus compañeros decían: «la ciencia de Tomás es muy grande, pero su piedad es más grande todavía. Pasa horas y horas rezando, y en la misa, después de la elevación, parece que estuviera en el paraíso. Y hasta se le llena el rostro de resplandores de vez en cuando mientras celebra la Eucaristía». Su obra máxima, la Summa Theologiae, de 14 tomos, es un ejemplo de síntesis y de claridad.
Renunció a ser arzobispo de Nápoles en 1265, como deseaba Clemente IV, que aceptó su decisión. El pontífice le encargó que escribiera los himnos para la festividad del Cuerpo y Sangre de Cristo, y compuso el Pange lingua (Tantum ergo), Adoro te devote y otros bellísimos cantos dedicados a la Eucaristía. Después de haber escrito tratados hermosísimos acerca de Jesús en la Eucaristía, sintió Tomás que se le decía en una visión: «Tomás, has hablado bien de Mí. ¿Qué quieres a cambio?». El santo le respondió: «Señor: lo único que yo quiero es amarte, amarte mucho, y agradarte cada vez más». Brotaba de su interior esta ferviente oración: «Concédeme, te ruego, una voluntad que te busque, una sabiduría que te encuentre, una vida que te agrade, una perseverancia que te espere con confianza y una confianza que al final llegue a poseerte».
Con frecuencia experimentaba raptos y éxtasis. En uno de ellos, el 6 de diciembre de 1273, mientras oficiaba la misa las revelaciones que recibió debieron tener tal altura que abandonó la pluma para siempre: «No puedo hacer más. Se me han revelado tales secretos que todo lo que he escrito hasta ahora parece que no vale para nada».
Murió el 7 de marzo de 1.274 en el monasterio cisterciense de Fossanova, cuando partía hacia el concilio de Lyon. Fue canonizado por Juan XXII el 18 de julio de 1.323. San Pío V lo proclamó doctor de la Iglesia el 11 de abril de 1.567.
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