En el año 1333 el gran lírico italiano Francesco Petrarca, considerado uno de los grandes precursores del humanismo, tiene el primer contacto con las Confesiones de san Agustín. Durante su ascenso al monte, abre al azar el renombrado libro del Obispo de Hipona y lee:
"Van admirando, los hombres, los altos montes, las olas del mar, la larga trayectoria de los ríos, la inmensidad del océano, la revolución de los astros, pero no tienen la más mínima preocupación hacia ellos mismos".
Al instante descubre en este pasaje una llamada irrenunciable a la búsqueda de una profunda interioridad que le llevará inexorablemente a un mejor conocimiento de sí mismo y, con ello, a su periodo más fecundo de creación poética y literaria, resultado de la armonía de su concepción humanista con el cristianismo.
Francesco Petrarca, al igual que otros grandes precursores del humanismo como Pico de la Mirandola o Marsilio Ficino, se desmarcó desde un principio de las tesis de aquellos que sostenían y sostienen que el humanismo consiste en un alejamiento de la Edad Media para aproximarse a una visión enteramente laica de la cultura; de aquellos que sitúan al ser humano en el centro del universo, borrando toda referencia al Creador del mismo. Dicha visión deformada del humanismo ha prevalecido hasta nuestros días y, para mayor desgracia, es asumida y jaleada en algunos ámbitos católicos deslumbrados por el hecho de que el hombre es la obra definitiva y perfecta salida de las manos del Creador.
El gran poeta italiano que inmortalizó a Laura y dedicó su vida al servicio de la Iglesia estimaba que todo humanismo de la razón debía ser iluminado y guiado por la fe. El mismo sentir habitaba en el humanista más convencido del Renacimiento, Miguel Ángel, que veía en el cuerpo la manifestación del alma. Este arquitecto, escultor y pintor italiano renacentista, considerado uno de los más grandes artistas de la historia, nos plasma en “La Creación de Adán” de la Capilla Sixtina el episodio de la creación del Hombre, en el que Dios es sostenido por ángeles que vuelan y, envuelto en un manto, se dirige hacia Adán, representado como un atleta en reposo, y le transmite el soplo de la vida. Sin embargo, a pesar de estos antecedentes de los padres del humanismo, la metástasis del humanismo ateo ha logrado propagarse a través de sucesivas generaciones hasta nuestros días, en los que se contempla con pasmosa naturalidad a un Adán aislado en su mismidad y solo en el Paraíso; a un Hombre hecho Dios.
Este mensaje humanista pelagiano, o semipelagiano, se ha conformado a la perfección a la horma de la postmodernidad, pues al eliminar la dimensión trascendente, eliminando a Dios, o situándole de comparsa del hombre, se ha convertido en un antihumanismo (Caritas in veritae, 78) al servicio del más puro relativismo, un humanismo, paradójicamente, también muy cercano a las corrientes existencialistas, nihilistas que ven al hombre como una nulidad existencial, como un ser condenado al fracaso, a la soledad y a la muerte.
Todo hombre afectado por la propagación de este verdadero tumor espiritual que va regando de muerte nuestra sociedad se convierte en una víctima de sí mismo. Sólo así se puede comprender el fracaso existencial en la vida de grandes lumbreras del ayer y de nuestro tiempo. De lo contrario, casos como el del escritor Stefan Zweig resultarían, a primera vista, inescrutables. El renombrado novelista y ensayista austriaco atesoró todos los esfuerzos de los “humanistas” a favor de la paz, la cultura y la razón; fue incapaz de soportar el derrumbe de todo su mundo cuando se desencadenaron las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial. Escapado del terror nazi, creyó reconocer en la cultura brasileña un modelo para el futuro humanista de la Humanidad. Pero, fue precisamente allí, en Petrópolis, donde acabó quitándose la vida, junto con su esposa, en la noche del 23 de febrero de 1942, acorralado por la depresión y la soledad no buscada la más terrible de las soledades.
En los prolegómenos de ese luctuoso acontecimiento comentaba lo siguiente:
“Vida exterior: monotonía que calma los nervios en un paisaje encantador. La gente del pueblo, cuyo idioma entiendo parcialmente, me resulta conmovedora por su bondad, cordialidad y primitivismo. Mi alimento espiritual: las obras de Montaigne y Goethe, o sea, ningún amigo que tenga menos de doscientos años”.
Palabras sobrecogedoras que anunciaban la tragedia que estaba por llegar. Zweig se hallaba en una situación, en cierto modo, similar a la que iluminó a Petrarca con el texto de las Confesiones. El escritor vienés había encontrado la arcadia de sus sueños, o empleando el lenguaje más familiar a nuestros oídos: “una gran calidad de vida”; con “la única salvedad” de que se sentía terriblemente solo, sin ningún amigo. Le faltaba ese sentido de la existencia que el humanista italiano supo dar para recomponer su vida. Algunos artistas contemporáneos del escritor austriaco, como Emil Cioran, que “coqueteó” a menudo con la posibilidad del suicidio, pudieron, al menos, entrever la presencia de un tenue hilo de luz detrás del muro de angustia que ensombrecía su existencia, tal y como lo reflejan sus palabras: “Quien no piensa en Dios continuará siendo un extranjero para sí mismo, pues la única vía del conocimiento de sí pasa por Dios”.
