Contrariamente a lo que muchos piensan, la verdadera humildad no exige rebajarse, sino abrirse a los otros. En vez de vivir centrados sobre nosotros mismos, aprendemos a poner en primer lugar lo que está más allá de uno mismo.
¿Qué es la verdadera humildad? ¡Cómo responder en una página a una cuestión tan vasta! La cuestión, además, no es impregnarse de una palabra, sino de una forma de ser, diría incluso de una gracia. La dificultad es doble. Por una parte, según toda la Tradición, la humildad es la primera de las virtudes y la puerta de entrada a la vida espiritual.
Sin embargo, en todas las cosas, los comienzos son más difíciles de describir que las culminaciones. Por otra parte, no es fácil arrojar luz sobre una virtud que, por el contrario, consiste en permanecer en la sombra. Ya conocemos ese chiste tan paradójico: “¡A mí nadie me gana en humildad!”.
Se trata menos de rebajarse que de abrirse
Una primera certeza: contrariamente a lo que muchos imaginan, la verdadera humildad no es negativa, sino positiva. No nace de un sentimiento de pequeñez o de impotencia o de indignidad, sino, primero, de una fascinación. Dios es tan grande, la vida es tan hermosa, el amor es tan precioso, que me supera. Se trata, pues, menos de rebajarse que de abrirse.
Definitivamente hay un borrado, un olvido de uno mismo; pero se trata menos del fruto de una negación, y más de una conversión: en vez de vivir centrado en uno mismo, aprendemos a poner en primer lugar lo que está más allá de nosotros:
El que trate de salvar su vida, la perderá; y el que la pierda, la conservará” (Lc 17,33).
Sin embargo, es necesario huir de la falsa humildad como de la peste. Hay una forma de desvalorizarse, de lamentarse por su miseria real o fingida, de agobiarse con mil reproches, que está en las antípodas de la verdadera humildad. A veces es una forma sutil y perversa de velar por uno mismo y atraer la atención de los otros.
Con frecuencia, se trata también de un orgullo reprimido y camuflado. Esta autocrítica aparentemente virtuosa puede ocultar sentimientos inconfesables: resentimiento ante los fracasos, envidia ante el éxito de los demás, ira ante los límites que impone la realidad… Así, puede construirse toda una personalidad en el registro de la denigración, lo cual desemboca en estructuras psicoespirituales malsanas que pueden ser pecadoras o enfermizas, o ambas.
La persona realmente humilde es, más bien, una persona libre. No tiene nada que probar, nada que defender, nada que ganar. Es alegre, atenta y disponible. Es también valiente, porque “el amor perfecto elimina el temor” (1 Jn 4,18) y la autocensura que resulta de ello.
La humildad no conduce al encogimiento del espíritu ni al enfriamiento del corazón; todo lo contrario, es magnánima ,como atestigua María en su Magnificat: la joven de Nazaret no es ni quiere ser más que una pequeña sierva, razón por la cual Dios puede hacer grandes cosas por ella y a través de ella.
La humildad renueva todas las relaciones humanas
La humildad va a desarrollar actitudes que están en la base de todo crecimiento espiritual: la adoración de Aquel que no deja de crearnos, la alabanza de Aquel que no deja de amarnos, el arrepentimiento ante Aquel que no dejamos de ofender, el silencio y la escucha de Aquel que no deja de instruirnos, la obediencia a Aquel al que queremos servir.
En el fondo, cada vez que decimos “Señor”, expresamos (deberíamos expresar) este humilde amor de hijos a un Padre, de discípulos a un Maestro, del amado al Amante.
En relación a los demás, la humildad va a renovar todas las relaciones humanas. Vamos a salir poco a poco del sistema habitual, compuesto de rivalidades, comparaciones, sospechas, frustraciones y manipulaciones de todo tipo.
Nuestra estrategia será, entonces, la de ser simplemente nosotros mismos, ni más ni menos, y de permitir a los demás ser ellos mismos.
San Pablo lo dijo maravillosamente:
No hagan nada por espíritu de discordia o de vanidad, y que la humildad los lleve a estimar a los otros como superiores a ustedes mismos” (Flp 2,3)
Practiquen la benevolencia, la humildad, la dulzura, la paciencia” (Col 3,12).
Entramos así en la escuela de Cristo, porque Él dice:
Soy paciente y humilde de corazón” (Mt 11,29)
Nacido sobre la paja, muerto sobre la Cruz, oculto en la gloria, nos revela la humildad de Dios. Arrodillado ante sus Apóstoles para lavarles los pies, nos confirma lo que los corazones puros presienten:
El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35).
Alain Bandelier
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