¿Qué es la murmuración?
Lecturas: Evangelio San Mateo 7, 1-6
Evangelio San Mateo 24, 45-50
Murmuración, difamación y calumnia
Por Genara Castillo, Profesora de la facultad de Ciencias y Humanidades de la Universidad de Piura.
Una persona que estuvo en una conferencia en que me tocó tratar sobre la convivencia social, me pidió que escribiera un artículo sobre algunos puntos abordados en aquella ocasión: murmuración, difamación y calumnia.
En realidad, estos temas son parte de una serie de atentados o vicios respecto a la justicia, que es una gran virtud social y uno de los fundamentos de una sana convivencia social. Aunque ha pasado tiempo desde aquella conferencia, su contenido sigue vigente, por lo que paso a exponerlo.
La murmuración es la acción de comentar, divulgar o criticar temas en los que no tenemos ingerencia o derecho a entrar. Por ejemplo, el color del edificio del centro de trabajo. Si no es un asunto en el que se nos haya pedido opinión, entonces nos la guardamos. No nos incumbe.
Cuando a uno no le piden la opinión no está obligado a darla, salvo que sea en asuntos de mucha importancia y eso incluso llevaría a hablarlo con la persona en capacidad de arreglar aquel asunto...... y con nadie más.
La difamación consiste en la revelación injusta de defectos ocultos e infamantes de otro. Aclaremos que puede haber una justa revelación de los defectos infamantes de otra persona; esto sucede en el menor de los casos, por ejemplo, tratándose de la gestión pública de políticos o personas que ejercen el gobierno.
En estos casos se debe hacer la denuncia en la instancia correspondiente. Y en general, si uno ve un defecto ajeno debe decirlo a quien esté en condiciones de ayudar y a nadie más. El comentarlo con otros sin más motivo que la murmuración o todavía peor, con el deseo de quitar la fama o dejar mal a alguien es una injusticia.
La calumnia se diferencia de la difamación en que no se trata de sacar de la intimidad esos defectos –reales– y airearlos públicamente, sino que se basa en la mentira y se dice de alguien que ha hecho o dicho tal cosa cuando en realidad no ha sido así. En la difamación se trata de hechos verdaderos; en cambio, en la calumnia, de falsedades. Igual que la murmuración y la difamación, la calumnia es una injusticia, pero su gravedad es mayor porque se trata de un inocente.
Por eso, cuando debido al cargo que uno posee le llegan noticias de hechos o dichos malos de alguien es de justicia elemental tratar de averiguar rigurosamente lo sucedido: escuchar las dos campanadas, conocer bien al campanero, averiguar “todos” los datos pertinentes, pues no hay peores mentiras que las medias verdades.
En general, la convivencia social sufre gran mella con la mentira, que tiene un efecto letal: desune, aísla, sólo la verdad une y acerca. Como toda justicia lleva consigo también la reparación en caso de no haberla vivido.
Es decir que si uno ha sido injusto, ha murmurado o ha calumniado tiene obligación estricta de restituir la buena fama del agraviado. Esto no sólo en atención a librarse de la sentencia evangélica de que “aquel que a hierro mata, a hierro muere”, no es sólo tema de justicia divina, sino también es una sana costumbre en la convivencia social: si uno ha quitado algo a alguien se lo tiene que devolver. Por tanto, si se trata de la fama de otro, hay que ir a aquellos a los que se les ha comentado y decirles: “lo que dije de fulanito no es exacto, me faltaban datos, no averigüé suficiente, me dejé llevar de rumores”, etc.
Pero además de la convivencia social, de sanear los ambientes o elevarlos, hay que restituir por uno mismo, porque intrínsecamente uno se ha hecho mal al obrar mal y la manera de restituir ese orden interior es restituyendo, para que el valor de la justicia se vuelva a poner en su sitial dentro de uno.
De lo contrario, un sujeto se hace malo y si no se arrepiente, con ese corazón abrazará a los suyos y en algún momento escurrirá ese veneno que normalmente tiene motivaciones profundas cuyo desorden hay que arreglar.