Ese sentido de la existencia requiere imperiosamente el conocimiento de uno mismo, y éste pasa necesariamente por el conocimiento de Dios, pues, según escribía Santa Teresa de Jesús “jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes”. No hay otra forma de conocer a Dios que amarle, es decir, cumplir Su voluntad. Quien está con Dios, puede estar seguro de ello, nunca se hallará en la trágica tesitura en la que desembocó la vida de Stefan Zweig, nunca se encontrará solo, sin amigos; pues Dios es el mejor amigo que uno puede encontrar, el único amigo que jamás defrauda. Éste y sólo éste es el camino de la felicidad, un camino en el cual anda extraviada gran parte de nuestra sociedad.
El alejamiento de Dios que nos propone esta pseudorreligión humanista no repara en las víctimas, llegando, si ello es preciso, incluso a la inmolación de sus “santos laicos” más reconocidos. Esos que ha pretendido las formas más bellas para cantar el amor a la Humanidad, pero que siempre lo han hecho de espaldas al Creador; esos que han ondeado la bandera de la paz universal, ajenos a la paz de Cristo; esos que han bregado hasta su último suspiro por una filantropía con motivaciones puramente humanas de altruismo, ascesis y esfuerzo personal, ignorando que sin la gracia todo esfuerzo es inconsistente y no puede perseverar largo tiempo. Todos ellos, a su manera, han luchado hasta la extenuación por propagar la más grande de las quimeras: que el mundo puede cambiar al margen de Dios.
El escritor Stefan Zweig fue un eximio representante de ello. Estaba profundamente convencido de que Sudamérica podía heredar este humanismo enfermo, incluso tenía en mente una especie de “unidad espiritual del mundo”; postulado que, por otra parte, se ahorma a la perfección con los de nuestra sociedad postmoderna. Podría afirmarse que el desembarco de este humanismo desnaturalizado en las playas de la sociedad relativista ha sido gestado de manera “admirable” por muchos y egregios “santos laicos” durante el pasado siglo, hasta llegar a lo que hoy se conoce como el humanismo de la Nueva Era, en el que el hombre se considera divino al considerar que cualquier “verdad” que nuestro interior descubre es la verdad de Dios.
Kenzaburo Oé, Premio Nobel de literatura, es uno entre la multitud que ha tomado actualmente el testigo de este tipo patológico de humanismo, un hombre que impregna su obra con el tema de la búsqueda de la salvación sin Dios y que teme la fe transformada en institución. En una de sus entrevistas alude a que su maestro Kazuo Watanabe trató de introducir en Japón la noción occidental de humanismo, y se pregunta si pueden hacerse humanistas los japoneses; para responderse, acto seguido, que “tiene esa esperanza, y que como escritor asiático le gustaría poder aportar un humanismo que desembocara en algo universal que uniera los dos extremos del mundo”. Su idea, apunta más tarde, es que todas las naciones renuncien a su poder y que sólo lo tenga la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
El humanismo de cuño postmodernista tiene por dios al Hombre y por sede, de donde emana la ortodoxia de su doctrina, a las Naciones Unidas. Es un humanismo que se encuentra en las antípodas de los precursores del mismo. Petrarca consideraba la Roma cristiana superior a la Roma pagana, al tiempo que se confortaba con las lecturas de Cicerón, Virgilio y Séneca. Bien valdría que en la actualidad se recurriera, al menos, a la sabiduría pagana para liberar tantas cadenas, cuyos eslabones se han ido engrosando con el tiempo. En el Imperio Romano, cada vez que un general volvía triunfante de una gran hazaña bélica a Roma hacía un desfile con su ejército recorriendo la capital del Imperio en una cuadriga acompañado por un esclavo que, sosteniendo los laureles de la victoria sobre su cabeza, le susurraba constantemente al oído: "¡Memento homo es!" (¡Recuerda que eres un hombre!).
Cristo es el centro y el origen de la Historia, por tanto, tal y como señala el Catecismo, a “los católicos nos compete acrecentar el sentido de Dios para la consecución del desarrollo completo de la sociedad humana [...]. Nada tiene peores consecuencias para el mundo que el pecado [...]. Ninguna legislación podrá vencer por sí misma los obstáculos a la fraternidad humana, sino sólo la caridad, que ve en todos un prójimo y un hermano”.
De nosotros depende, siendo dóciles al Espíritu Santo, el dar el último aliento -como Francesco Petrarca, en la noche del 18 de julio de 1374- con el libro de las Confesiones entre las manos o terminar nuestros días hastiados de tanto humanismo impostado. Un humanismo que procura al hombre una salvación humana, una salvación sin Dios que no se fundamenta en la gracia divina; a fin de cuentas, una de las muchas irrealizables utopías mundanas, pues “si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 127,1).
“El ser humano sólo es hombre cuando está unido a Dios”, decía el jesuita Alfred Delp, alemán ejecutado por pertenecer a la resistencia al nazismo y que acabaría por ser incluido en la nómina de Justos entre las Naciones. Y es que cualquier tipo de humanismo que no contemple al Dios personal del Evangelio es un humanismo que irremisiblemente convierte al hombre en un náufrago del Amor, en un náufrago embarrancado en su propio yo.
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