(RenL) Al llegar al límite de edad (cumplió 75 años el 6 de mayo de 2015), en junio André-Joseph Léonard presentó al Papa Francisco su dimisión como arzobispo de Malinas-Bruselas. Nombrado administrador apostólico de la archidiócesis, cedió oficialmente la sede el 12 de diciembre a monseñor Jozef de Kesel, hasta entonces obispo de Brujas.
Después de unas misas de despedida y un tiempo de reposo en la comunidad de Marche-les-Dames, monseñor Léonard se trasladará a Francia la primavera que viene como capellán auxiliar del santuario de Notre-Dame de Laus.
Durante sus cinco años al frente de la archidiócesis de Malinas-Brusleas, monseñor Léonard dio un nuevo impulso a la Iglesia católica en Bélgica: restableció las procesiones eucarísticas; creó la Fraternidad de los Santos Apóstoles formada por sacerdotes y seminaristas; salvaguardó la iglesia de Santa Catalina, en el centro de Bruselas, condenada a ser desmantelada; se opuso con la oración y el ayuno a la ampliación de la eutanasia; creó un seminario Redemptoris Mater [seminarios vinculados al Camino Neocatecumenal]…
Desde su nombramiento en enero de 2010 por Benedicto XVI, el antiguo obispo de Namur fue contestado por sus ideas, juzgadas demasiado «reaccionarias», y criticado por su fidelidad a la enseñanza de la Iglesia católica. En lo que respecta a la clase política, ésta le ha reprochado abiertamente su posición contra el matrimonio homosexual, el aborto y la eutanasia.
Arzobispo emérito desde el 12 de diciembre, monseñor Léonard expresa su opinión sobre los acontecimientos que han marcado el año 2015 y sobre sus cincos años como guía de la diócesis belga de Malinas-Bruselas.
-Durante los cinco años que usted ha sido cabeza de la archidiócesis de Malinas-Bruselas, el número de seminaristas ha aumentado de manera espectacular, pasado de los cuatro que había en 2010 a cincuenta y cinco. ¿Cómo explica usted este aumento?
Fui profesor en la universidad de Lovaina durante veinte años y, más tarde, durante trece, superior del seminario universitario. He estado siempre cerca de los seminaristas, algo que he seguido haciendo naturalmente siendo obispo de Namur y, posteriormente, de Malinas-Bruselas.
Nunca me he negado a recibir a un joven que me lo pidiera, nunca le he dicho que se pusiera en contacto con el servicio de vocaciones, siempre los he acogido. Un obispo debe recibir a un hombre que quiere entregar su vida a Cristo. Que un joven sienta que él es importante para el obispo de su diócesis le ayuda a decidir.
No tengo recetas milagrosas. Simplemente, siempre he estado abierto a las realidades que el Espíritu Santo hace nacer en la Iglesia. Cuando conocí a los jóvenes que, movidos por el ministerio del Padre Michel-Marie Zanotti-Sorkine, fundaron la Fraternidad de los Santos Apóstoles, mi primera reacción no fue la desconfianza, sino la acogida y el apoyo. No todos los jóvenes que se presentan acaban siendo sacerdotes; se necesita un discernimiento, pero la primera actitud que hay que tener es la acogida. ¡Qué alegría es para un obispo conocer a un hombre que desea consagrarse a la Iglesia! ¡Qué maravilloso regalo!
-Durante su ministerio, tanto fuera como dentro de la Iglesia belga, usted ha tenido mucha oposición y resistencia, sobre todo por su fidelidad al Magisterio. ¿Cómo se consigue nadar contracorriente?
Hay una parte de convicción y otra de temperamento. Durante mis años como sacerdote llegué a tener unas convicciones sobre los distintos aspectos de la existencia humana que son las de la Iglesia católica. Y estoy convencido de la validez del magisterio de la Iglesia, incluidos los temas más delicados y controvertidos.
Siempre he pensado que era mi misión ser eco de la enseñanza de Cristo y de la Iglesia sobre el destino humano. Por lo tanto, nunca me ha molestado tener que remar a veces contracorriente. ¿No es esto, de todas formas, algo normal? Una parte notable del Evangelio va contracorriente. San Pablo escribió a los romanos: «No os conforméis a este mundo».
Mis convicciones han suscitado reacciones distintas: ha habido quienes estaban contentos de oír un lenguaje claro que les animaba a vivir verdaderamente su identidad cristiana y ha habido quienes han protestado, a veces incluso entre los mismos cristianos, porque no les gustaba que en un mundo donde la libertad es considerada el valor supremo, un obispo pueda pensar de una manera distinta al pensamiento dominante.