Por ejemplo, una de ellas es la envidia, otra el mecanismo de defensa para “tapar” las propias corruptelas, ya que si se embarra a todos, él piensa que lo suyo se justifica, etc. Pero esto tiene mal pronóstico, muchas psicopatologías nacen y se alimentan de envidias, proyecciones psicológicas, deseos inconscientes, etc.
En suma, que por todos lados conviene vivir la justicia, ser muy cuidadosos con la fama ajena y cuando se la haya quitado a alguien habrá que restituirla prontamente. Una sociedad así, es más justa, tiene un nivel más elevado, y propicia un ambiente de nobleza y rectitud necesarias para que respiren sanamente nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos.
¿Qué es la murmuración?
«Os suplico, carísimos hermanos, con todo el afecto de mi alma y por el mucho amor que me profesáis nos dice nuestro venerado padre os afanéis por lograr que reine siempre la caridad entre vosotros. Amaos unos a otros como Cristo os amó'.
Tened todos un solo corazón y una sola alma. ¡Ojalá pueda decirse de los hermanitos de María como de los primeros cristianos: ¡Mirad cómo se aman!. Es el anhelo más vehemente de mi corazón en el último instante de mi vida».
El amor que el padre Champagnat deseaba que se profesasen mutuamente los hermanos, ha de ser efectivo. Pedía, para ello, que se le hiciese consistir especialmente en cuatro cosas:
1.a Prestarse mutuos servicios en cualquier ocasión.
2.a Avisarse caritativamente de los defectos e infracciones de la regla.
3.a Soportarse mutua y caritativamente.
4.a Buscar excusa y manto para los defectos de los demás.
Deseaba que se ocultasen los defectos de los hermanos no sólo a la gente de fuera, sino también a los miembros de la comunidad. Por esa razón dejó una regla que prohíbe a todos los hermanos referir lo que de reprensible haya ocurrido en la comunidad, comunicarse las leves antipatías que hayan podido sentir para con ciertos hermanos y los roces que haya podido haber entre ellos.
«No es menos indispensable agregaba guardar la reputación de los hermanos entre los miembros de la comunidad que frente al público. Un hermano tiene aún más derecho a la estima de sus colegas que a la de la gente extraña. A un religioso desacreditada ante el público, le puede consolar la satisfacción de contar con la estima y confianza de sus hermanos; pero si ha perdido la fama ante los suyos, con quienes se ve obligado a vivir, la estancia en la comunidad se le hace un suplicio: es imposible que la aguante, a no ser que posea una virtud extraordinaria».
A modo de explanación de esa sentencia del venerado padre, nos atrevemos a afirmar:
1. La murmuración es uno de los peores escollos de la vida religiosa.
Uno de los mayores beneficios del estado religioso es que nos pone a cubierto de casi todos los peligros exteriores de ofender a Dios.
Sin embargo, el hombre es tan débil, que no halla en sitio alguno el remedio infalible y absoluto contra el pecado, ni siquiera contra el pecado mortal. Así, el ángel sucumbió en el cielo, el hombre en el paraíso terrenal, Judas en la compañía de Jesús y de los apóstoles. Es más, confesemos la verdad íntegra: «Hay pecados graves dice Bourdaloue a los que se puede incluso estar más expuesto en la religión que en el mundo; tales son, por ejemplo, el abuso de la gracia, el sacrilegio, los pecados que malhieren la caridad.
En la religión está uno más resguardado contra la avaricia y la ambición; pero está más expuesto a las murmuraciones, quejas, maledicencia, etc. Poco importa perderse por este o por aquel pecado, lo malo es merecer la desgracia de la condenación».
«De todos los pecados afirma san Juan Crisóstomo, el de la murmuración es el que más fácilmente se comete, en el que se incurre con menos remordimiento y por el que se recibirá castigo más severo. Para los demás pecados se necesitan medios externos, extraños a la persona, mientras que la murmuración no necesita más que la voluntad, ni otro instrumento sino la lengua. Por eso se incurre tan fácilmente en esa falta».
