«Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán» (Lc 13,24). Éste es el mandato de todo cristiano: el de luchar por entrar por esa puerta estrecha para alcanzar el Reino de los Cielos. ¿Y en qué consiste esta lucha? El verbo en griego usado por el evangelista Lucas viene del sustantivo ἀγών (agón), que significa prueba, combate, competición o momento en que se va a expirar. Viendo lo complejo del término y teniendo en cuenta que donde más veces aparece en la Sagrada Escritura es en las cartas de San Pablo, vamos a recurrir a éstas, para ir encontrando y descubriendo las características del concepto con el que Jesús habla del combate del cristiano:
Antes de pasar a estas cartas, empero, es conveniente atender primeramente a una definición mundana, una definición del término griego en su contexto griego, en su uso cotidiano antes de Cristo, quien hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5) y con quien se transformará y renovará este concepto. El agón, en la cultura Helenística, era un debate formal entre dos personajes: el proto agonístes y el deutero agonístes, quienes debatían públicamente frente a un coro que emitía el veredicto final.
Sin embargo, este concepto de agón inundó la cultura griega por completo, empapándola en todas las esferas de la vida cotidiana, hasta el punto que se habla de la forma de vida helénica como el espíritu agonal. La competitividad se palpaba en el ambiente, la sociedad griega favorecía la competición para la superación, en busca del honor y la gloria. Esto se observa históricamente, sin recurrir a complicados estudios, en los juegos olímpicos y en la literatura propia, con un preclaro ejemplo en el duelo entre Aquiles y Héctor de Troya. Además, en griego antiguo agón ya significaba este combate que el moribundo tiene con la muerte, de donde procede el término agonía.
Siendo así, ¿podemos, entonces, comparar al combatiente de esta lucha cristiana con el hombre agonal helénico que tanto alababa Nietzsche? El filósofo alemán consideraba que cuanto más grande y elevado era un griego, más brillaba en él la llama de la ambición y la rivalidad, lo que fomentaba el esfuerzo, la excelencia y la productividad. Por el contrario, el agón cristiano es un camino de descendimiento. «Nada hagáis por rivalidad, ni por vana gloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo» (Flp 2,3). «Pues a vosotros se os ha concedido la gracia de que por Cristo… no sólo que creáis en él, sino que también padezcáis por él, sosteniendo el mismo combate en que antes me visteis y en el que ahora sabéis que me encuentro» (Flp 1,29s).
Esto último está en relación con lo que principalmente resalta San Pablo en su uso del término. «Después de haber padecido sufrimientos e injurias en Filipos, como sabéis, confiados en nuestro Dios, tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas» (1Ts 2,2). Aquí, este combate es agonía, pero una agonía nueva, renovada: es la agonía valiente del que, unido en los padecimientos y en la agonía de Cristo (cf. Lc 22,44), sabe que los sufrimientos e injurias tienen recompensa, «sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza; y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,3b-5).
Entonces, este combate es un combate de amor, no es el agón griego que se movía por la gloria y el honor propios. Este combate que ya para los griegos tenía también un sentido de competición, para demostrar la fortaleza y el espíritu personal, se transforma completamente y se redirige hacia el prójimo. La meta ya no es egoísta, es la conversión de los demás y su entrada al Reino, que implica la anulación propia: «Me he hecho todo a todos para ganar a toda costa a algunos» (1Co 9,22b). Anulación generosa que, a su vez, favorece la propia salvación: «Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación» (2Tm 4,6-8).
De esta manera, el nuevo agón del cristiano tiende hacia los demás y repercute en el prójimo, en la comunidad, y en el mundo. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,35). Todos, el mundo entero conocerá que somos discípulos de Cristo y coherederos suyos (cf. Rm 8,17) si combatimos este combate del amor, que santifica el mundo.
En la Grecia antigua, el que debatía en el agón era el agonista, y este término se ha conservado hasta hoy con varias acepciones, incluso en la bioquímica, donde un compuesto agonista es aquel compuesto que es «capaz de incrementar la actividad de otro, tal como una hormona, un neurotransmisor, una encima, un medicamento, etc.» (RAE: agonista). Y esto nos sirve de ejemplo para comprender que el agonista cristano, aun cuando no tenga contacto directo con todas las personas del mundo, en su combate santifica el mundo entero: «Quiero que sepáis qué dura lucha estoy sosteniendo por vosotros y por los de Laodicea, y por todos los que no me han visto personalmente, para que sus corazones reciban ánimo y, unidos íntimamente en el amor, alcancen en toda su riqueza la plena inteligencia y perfecto conocimiento del Misterio de Dios» (Col 2,1s). Así, pues, el agonista es el que se ve impelido a trabajar por la santificación de este mundo, a combatir públicamente el mal y a denunciar el pecado; «porque nuestra lucha no es contra la carne ni la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas» (Ef 6,12).
En conclusión, esta lucha de la que habla Jesús es un combate humilde, unido a Cristo en el amor, para la santificación del prójimo y del mundo entero, por medio de la participación activa en la vida pública. Una equivocada lectura del Concilio Vaticano II ha alejado al católico de lo público: Al abrirle al laico la participación en la vida intraeclesial, éste, que antes no tenía mayor ámbito de misionalidad católica que su ambiente de trabajo y su cotidianeidad pública, ha dirigido ahora todo su ánimo y su líbido católico a la pastoral de la parroquia en catequesis, grupos de oración, participación en la liturgia, etc., y ha olvidado la santificación de este mundo en la vida ordinaria, cotidiana y pública que se encuentra más allá de los muros del templo. Así, pues, para alcanzar la puerta estrecha, «también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone» (Hb 12,1).
Javier Gutiérrez Fernández-Cuervo
Publicar un comentario