Era natural de Cerdeña, isla en la que vio la luz en el siglo V. Los únicos datos disponibles para configurar su biografía arrancan en el momento en el que fue designado diácono. Su personalidad y carisma comenzaron a ser patentes después de que el papa san León I, el Magno, con quien mantuvo siempre una entrañable amistad, le hiciera depositario de su confianza. Eso indica que muchas virtudes debió ver en el joven diácono para acogerlo de ese modo y que le enviase como legado suyo al concilio de Éfeso.
Era un momento extremadamente difícil y hasta peligroso, ya que se habían desencadenado graves desavenencias en el seno de la Iglesia que tenían como centro al monje hereje Eutiques. Era el impulsor de la herejía monofisista en la que se negaba la naturaleza humana de Cristo para reconocer únicamente su naturaleza divina. Esta acérrima defensa de Eutiques tuvo defensores en ciertos prelados, y también detractores en los prelados ortodoxos. Pero el grado de violencia en el que se enfrentaron fue tal que desencadenó en el Latrocinio de Éfeso. El papa había enviado a Efeso a Hilario junto a otros legados que partieron de la ciudad de Lidia.
En el transcurso del viaje, que fue accidentado, un sacerdote murió, pero al final lograron llegar y fueron recibidos por el patriarca de Constantinopla, Flaviano. Su oponente, el también patriarca Dióscoro de Alejandría, ejerció una brutal oposición, llena de intrigas, que culminó con ese latrocinio en el que san Flaviano perdió la vida. Hubo destituciones de obispos orientales y otros muchos desmanes. Y san Hilario, que se salvó de milagro, después de haber podido defender la ortodoxia de la Iglesia, siempre consideró que debía esta gracia de haber sobrevivido en la revuelta al apóstol san Juan Evangelista, ante cuya tumba había orado y solicitado su protección. A salvo de las iras y hostigaciones de Dióscoro, y recordando aquellos momentos de mediación del apóstol, años más tarde en su memoria erigió una capilla en el bautisterio de San Juan de Letrán, lugar en el que se halla una placa conmemorativa con estas palabras de agradecimiento: «Hilario, obispo y siervo de Cristo, a su liberador, san Juan Evangelista».
El papa ensalzó la labor de Hilario en Efeso, lo designó archidiácono y le encomendó otras misiones de cierta complejidad. Cuando murió el 10 de noviembre del año 461, Hilario fue designado para sucederle. Ocupó la sede de Pedro desde el 19 de noviembre del año 461 hasta el fin de sus días en el año 468. En ese periodo tuvo que atajar los abusos que algunos miembros de la alta jerarquía eclesiástica cometían en las Galias. Intervino en Viena donde Mamerto consagraba obispos sin contar con el beneplácito del metropolitano. En España, en la Provincia tarraconense, tuvo que solventar los problemas suscitados por distintos prelados que incurrieron en graves decisiones como interferir en labores pastorales ajenas y consagrar obispos de manera ilegal. Fue un fiel defensor de la concordia entre los sacerdotes, promovió su unidad y la lucha común por la causa de Cristo, como devela su carta a Leoncio.
Su gobierno estuvo marcado por la colegialidad. Se reunía con los obispos y solicitaba su parecer sobre cuestiones difíciles que debía afrontar. El juicio de cada uno y las impresiones que le trasladaban le daban luz, permitiéndole ver el problema desde distintos ángulos, y determinaban sus decisiones que no dudaba en comunicar con rigor y claridad. Con sus cartas sobre la fe católica no hizo más que confirmar los grandes concilios de Nicea, Éfeso y Calcedonia. Edificó capillas en la basílica de Letrán y construyó un monasterio en honor de San Lorenzo. Murió el último día de febrero del año 468.
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