San Jerónimo asevera: «Hay muy pocas personas, incluso entre religiosos, que no se dejen arrastrar a la murmuración. Tiene el hombre tal comezón de hablar de todo el mundo y criticar actos ajenos, que incluso los exentos de otros vicios caen en éste como en el último y más peligroso lazo del demonio». Y agrega el santo doctor: «No se crean a salvo los monjes ni digan: No cometemos pecados graves en el monasterio, pues ni somos adúlteros ni homicidas. Os aseguro que cometéis un verdadero crimen cuando denigráis a un hermano: le matáis con la lengua. Feo vicio es no querer callarse y andar de celda en celda murmurando de los demás».
No te acompañes con los detractores (Pr 24,21), dice el Espíritu Santo. ¿Por qué? Porque ese vicio según la Glosa pone a muchos en trance de naufragio.
«¡Ay! exclama san Juan Crisóstomo, con la vista ofuscada para ver los defectos propios, no se ven más que los ajenos, se murmura por el mero placer de murmurar: ¡triste placer! Hay quien va al infierno, no por camino ancho, sino por sendas y desvíos secatones: fiel a los mandamientos difíciles, se condena por los pecados que más fácilmente podría evitar»
En las casas religiosas afirma Saint Jure ocurre con frecuencia esta desgracia: tras haber hablado mal del prójimo, desvelado sus defectos, propalado sus faltas e infamado su conducta, se queda uno con conciencia falsa, errónea: no se hace caso de tal falta, no se confiesa o se confiesa muy superficialmente, sin escrúpulo, contrición ni reparación. Es un engaño grave: se fomentan así pecados secretos y se pone en gran peligro la salvación».
El padre Acquaviva, quinto propósito general de la Compañía de Jesús, en consulta secreta, preguntó a todos los padres de su instituto, de qué modo y por dónde estaban los miembros de la Compañía de Jesús más expuestos a perder la caridad y hacerse reos de pecados graves.
La inmensa mayoría de las respuestas apuntaron al vicio de la detracción. Era la opinión personal del reverendo padre Acquaviva, y estaba tan convencido del riesgo que corre un religioso en ese punto, que recomienda, en un tratado que escribió sobre los remedios para curar los males del alma, que, si uno se ha descuidado en tal materia, no vaya de ningún modo a la cama sin antes haberse confesado.
«En opinión de hombres prudentes y sabios dice Cornelio a Lápide muchas personas se condenan por el pecado de murmuración y calumnia. La maledicencia es tanto más grave y peligrosa cuanto que se la pondera poco y se la toma por una bagatela».
2. La murmuración es un pecado grave.
La maledicencia según santo Tomás es de por sí pecado grave. La parvedad de la materia o la falta de consentimiento disminuyen la gravedad de ese pecado, pero siempre es pecado venial de los más serios, porque ataca a la caridad y ofende a la justicia.
«A mi juicio opina san Juan Crisóstomo, la malicia del detractor es más grave que la del ladrón. La ley cristiana, en efecto, que tanto se interesa por el amor del prójimo, mira mucho más a las almas que a la bolsa, y la detracción quita al prójimo el más preciado de todos los bienes, la buena fama».
Habrá quien diga: No pongo malicia en ello y lo que digo del prójimo es verdad. «Por muy convencido que estés responde san Juan Crisóstomo de la verdad de lo que afirmas y aunque no te mueva la menor intención de venganza, hieres la caridad, eres culpable. Se te juzgará no por lo que los demás hicieron, sino por lo que tú dijiste».
«Y un agravante más de la falta del detractor sigue diciendo san Juan Crisóstomo es que no le vale excusa alguna». Los demás desórdenes, si bien condenados todos por la razón, pueden disculparse o por lo menos explicarse por ciertas causas que los provocan: el disoluto alega la violencia de su temperamento, el ladrón se escuda en la indigencia, el homicida en el arrebato de la cólera. El detractor no puede presentar ningún pretexto: no le mueve la codicia del dinero, ninguna pasión le ciega. No tiene excusa.
