Abel Azcona, un joven perturbado por una difícil infancia y obsesionado con la religión, declaraba ayer ante el juez por un delito de profanación que no reconoce, después de haber sustraído y expuesto 242 formas consagradas donde identificaba a la Iglesia con la pederastia. ¿Existe más elevado «tiro de gracia» para alcanzar la gloria del mundo que denigrar a la Iglesia?
Abel Azcona es un representante insigne de la «cultura» de la muerte, la cultura dominante y positivista que separa los hechos de los valores, y donde sólo se contemplan como soberanas las opciones libres y arbitrarias, al margen de cualquier vínculo social; un ejemplar hiriente y despiadado que se precia de su agresión neurótica a la libertad religiosa y del daño ocasionado, la encarnación estéril de una libertad desordenada, esclava del individualismo de mercado y de negocios pseudo-artísticos volcados sobre lo valioso para destruirlo; un pervertido con severas patologías, cuyo afán de notoriedad conoce el camino fácil de la provocación gratuita, la afirmación narcisista de instrumentalizar al otro en función de lo que uno decide hacer y seguirá haciendo, sin ningún arrepentimiento, porque sostiene estar en su derecho de defender la libertad de expresión, báculo donde procura asirse la conciencia deformada por la locura y la irracionalidad.
La libertad se comprende y practica como capacidad del individuo para actuar no a partir de unos principios sino con anterioridad a ellos. En realidad, la comunidad es anterior a la libertad humana, y hace que ésta sea o no un acto de elección ordenado. No existe en el anti-arte la libertad de expresión. No existe el derecho a la libertad de expresión como un derecho subjetivo universal al margen de la convivencia, de unas costumbres y creencias, haciendo abstracción de un determinado contexto histórico y cultural del que uno se aprovecha y quiere al mismo tiempo sustraerse.
Aunque este pobre hombre no lo sepa, su anti-arte, que es blasfemo (y por eso sólo es basura), deja en la cuneta al hombre y su alma, a la comunidad y el rostro del bien. El arte verdadero lleva en sí lo religioso, no su demolición. Parece como si la cultura religiosa hubiera muerto, como si Dios sólo existiera donde el hombre quiere que exista: en lo privado. Hoy, como diría Hauerwas, la libertad religiosa, lejos de ser un derecho, se ha convertido en una tentación sutil. Reina, en este mundo caótico y violento, la irrupción de lo morboso, lo sucio y abyecto, el negocio que escarbando en las ruinas insiste en destruir y triturar. Se impone la impostura de lo que Benedicto XVI calificó como «la dictadura del relativismo».
Más allá del arrogante silencio que evita cualquier condena y desacuerdo con el mundo, trascendiendo cualquier ominoso ostracismo que pudiera significar la canonización de la «cultura» de la muerte, la Conferencia Episcopal manifestaba sin ambages la imposibilidad de unos actos delictivos sin consecuencias: «meterse con las convicciones no puede salir gratis», los actos que atentan contra los derechos fundamentales «tienen una responsabilidad». El Evangelio no consiste en ser amables, como ciertas tendencias eclesiásticas parecen querer inspirar, sino que tiene como finalidad transformarnos, santificarnos. El proyecto cristiano no puede cerrar los ojos ante la injusticia, ni la Iglesia debe replegarse ante la violencia de medios injustos, sino ofrecer su testimonio en medio de los hombres, fundado en la certeza de que Jesús ya ha vencido al mundo.
Roberto Esteban Duque
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