Parece de sentido común creer que veinte siglos de catolicismo han producido una doctrina moral consistente, firme, verdadera y, por tanto, liberadora. De todas las encíclicas papales publicadas tras el Concilio Vaticano II, “El esplendor de la Verdad” (Veritatis Splendor) de san Juan Pablo II, es clave tanto para entender los fundamentos de esa doctrina como para combatir los errores que la acechan.
Entre esos errores figura la herejía de que la conciencia humana no está sujeta en última instancia a la ley de Dios, sino que tiene libertad para obedecerla o no dependiendo de las circunstancias, siendo estas circunstancias, y no la voluntad divina, las que determinen el juicio moral -y de paso eclesial- que merecen nuestros actos.
La ley, en esa herejía, no pasaría de ser más que un ideal a alcanzar, pero que en realidad sería inaccesible para la mayoría y solo asumible por unos cuantos elegidos, mayormente aquellos que acaban en los altares como santos y beatos.
No negaré que la gracia de Dios actúa de forma más abundante y frucífera en las almas a las que Dios ha querido adornar con la corona de la santidad más excelsa, pero no hay bautizado que no reciba la gracia suficiente y eficaz como para poder verse libre de la lacra de vivir practicando el pecado de forma pertinaz. Hoy, igual que hace veinte siglos, siguen vigentes las palabras del apóstol:
No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea de medida humana. Dios es fiel, y él no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación hará que encontréis también el modo de poder soportarla.
1ª Cor 10,13
Existe un doble error a la hora de enfrentarse a cómo debe actuar el cristiano de cara a poder ser contado entre los que se salvan:
1- La idea de que depende de él, en primera y última instancia, el poder vivir en santidad. Si acaso, ayudado por la gracia. Es decir, Dios ayuda, ciertamente, pero luego pasa a ser mero espectador de nuestras decisiones finales.
2- La idea de que al hombre la basta con creer, con tener fe, para ser salvo, independientemente de cómo se comporte, ya que la misericordia divina pasará por alto sus pecados tanto si se arrepiente de ellos como si no.
Herejes son los que creen y enseñan lo primero. Herejes son los que creen y enseñan lo segundo.
A unos hay que recordares las palabras de Cristo, “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5) y las del apóstol, “Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito” (Fil 2,13). No somos nosotros la causa primera de nuestra santidad con la ayuda de Dios. Es Dios la causa primera de nuestra santidad haciendo que nosotros queramos obrar y obremos conforme a su voluntad. Y aunque ciertamente obramos, es más bien que Dios obra en nosotros, de forma que queda excluida toda jactancia, pues hasta nuestros méritos son corona de la gracia divina.
A los otros hay que recordarles que “la fe, si no va acompañada de obras, está realmente muerta” (Stg 2,17), que “el hombre queda justificado por las obras y no por la fe solamente” (Stg 2,24) y que de ninguna de las manera vivir en la gracia es un salvoconducto para pecar (Rom 6,15) ya que “la paga del pecado es la muerte, mientras que el don de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 6,23).
Sabiendo pues, todo esto, no podemos en ninguna manera prestar oído a quienes buscan atajos que impliquen un quebranto evidente de los mandamientos de Dios. Y da igual lo “creativos” que sean los falsos maestros que buscan conducir al pueblo de Dios por el camino equivocado.
San Juan Pablo II nos exhortó contra ellos.
55. Según la opinión de algunos teólogos, la función de la conciencia se habría reducido, al menos en un cierto pasado, a una simple aplicación de normas morales generales a cada caso de la vida de la persona. Pero semejantes normas —afirman— no son capaces de acoger y respetar toda la irrepetible especificidad de todos los actos concretos de las personas; de alguna manera, pueden ayudar a una justa valoración de la situación, pero no pueden sustituir a las personas en tomar una decisión personal sobre cómo comportarse en determinados casos particulares. Es más, la citada crítica a la interpretación tradicional de la naturaleza humana y de su importancia para la vida moral induce a algunos autores a afirmar que estas normas no son tanto un criterio objetivo vinculante para los juicios de conciencia, sino más bien una perspectiva general que, en un primer momento, ayuda al hombre a dar un planteamiento ordenado a su vida personal y social. Además, revelan la complejidad típica del fenómeno de la conciencia: ésta se relaciona profundamente con toda la esfera psicológica y afectiva, así como con los múltiples influjos del ambiente social y cultural de la persona. Por otra parte, se exalta al máximo el valor de la conciencia, que el Concilio mismo ha definido «el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella». Esta voz —se dice— induce al hombre no tanto a una meticulosa observancia de las normas universales, cuanto a una creativa y responsable aceptación de los cometidos personales que Dios le encomienda.
Veritatis Splendor 55
¿Puede una creativa y responsable aceptación del mandato de Cristo sobre el matrimonio y la prohibición del adulterio convertirse en vía libre para vivir en adulterio?
Sigue advirtiendo el Papa polaco:
Algunos autores, queriendo poner de relieve el carácter creativo de la conciencia, ya no llaman a sus actos con el nombre de juicios, sino con el de decisiones. Sólo tomando autónomamente estas decisiones el hombre podría alcanzar su madurez moral. No falta quien piensa que este proceso de maduración sería obstaculizado por la postura demasiado categórica que, en muchas cuestiones morales, asume el Magisterio de la Iglesia, cuyas intervenciones originarían, entre los fieles, la aparición de inútiles conflictos de conciencia.
Veritatis Splendor 55
¿Qué hay más categórico que las palabras del Señor sobre la necesidad de cumplir los mandamientos, dejarlo todo y seguirle? ¿quién crea los conflictos en la conciencia de quienes no se ajustan a la voluntad de Dios? ¿la Iglesia o Dios mismo, que pone su ley en nuestros corazones y nos capacita para cumplirla? ¿no seremos más bien nosotros, quienes a pesar de saber lo que debemos hacer y de que se nos concede hacerlo, optamos por el pecado?
Finalmente, denuncia San Juan Pablo II
56. Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una especie de doble estatuto de la verdad moral. Además del nivel doctrinal y abstracto, sería necesario reconocer la originalidad de una cierta consideración existencial más concreta. Ésta, teniendo en cuenta las circunstancias y la situación, podría establecer legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto válido en general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de hecho, en última instancia, sobre el bien y el mal. Con esta base se pretende establecer la legitimidad de las llamadas soluciones pastorales contrarias a las enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica creativa, según la cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto negativo particular.
Con estos planteamientos se pone en discusión la identidad misma de la conciencia moral ante la libertad del hombre y ante la ley de Dios. Sólo la clarificación hecha anteriormente sobre la relación entre libertad y ley basada en la verdad hace posible el discernimiento sobre esta interpretación creativa de la conciencia.
Comparen ese párrafo con este texto que encontramos en Amoris Laetitia, punto 301:
Por eso, ya no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada «irregular» viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante. Los límites no tienen que ver solamente con un eventual desconocimiento de la norma. Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad para comprender «los valores inherentes a la norma» o puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa.
La idea de que aun conociendo bien la ley de Dios se puede actuar en contra de la misma sin culpa, no es sana creatividad. Es vía libre para vivir en pecado. Es un evangelio diferente. Y, por tanto, como bien nos exhortó San Pablo, debemos considerarlo anatema.
Santidad o muerte,
Luis Fernando
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