Y, sin embargo, con una sola palabra, el murmurador produce con la lengua una llaga más honda que si le clavara a uno los dientes. Al quitar la fama al prójimo, le hace un daño que nunca podrá reparar. Por eso me atrevo a decir que es más criminal que un asesino, y que le espera un castigo más riguroso.
«La lengua maldiciente dice san Bernardo es una espada, una garrocha; con un solo hálito mata a tres personas: la que murmura, la que escucha y la que es objeto de la maledicencia. Es víbora ponzoñosa que inficiona mortalmente a tres almas».
«Estamos tanto más obligados dice nuestro venerado fundador a evitar cualquier maledicencia cuanto que es facilísimo incurrir en culpa grave al propalar los defectos o faltas de los hermanos:
«a) Porque, a menudo, una cosa baladí se convierte en falta grave, o al menos va subiendo de tono al pasar de boca en boca y divulgarse.
«b) Porque cualquier defecto o falta, incluso leve, que se da a conocer, puede hacer concebir mala opinión de un hermano, malquistarle con las personas con quienes vive, robarle su estima y originar desavenencias, discordias, turbación y desorden durante todo un año.
«c) Porque semejante maledicencia puede engendrar contra su autor, en el corazón de la víctima, un odio, una aversión, un resentimiento que no podrán borrarse en muchos años.
«d) Porque dichas faltas se cometen sin escrúpulo, tomándolas por pequeñeces; con frecuencia ni se acusa uno de ellas en la confesión, exponiéndose así a cometer sacrilegios; pues ocurre a menudo que una maledicencia, una palabra contra la caridad, tenida por leve, es pecado mortal.
«Mírense como se miren, las faltas contra la caridad son, pues, peligrosísimas; por cuya causa, los hermanos han de evitarlas con suma diligencia».
Finalmente, la maledicencia es un pecado que desagrada muchísimo a Dios, como se ve por estas palabras de la sagrada Escritura: El murmurador, y el hombre de dos caras es maldito; porque mete confusión entre muchos que vivían en paz (Eclo 28, 15). Seis son las cosas que abomina el Señor y otra además le es detestable:... el que siembra discordias entre los hermanos (Pr 6, 1619). ¿Quién es el que siembra discordias sino el detractor? Jesucristo rechaza del altar al detractor: Ve primero le dice a reconciliarte con tu hermano, y después volverás a presentar tu ofrenda (Mt 5, 24).
La gravedad de la murmuración se mide:
1.° Por la gravedad de la culpa en que incurre el que murmura y la intención o pasión que le mueve.
2° Por el mal propalado. Es evidente que dar a conocer una falta grave es pecado mayor que si se tratara de una falta leve.
3° Por el número de los que lo oyen. Es obvio que murmurar en presencia de cuatro personas es falta más grave que hacerlo ante una sola.
4° Por los efectos y consecuencias de la murmuración.
5° Finalmente, por la dignidad de la persona contra quien se murmura.
Acerca de este último punto trae Rodríguez una consideración pavorosa. «Enseñan los teólogos dice que el referir una falta leve del prójimo no llega a pecado mortal si se trata de seglares, porque no se les quita fama con semejante manifestación; pero, tratándose de un religioso o de un sacerdote, puede incurrirse en pecado grave. La razón de ello estriba en que algunos pecados veniales causan más deshonra a un eclesiástico o a un religioso, que varias faltas graves a un seglar.
Al decir de un sacerdote, un párroco, un religioso, un superior, que es mentiroso, falto de juicio, carente de piedad, casquivano, etc., se le perjudica más en el aprecio de los que lo escuchan, que afirmando de un seglar que no observa el ayuno eclesiástico, que no oye misa los domingos, etc.».
La malicia del pecado de murmuración depende, pues, en gran parte, de la dignidad de la persona objeto de la maledicencia. Motivo poderoso para no hablar nunca mal de los superiores ni de los sacerdotes.