Estas oposiciones o desacuerdos son, en cierto sentido, inevitables. Lo contrario me causaría inquietud. Jesús no predica el éxito, sino más bien la contradicción. ¡Pero estas miserias son solo una pequeña parte de mi ministerio y no son nada comparadas con el sufrimiento de los obispos de los primeros siglos y el de los obispos de hoy en Oriente Medio o Asia!
-El segundo sínodo para la familia tuvo lugar en octubre. El texto final ha sido objeto de interpretaciones. Usted participó en los trabajos de la primera edición. ¿Qué lectura hace usted del mismo?
No creo que haya habido un progreso real de un sínodo al otro, sino más bien una repetición de lo que ya se había dicho. Yo me he quedado algo decepcionado. Es verdad que hay cosas buenas en el texto final, pero me ha decepcionado el hecho de que hay ambigüedad en los puntos más delicados. Algunos obispos me han dicho que han sido redactados ambiguamente a propósito, con el fin de que puedan ser interpretados de distintas maneras. Dicha ambigüedad sobre cuestiones esenciales es muy arriesgada, pues puede dar lugar a prácticas que, una vez establecidas y desarrolladas, serán difíciles de rectificar.
Espero por lo tanto que tengamos al final un texto matizado y benévolo pero claro sobre los temas de la doctrina y de la disciplina de la Iglesia católica concernientes al matrimonio y la familia. La pelota está ahora en el lado del Papa y, por consiguiente, debe ejercer su papel petrino de unidad y continuidad de la Tradición, como declaró en su discurso de clausura del primer sínodo para la familia. La cuestión más fundamental del Sínodo es unir, dentro de todas las alegrías y sufrimientos de la familia y de los matrimonios, el amor y la verdad. Como dice el Salmo 84: «Amor y verdad se encuentran, justicia y paz se besan». La Iglesia debe ser a la vez misericordiosa, adoptando una actitud de corazón benévolo hacia todas las personas, y fiel a su enseñanza sobre el matrimonio y la familia.
-A partir del último sínodo, algunos obispos han propuesto dar más poder a las conferencias episcopales en materia de disciplina. ¿Qué piensa usted sobre esta propuesta?
No es una buena idea. Pienso que es malo que la disciplina pueda ajustarse de un país a otro o de un continente a otro. Creo que sería extremadamente arriesgado que los países occidentales puedan disponer de una disciplina más flexible. ¿Qué imagen daría esto de la Iglesia? Los cristianos de los países más ricos, que gozan de una mayor comodidad, ¿podrán entonces tener también una disciplina más cómoda? ¡Sería un gran escándalo! En cambio, donde se debe jugar la diversidad de los lugares es en la puesta en marcha de la pastoral para afrontar los problemas diferentes según cada continente, proponiendo, así, las soluciones adecuadas.
-El Papa abrió el 8 de diciembre las puertas del Año Santo de la Misericordia. ¿Están nuestros contemporáneos preparados para atravesar el umbral?
Constato que el método del Papa Francisco empieza a tocar a numerosas personas. Pero para muchos, esto exigirá un enfoque que aclare las conciencias. Pues la misericordia supone que se tenga conciencia de la propia miseria para que el corazón de Dios acoja dicha miseria, la asuma, la tome en Él para transfigurarla y donárnosla de nuevo. La misericordia tiene sentido si somos conscientes de que la necesitamos. Personalmente, intento siempre hacer evidente esta doble dimensión de la misericordia a partir de una escena que, extrañamente, no evocó la bula de convocatoria y que sin embargo me parece un texto fundamental: la escena del costado traspasado de Jesús. La palabra «misericordia» no está explícita en esta escena, pero la realidad está allí.
Lo que es asombroso, y que claramente asombró al evangelista, es que la propia herida, la herida del costado, testimonia a la vez que somos pecadores (si todo iba bien entre el hombre y Dios, ¿por qué el corazón humano de Dios debía ser traspasado?) y que ése es el lugar de donde procede el origen de nuestra regeneración. La propia mirada puesta sobre el costado traspasado de Jesús («Volverán los ojos hacia Aquel al que traspasaron») me revela que soy pecador y que se me han abierto una vida nueva, el perdón, la misericordia, la reconciliación, la regeneración. Es muy esclarecedor. Cuando se habla de esto, se toca el corazón de las personas.
Esta es la maravilla que tendremos que hacer descubrir durante este Año. Y esto requiere un esfuerzo catequístico porque los hombres, incluso algunos cristianos, muy a menudo han perdido el sentido de esos dos abismos que son llamados a encontrarse: el abismo del pecado, del misterio de iniquidad, como dice Pablo a los Tesalonicenses, y el abismo más grande que es el amor de Dios que viene a buscarnos. Una de las grandes tentaciones de nuestra época es esta tendencia a querer aplanar estos dos abismos. Pero si no reconocemos nuestros pecados, corremos el riesgo de no entender la locura que hay en el amor de Dios que se ha hecho hombre hasta el punto de morir en la cruz.
