Dos masones recibieron en Lourdes una gracia extraordinaria y sensible para su conversión católica



(C.L. / Cari Filii) Pertenecieron a obediencias distintas, las dos principales de su país: Caillet al Gran Oriente de Francia durante quince años, y Abad-Gallardo a Derecho Humano durante veinticinco. La historia de Maurice la encontramos en Yo fui masón, publicado en 2008, y la de Serge en Por qué dejé de ser masón, que acaba de ver la luz en marzo de 2015.


El proceso de incorporación de ambos a las logias fue muy parecido. Eran agnósticos con una cierta querencia por «lo misterioso», recibieron un primer contacto a través de sus relaciones profesionales, les tentó la sensación de pertenecer a un grupo de elegidos que estan en posesión de un «secreto» que esperaban les fuese revelado alguna vez... Alcanzaron el grado de maestro y empezaron a ascender en la escala de la organización masónica, en función de unos rituales y una simbología como endeble fundamento supuestamente espiritual para dar lustre a un mero entramado de poder e intereses.


El mono de Dios


Una simbología que en muchos aspectos imita al cristianismo («muchos han podido leer escritos sobre el carácter mimético, si no blasfemo, de la [Última] Cena que constituye la iniciación al grado 18º, que yo he vivido», recuerda Caillet; «el ritual masónico ha retomado por su cuenta revelaciones cristianas», resume Abad), pero que lo hace al modo en el que el diablo es el mono de Dios: «Diabolus est Dei simia», según la frase de Tertuliano. Desde luego, durante su dilatada experiencia masónica ni Maurice ni Serge encontraron paz para su alma.


Es más: comprobaron cuán lejos estaba la práctica masónica de los utópicos ideales de fraternidad que proclama. Maurice lo comprobó en forma de arribismos y enchufismos inaceptables entre masones. Serge, en el seno mismo de las luchas de poder por el control de las logias.


Y entonces viajaron a Lourdes.


Cuando Dios habla directamente al corazón


Caillet lo hizo en 1984 como una concesión a su esposa, que sí era creyente y padecía una grave enfermedad por la cual quería pedir a la Virgen. Él, que ya era un masón desencantado, accedió porque estaba ya dispuesto a lo que fuese con tal de que dejase de sufrir. Pero acudió, obviamente, sin fe y sin convicción, como mero acompañante.


Mientras su mujer tomaba las aguas, él se metió en la cripta de la gruta para resguardarse de la lluvia. Estaban en misa, que él empezó a seguir con un interés que nunca había experimentado antes.


«En un momento dado, el sacerdote se levantó y leyó con solemnidad: «Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá... Palabra de Nuestro Señor Jesucristo». Me quedé estupefacto: esta frase que había escuchado durante mi primera iniciación y que había pronunciado iniciando a otros profanos, eran palabras de Jesús, a quien yo consideraba, en el mejor de los casos, como un sabio o como un gran iniciado, pero no como el Señor. Había acudido a pedir, a buscar, a llamar, sin tener conciencia de la seriedad de lo que estaba haciendo. El sacerdote se había vuelto a sentar y guardaba silencio (porque no había homilía, aunque yo de esas cosas no tenía ni idea), cuando de repente, yo, que me había burlado de las voces interiores de Juana de Arco, escuché con claridad en mi cabeza una voz dulce –no era mi conciencia ni una voz exterior– que me decía: «Está bien, pides la curación de Claude, pero ¿qué ofreces tú?». Durante un tiempo que no puedo determinar, quedé fascinado por esta locución interior, incapaz de seguir el desarrollo de la misa. No tuve, en absoluto, el sentimiento de que se me proponía un intercambio, sino una invitación al diálogo, una llamada que precisaba respuesta por mi parte, una respuesta esencial. Sólo recobré, de alguna manera, la conciencia cuando el sacerdote elevaba la hostia, en la cual, por vez primera en mi vida, reconocí a Jesús bajo las apariencias de un humilde trozo de pan. Era la Luz que había buscado en vano a lo largo de múltiples iniciaciones».


De allí salió con intención de confesarse inmediatamente,y de hecho lo hizo con el primer sacerdote que encontró, aunque su camino hacia la fe aún hubo de recorrer un largo trecho.


Desplomado por acción del Espíritu Santo


Fue parecido con Abad-Gallardo. Él ya lo había iniciado y acudió a Lourdes animado por un rosario desde allí que escuchó en la radio. Un religioso con quien ya había compartido sus inquietudes le había animado a esa devoción, así que decidió acudir con su familia en 2012. No se habían percatado, pero era el 11 de febrero, así que se encontraron con una multitudinaria procesión.


«Al día siguiente decidí ir ante la gruta de Massabielle para rezar el rosario entre la masa de fieles. A pesar del buen tiempo, o quizás por esa razón, mi esposa y mi hija prefirieron pasear por la ciudad. Y al final de la oración, decidí volver para reunirme con ellas en el hotel. ¡No pude dar un paso! ¡Ni siquiera esbozar un movimiento! Mis piernas colapsaron. Caí pesadamente al suelo. Clavado al suelo, como si me hubieran cortado las piernas de repente. Como constaté al día siguiente, no hubo más herida que algunos aislados cardenales producto de la caída. Pero tenía que levantarme... ¡y no lo podía hacer solo! ¡Mis piernas se habían quedado como muertas, paralizadas! Tenía la impresión de ser una marioneta a la que el titiritero hubiera cortado las piernas de repente».


Serge hacía deporte y no tenía tendencia histérica alguna. Nunca consiguió encontrar una explicación natural a lo que le sucedió, que posteriormente supo que podía deberse a lo que se denomina «abatimiento por la fuerza del Espíritu Santo», un fenómeno que no es desconocido en la espiritualidad, y que en su caso fue la prueba definitiva de que Dios le pedía un cambio. Si Caillet buscó instantáneamente un confesor, Serge acudió poco después a un retiro en una abadía.


Gracias de salvación


Con veintiocho años de diferencia, la Santísima Virgen, mediadora de todas las gracias, tocó en el mismo lugar (tan querido para ella) el alma de dos masones que no se conocían para hacerles comprender que sólo en Jesús, su Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, es el Camino, la Verdad y la Vida. Frente a eso, las logias sólo ofrecían un insustancial relativismo, que ya no dudaron en abandonar.



3:39:00 p.m.

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