3. La murmuración es causa de un sinnúmero de males.
La murmuración es fuente de males. «No hay uno solo que no emane de ella, afirma san Juan Crisóstomo. De ella provienen las riñas, desconfianzas, disensiones, odios, enemistades, la ruina de las familias y el trastorno de los pueblos.
Es lo que nos enseña el Espíritu Santo con estas palabras: La lengua del murmurador ha alborotado a muchos, y los ha dispersado de un pueblo a otro. Arruinó ciudades fuertes y ricas, y destruyó desde los cimientos los palacios de los magnates. Aniquiló la fuerza de los pueblos, y disipó gentes valerosas (Eclo 28, 1618)22.
El murmurador es un hombre temible en una casa: alborota a todos los que en ella viven; es un enredador, un sembrador de cizaña. Según san Bernardo, «es una raposa que todo lo estraga y arruina».
¿Qué opináis de la maledicencia?, preguntaba un monje al santo abad Agatón.
La maledicencia, contestó el santo, es viento abrasador y enfurecido que todo lo derriba y consume, tira al suelo todos los frutos del árbol de la caridad y lo trastorna todo en todas partes.
«El murmurador dice san Bernardo es un apestado, un leproso que pega su achaque a los demás y echa a perder sus almas». «Es un azote público añade san Ambrosio que pasa arrasándolo todo, cual río que sale de madre y asuela totalmente una comarca».
«Los religiosos murmuradores afirma Saint Jure son como las cloacas de una ciudad, a las que van a parar todas las inmundicias, toda la basura.
Cuantas imperfecciones y faltas hay en la comunidad van a dar a la mente de los religiosos murmuradores; éstos despiden luego una hediondez que inficiona la casa entera; su boca es un sepulcro abierto, repleto de cadáveres que despiden una infección mortal».
¿Sabéis de qué ralea es el que habla mal de los superiores y de los hermanos? De la raza de Cam, tercer hijo de Noé, el cual, en vez de cubrir la desnudez de su padre, se mofaba de ella. Por tal motivo recibió la maldición del padre, como la recibirán de Dios los murmuradores.
El religioso murmurador es el peor enemigo que tienen la unión y la concordia; nada hay más peligroso en una comunidad que un miembro murmurador; una casa religiosa no puede subsistir cuando en ella se tolera la desordenada licencia de hablar mal del prójimo. Porque estaban convencidos de esta verdad, fueron los fundadores tan severos cuando se trataba de la detracción.
«Las casas religiosas decía san Francisco de Asís perecerán si se da entrada en ellas a un vicio tan nefasto. Pido, pues, y prescribo a guardianes y superiores que pongan el mayor empeño en impedir que tan terrible plaga se propague entre nosotros. Y para ello mando que se castigue severamente al hermano que hable mal de otro hermano». ¿Qué penitencia se le habrá de imponer? «Quien despoje de su fama al hermano, se le despojará a él del hábito religioso y se le prohibirá rezar con los hermanos hasta que repare su culpa».
Cuando el abad Pacomio oía a alguien hablar mal del prójimo, se desviaba en el acto y huía del murmurador como se huye de un enfermo rabioso o apestado.
San Bernardo no quería que se retuviera en el convento al religioso murmurador. «Se le ha de castigar dice y despedir, en el caso de que no se enmiende»
San Basilio separaba de la comunidad a los detractores como a enfermos contagiosos, y castigaba severamente a quienes les escuchaban.
San Jerónimo manda que se huya del murmurador como de una serpiente: «Si oís a uno que habla mal de otro dice en la Regla, huid lejos de él, como de una víbora».
«A los religiosos de lengua viperina dice san Alfonso de Ligorio se les ha de echar del convento, o dejarlos toda la vida encerrados en un calabozo; pues perturban el silencio, la devoción, la concordia, la unión y la paz de los demás hermanos. Si se les deja libres, acaban por arruinar la comunidad».