-Usted decidió consagrar Bélgica y sus provincias el 8 de diciembre al Corazón Inmaculado de María. ¿Por qué razón?
La parroquia Santa Catalina de Bruselas me había pedido que la consagrara al Corazón Inmaculado de María. Había dicho que sí. Algunas personas me propusieron, como se suele hacer en Líbano, consagrar al mismo tiempo y oficialmente toda Bélgica. Pero yo no tenía autoridad para ello -es necesario el acuerdo de todos los obispos belgas-, por lo quela he consagrado sólo paternalmente a través de los fieles presentes, procedentes de distintas provincias belgas.
Bélgica es una menudencia en Europa, pero ha recibido dos visitas oficiales de María: en Beauraing y en Banneux. Si María se ha molestado en venir dos veces a visitar este país, probablemente es porque tiene una gran necesidad.
Y creo que es así porque Bélgica fue un país de gran fervor, un país extraordinariamente misionero que, como Francia, ha enviado a cientos de misioneros a los distintos continentes. La Iglesia en Bélgica ha hecho una inversión masiva en los movimientos de jóvenes, en la enseñanza católica y en un sistema de salud de inspiración cristiana. Ahora bien, este edificio por una parte se ha evaporado y, por otra, en algunas instituciones que mantienen la etiqueta de cristianas el contenido se ha diluido de manera importante.
Creo que este país necesita renovarse, que se apoye no en ideas, sino en realidades personales. Me gusta mucho la frase de Benedicto XVI: «Ser cristiano no es ante todo tomar una decisión ética u organizativa, sino ser seducido por una persona». Bien, el corazón de la fe cristiana son unos rostros: el de Jesús y el de María.
En Bélgica necesitamos, más que nunca, una conversión del corazón a otros corazones. Una conversión del corazón del hombre de hoy, de la mujer de hoy, al corazón de María, al corazón de Cristo, al corazón de Dios. Desde ese momento, consagrar un país al corazón de Jesús o de María ya no es sólo una devoción, sino es ir al corazón de la fe misma.
-Este año Francia ha sufrido mucho por una serie de atentados. Frente a esta gran prueba, ¿cuál debe ser la actitud de los católicos?
Por desgracia, pienso que es sólo el inicio y que lo que hemos vivido en París hace presagiar otras pruebas similares. Tenemos que estar preparados para vivirlas, sin olvidar que lo que hemos vivido estos últimos tiempos los habitantes de otros países del mundo lo viven a diario.
¿Cómo reaccionar ante esta prueba? Con medidas de seguridad, claro, pero sobre todo obligándonos a reflexionar en profundidad sobre cómo la Iglesia y nuestras sociedades deben dialogar con los musulmanes. En interés de ambas partes.
Debemos vivir un diálogo serio sobre el modo como los musulmanes interpretan los versículos del Corán más violentos, sobre el lugar que dan a la libertad de conciencia y sobre la posibilidad de casarse con personas de otras confesiones. Si no vivimos este diálogo, corremos el riesgo de desembocar en un choque de civilizaciones y esto sería dramático.
-Varios países han decidido intervenir en Irak y en Siria contra Daesh. Es el caso de Francia y de Bélgica. El Papa ha hablado de una tercera guerra mundial a trozos. ¿Debe apoyar la Iglesia esta intervención militar?
Una intervención militar es siempre algo muy complejo, ambiguo y provoca muy a menudo más mal que bien. En el caso de Irak en 2003, el Papa Juan Pablo II nunca aprobó los ataques americanos, ni el embargo económico. Su posición era muy clara.
No se bendecirá una empresa militar a no ser que se trate de una guerra justa, a saber: proteger a la población víctima de una agresión injusta.
-Miles de cristianos de Oriente huyen de Irak y de Siria. Se plantea un caso de conciencia: ¿debemos ayudarles a abandonar sus países o, por el contrario, debemos ayudarles a quedarse para que Oriente Medio no se vacíe de su presencia?
Todos estamos convencidos de que lo ideal sería que se pudieran quedar y florecer en sus países, donde están presentes desde el principio del cristianismo. En sus países están en su casa. Es por lo tanto dramático que tengan que huir y que Oriente Medio se quede sin su población cristiana. Hay que hacer todo lo posible para que se queden.
Pero, ¿cómo no entender que quieran irse porque les amenazan y persiguen a diario? No podemos reprocharles que quieran vivir lejos de las bombas.
Es un dilema corneliano [de Pierre Corneille (1606-1684), dramaturgo francés]. Estamos frente a un dilema que no tiene una buena solución. La única sería poder llevar la paz a esos países, pero es poco probable que se lleve la paz haciendo la guerra.
Publicado en Famille Chrétienne.
Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares).
Tomado de Religión en Libertad
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