Homilía pronunciada por el Cardenal Norberto Rivera C., Arzobispo Primado de México en la Catedral Metropolitana de México.

18 de Agosto de 2013, XX Domingo del Tiempo Ordinario.

El evangelio de hoy es uno de esos evangelios incómodos y difíciles de explicar, pero es tan buena noticia, como los evangelios cómodos y fáciles de explicar.  ¿De qué fuego habla Jesús?  ¿No la paz sino la guerra y la división es lo que Jesús vino a traer?

 En primer lugar, Jesús se proclama un incendiario: “He venido a traer fuego a la tierra ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!”. El fuego que Cristo vino a inyectar en nuestra historia son los valores del Reino de Dios.  A esto dedicó toda su vida, para evidenciarlos hizo signos y prodigios, por el Reino de Dios se desvivió y murió.  Toda la vida pública de Jesús fue ir incendiando los corazones de sus discípulos, y de todos los que lo quisieran oír, con las nuevas realidades que anunciaban que el Reino de Dios ya estaba presente en su persona y en los nuevos valores que anunciaba en contraposición a los valores vigentes hasta ese momento.

 Alguien podría pensar que ese fuego ya está en nosotros desde el día de nuestro bautismo, y en parte es cierto, porque desde ese día pertenecemos a Cristo, hemos recibido el Espíritu Santo, se nos regalaron las virtudes de la fe, la esperanza y el amor. Pero todos sabemos que el fuego se puede apagar o al menos cubrir de cenizas y dejar de calentar e iluminar. Esta puede ser la situación de muchos de nosotros en donde el fuego del Espíritu y del amor no alimenta un verdadero testimonio de los valores evangélicos, no ilumina una vida de esperanza, no produce la verdadera alegría de vivir. Son muchos los creyentes que en el momento menos esperado de su vida se dan cuenta que su vida cristiana no es como debiera ser;  de pronto se sienten vacíos, con una vida árida y sin sentido, invadidos de una tristeza y de una gran desesperanza y sienten inmensos deseos de cambiar, de recibir un fuego que los transforme y les de vida verdadera.

 Hoy se están dando en nuestra Iglesia muchos signos de cambio y de renovación profunda: un primer signo, negativo, es la desilusión que va invadiendo a muchos, especialmente jóvenes, en relación a las ideologías, a las estructuras, a los sistemas, a los proyectos, que en un determinado momento de la historia fascinaron y entusiasmaron y que en estos últimos años han mostrado su fracaso y su incapacidad de transformar al hombre y a la sociedad.  Un segundo signo, positivo, es el nacimiento dentro de la Iglesia, de experiencias y movimientos, que no se entretienen en cosas secundarias, sino que van directamente a aquello que llena el corazón del hombre: hacen una profunda experiencia viva de Jesucristo, a través de su palabra, de su Espíritu, de los carismas que Él les quiera regalar, de la comunión fraterna. Con cuánto entusiasmo vimos que miles y miles de jóvenes se reunieron en torno al Papa Francisco en la JMJ, para testimoniar la renovación que se está dando en todos los rincones de la tierra.

 Ser cristiano es mantener el fuego lanzado por Jesús hace dos mil años.  Ser cristiano es ser necesariamente positivo y vivir de la esperanza.  Ser cristiano es atizar el mandamiento del amor a todos los niveles dentro y fuera de la Iglesia.  En una época de libertad de opinión y de acción, en una sociedad plural, los cristianos no podemos y no debemos avergonzarnos de proclamar los valores del Reino de Dios como fórmula que hace posible la convivencia humana, el progreso y la dignificación de la sociedad.  En una sociedad libre, plural y respetuosa a nadie, por ningún motivo, le podemos imponer nuestras convicciones, pero nadie tampoco tiene derecho a ignorar y mucho menos a burlarse de nuestros principios.

 Son muchos los signos de descomposición que estamos presenciando, pero ya vemos que algo nuevo va brotando, hay signos de esperanza que nos anuncian que ese fuego anunciado por Cristo está llegando y que la reconstrucción es posible ya que son muchos los que desean ese “corazón nuevo”, ese “espíritu nuevo”, que puede cambiar todas las cosas. Pero todo esto no se realiza por la llegada de una fecha histórica, ni se da por arte de magia, ni mucho menos por la conjunción de unos astros, esto es posible sólo por decisiones libres y comprometidas de hombres y mujeres con sensibilidad histórica y con la valentía necesaria para sacrificar su vida en favor de los demás. Este es el fuego que Cristo vino a traer y está ansiando que este fuego arda.

 Y ya que estamos hablando de decisiones libres y comprometidas no podemos silenciar lo que Jesús añade: “¿Piensan acaso que he venido a traer paz a la tierra?  De ningún modo.  No he venido a traer la paz, sino la división". Estas palabras nos recuerdan que así como hubo división en torno a Jesús cuando Él predicaba los nuevos valores del Reino de Dios, así tiene que seguir habiendo división cada vez que su palabra es proclamada con “espíritu y poder”. Y la razón es muy sencilla ya que delante de Jesús no podemos permanecer neutrales, o estamos con Él o estamos contra Él, o recogemos o desparramamos, no se puede servir a dos señores, el que es de la verdad escucha su voz y el que no lo es no escucha su voz.

 Sólo Jesús tiene derecho a decirnos: “Quien no está conmigo, está contra mí”.  Sólo Él es el único valor absoluto digno de ser amado hasta la adhesión incondicional, aunque comporte el rechazo de los familiares y amigos, que no quieren aceptarlo.  Hay que anteponer la persona de Jesús, y los valores que vino a proclamar, a los seres más queridos según la carne, la raza, la nación, el partido, la clase social.  “Quien quiere venir en pos de mí y no pospone a sus padres, hijos, hermanos, esposo, no es digno de mí”.

 Al acercarnos a la Eucaristía pidamos al Señor que podamos experimentar ese fuego que vino a traer, que hagamos una experiencia profunda de su amor y de su poder, que anhelemos esa renovación total que necesitamos.  Al comulgar a Cristo pidámosle que realmente Él sea el valor supremo en nuestra vida, que todo lo demás lo consideremos secundario si lo tenemos a Él.
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