San Agustín había puesto en el comedor una sentencia para avisar que nunca se hablara mal del prójimo. Unos eclesiásticos, que estaban comiendo un día con él, cayeron en esa falta y el santo procuró dar otro giro a la conversación. Al no lograr hacer callar a los culpables con ese reproche indirecto, se levantó y les dijo con santa libertad: «Una de dos: o calláis, o me retiro».
El hombre murmurador va tejiéndose una vida miserable: se le teme, nadie le tiene simpatía, pasa por este mundo sin amigos verdaderos, porque no tiene caridad. Por esa razón san Pedro, que deseaba la dicha y tranquilidad de todos los cristianos, les escribía: El que de veras ama la vida y quiere vivir días dichosos, refrene su lengua del mal, y sus labios no se desplieguen a favor de la falsedad (1 P 3, 10).
Pero no basta con evitar la detracción. Es preciso, además, no escucharla. «Consentir en la denigración o escucharla es lo mismo», dice san Juan Crisóstomo. «El que murmura agrega san Bernardo tiene el demonio en la lengua, y el que le escucha lo tiene en el oído».
¿Qué se ha de hacer al oír murmurar?
1.° Huir del murmurador y aprovechar el mejor pretexto para dejarle solo.
2.° Incluso reprenderle, si se tiene autoridad sobre él; y, tratándose de un igual, hacerle observar que no obra bien.
3.° Hacerse el desentendido y no prestar atención a lo que se dice, cuando no sea posible retirarse. Para conseguir que se calle el murmurador, también es buen remedio acoger sus palabras con profunda tristeza, pues como dice Beda el Venerable, «si aparentáis alegraros, animáis al murmurador a seguir denigrando; pero si le mostráis tristeza, dejará de contar complacido lo que escucháis apenados».
No hará falta recordar ahora que dar a conocer al superior, conforme a la regla, las faltas o defectos de los hermanos, no es maledicencia sino acto de caridad con miras al bien del prójimo.
Saber callar, saber hablar
¡Cuánto tenemos que aprender de Jesús! Hablar con valentía y decisión ante la injusticia y el atropello; callar ante la calumnia o la murmuración. ¿Qué debemos hacer para aplicar en la vida ordinaria las enseñanzas del Maestro?
I. Durante treinta años, Jesús llevó una vida de silencio; sólo María y José conocían el misterio del Hijo de Dios. Cuando vuelve de nuevo al pueblo donde había vivido, sus paisanos se extrañan de su sabiduría y de sus milagros, pues sólo habían visto en Él una vida ejemplar de trabajo.
Durante los tres años de su ministerio público vemos cómo se recoge en el silencio de la oración, a solas con su Padre Dios, se aparta del clamor y del fervor superficial de la multitud que pretende hacerle rey, realiza sus milagros sin ostentación y recomienda frecuentemente a los que han sido curados que no lo publiquen...
El silencio de Jesús ante las voces de sus enemigos en la Pasión es conmovedor: Él permaneció en silencio y nada respondió [1]. Ante tantas acusaciones falsas aparece indefenso. «Dios nuestro Salvador -comenta San Jerónimo-, que ha redimido al mundo llevado de su misericordia, se deja conducir a la muerte como un cordero, sin decir palabra; ni se queja ni se defiende. El silencio de Jesús obtiene el perdón de la protesta y excusa de Adán» [2]. Jesús calla durante el proceso ante Herodes y Pilato, y lo contemplamos en pie, sin decir palabra, ante Barrabás y delante de enemigos clamorosos, excitados, vigilantes, sirviéndose de falsos testimonios para tergiversar sus palabras.
Está en pie ante el procurador. Y aunque le acusaban los príncipes de los sacerdotes, nada respondió. Entonces Pilato le dijo: ¿No oyes cuántas cosas alegan contra ti? Y no le respondió a pregunta alguna, de tal manera que el procurador quedó admirado en extremo [3].
