Recordar a los seres queridos que ya no están es una mezcla de tristeza y alegría, pero sobre todo es esperanza
Han pasado ya unos días, pero el día de muertos y la santa muerte todavía resuenan dentro de mi alma. ¿Cómo puede ser santa esa muerte de la que huyo? ¡Es la vida la que es santa! Es el vivir el que me hace pleno…
Venero al Dios de los vivos, no de los muertos. Sólo los vivos alaban a Dios, no lo hacen los que ya han fallecido. ¿Cómo puede ser santa esa muerte de la que huyo acercándome a ella cada día más?
La muerte acaba con mis sueños, pone punto final al camino recorrido, destroza todos mis planes y me hace sentir que nada bueno puedo conseguir cuando dejo de oír el último latido.
La santa muerte, venerada. Esa muerte que camina por las calles de mi ciudad queriendo llevarse consigo a todos los que amo. Especialmente en este tiempo duro de pandemia.
Me asusta su caminar silencioso, cadencioso. Me llena de estupor su mirada de ojos vacíos. Tiemblo ante su corazón sin latidos.
No venero la muerte, porque ya ha sido vencida. En una cruz perdió todo su poder en las manos clavadas de Jesús que era Dios, que era hombre.
Tiemblo ante la muerte que amenaza el poder inmortal de mis pasos. Cuando siento que puedo arrebatarle a la muerte un latido más, un nuevo día.
No venero esa muerte que entorpece mis pasos. Pero sí me inclino ante la vida que brota de un sepulcro sellado, o surge como un río de vida de un costado abierto.
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Tiemblo ante la muerte que no tiene la última palabra. Porque la última palabra es de Dios, es suya y me llama desde la vida, desde esa vida con mayúsculas que sólo intuyo, aún no la conozco.
Quiere que vaya hacia Él, que no me acobarde, que no tiemble.
Recordar a los vivos que murieron
He levantado mi altar de muertos, no para venerar la muerte que tanto duele y tanto temo. Más bien para recordar a los vivos, que siguen vivos, aunque hayan muerto.
Es su voz la que vuelve del sepulcro para pronunciar mi nombre con ternura, en medio de recuerdos. Y siento que están vivos mis muertos. Rejuvenecidos en este altar con comida y recuerdos.
De su mano me adentro en la memoria, historia sagrada. Voy siguiendo su voz por las páginas gastadas de mi alma. Y acaricio sus manos, siento sus latidos y recuerdo las palabras que dijeron, los sueños que soñaron, los corazones que amaron.
Y la vida vuelve a ser vida, muerta ya la muerte. Me gusta arrodillarme acariciando la piel de los que he amado, de los que me han amado.
Siento el silencio de sus huesos ya idos. Y escucho en mi interior esa voz que ya no es audible, pero mi recuerdo la oye, nunca la ha olvidado, como si ahora mismo me estuviera hablando.
Muy presentes
Pongo en este altar las cosas que ellos amaron, lo que comieron y bebieron, los libros que leyeron o escribieron, los amores que tuvieron.
Y al recordarlos en mi altar vuelven por unas horas a estar muy presentes, a mi lado. Y con ellos canto sus canciones, las que ellos cantaron y entono sus mismas palabras.
Y siento muy dentro sus alegrías y dolores. Están conmigo, han vuelto. Siempre debería ser así, lo sé, no los olvido.
Pero en este día de muertos tiene la vida más fuerza. Un lazo invisible que me une siempre a ellos se hace ahora tan visible, tan tangible.
He venido a rezar por sus almas, por sus vidas que están vivas. He venido a recordar la alegría de su abrazo en mi alma.
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Y siento que la paz se hace fuerte en mí. Están conmigo, nunca se han ido. No se me olvida su olor, ni el timbre de su voz, ni la suavidad de su piel ahora tan seca.
No se me olvidan su risa, ni sus miedos llenos de temblores y sudores fríos. También recuerdo sus gritos de alegría en momentos de plenitud. Revivo historias de entonces o surgen como en sueños momentos nuevos.
No lo sé. Pero están vivos, junto a mí, recorriendo parajes que ellos no conocieron y ahora sí los viven a mi lado, porque no se han ido lejos. Están conmigo.
Alegría, dolor,… esperanza
Me duele este día de muertos y me alegra, porque siento que he amado y me han amado. No quiero que me pase lo que les decía Voltaire a los religiosos:
«Son personas que se juntan sin haberse conocido, conviven sin amarse, se separan sin lamentarlo, mueren sin llorarse»[1].
Yo lloro con la muerte y con la vida, con la despedida y con el reencuentro de los que amo. Lágrimas conmovidas. Lágrimas que me emocionan. Lágrimas que dejan salir mi pena y mi alegría, juntas, de la mano.
Me duele la ausencia y me emociona esta presencia de mi altar de muertos, de vivos. Este abrazo que doy en un gesto silencioso, más allá de la muerte, muy dentro de la vida.
Y no me pesa tanto la ausencia, ni son amargas mis lágrimas. Sólo se hunde en el corazón como un puñal el recuerdo, abriendo mis entrañas, llenándolas de vida.
Tiemblo en mi pena y a la vez me lleno de paz con ese abrazo que siento haciendo Dios que estén hoy tan presentes.
[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor
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