El silencio de Dios ante las pasiones humanas, ante los pecados que se cometen cada día en la Humanidad, no es un silencio lleno de ira, ni despreciativo, sino rebosante de paciencia y de amor. El silencio del Calvario es el de un Dios que viene a redimir a todos los hombres con su sufrimiento indecible en la Cruz. El silencio de Jesús en el Sagrario es el del amor que espera ser correspondido, es un silencio paciente, en el que nos echa de menos si no le visitamos o lo hacemos distraídamente.
El silencio de Cristo durante su vida terrena no es en modo alguno vacío interior, sino fortaleza y plenitud. Los que se quejan continuamente de las contrariedades que padecen o de su mala suerte, quienes pregonan a los cuatro vientos sus problemas, los que no saben sufrir calladamente una injuria, quienes se sienten urgidos a dar continuamente explicaciones de lo que hacen y lo que dejan de hacer, los que necesitan exponer las razones y motivos de sus acciones, esperando con ansiedad la alabanza o la aprobación ajena..., deberían mirar a Cristo que calla.
Le imitamos cuando aprendemos a llevar las cargas e incertidumbres que toda vida lleva consigo sin quejas estériles, sin hacer partícipes de ellas al mundo entero, cuando hacemos frente a los problemas personales sin descargarlos en hombros ajenos, cuando respondemos de los propios actos sin excusas ni justificaciones de ningún tipo, cuando realizamos el propio trabajo mirando la perfección de la obra y la gloria de Dios, sin buscar alabanzas... [4].
Iesus autem tacebat. Jesús callaba. Y nosotros debemos aprender a callar en muchas ocasiones. A veces, el orgullo infantil, la vanidad, hacen salir fuera lo que debió quedar en el interior del alma; palabras que nunca debieron decirse. La figura callada de Cristo será un Modelo siempre presente ante tanta palabra vacía e inútil. Su ejemplo es un motivo y un estímulo para callar a veces ante la calumnia o la murmuración. In silencio et in spe erit fortitudo vestra, en el silencio y en la esperanza se fundará vuestra fortaleza, nos dice el Espíritu Santo, por boca del Profeta Isaías [5].
II. Pero Jesús no siempre calla. Porque existe también un silencio que puede ser colaborador de la mentira, un silencio compuesto de complicidades y de grandes o pequeñas cobardías; un silencio que a veces nace del miedo a las consecuencias, del temor a comprometerse, del amor a la comodidad, y que cierra los ojos a lo que molesta para no tener que hacerle frente: problemas que se dejan a un lado, situaciones que debieron ser resueltas en su momento porque hay muchas cosas que el paso del tiempo no arregla, correcciones fraternas que nunca se debieron dejar de hacer... dentro de la propia familia, en el trabajo, al superior o al inferior, al amigo y a quien cuesta tratar.
La Palabra de Jesús está llena de autoridad, y también de fuerza ante la injusticia y el atropello: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! porque exprimís las casas de las viudas con el pretexto de hacer largas oraciones... [6]. Jamás le importó ir contra corriente a la hora de proclamar la verdad.
San Juan Bautista, cuyo martirio leemos hoy en el Evangelio de la Misa [7], era voz que clama en el desierto. Y nos enseña a decir todo lo que deba ser dicho, aunque nos parezca alguna vez que es hablar en el desierto, pues el Señor no permite en ninguna ocasión que sea inútil nuestra palabra, porque es necesario hacer lo que debe hacerse, sin preocuparse excesivamente de los frutos inmediatos, ya que si cada cristiano hablara conforme a su fe, habríamos cambiado ya el mundo. No, podemos callar ante infamias y crímenes como el del aborto, la degradación del matrimonio y de la familia, o ante una enseñanza que pretende arrinconar a Dios en la conciencia de los más jóvenes...
No podemos callar ante ataques a la persona del Papa o a Nuestra Señora, ante las calumnias sobre instituciones de la Iglesia cuya verdad y rectitud conocemos bien de sobra... Callar cuando debemos hablar por razón de nuestro puesto en la sociedad, en la empresa o en la familia, o sencillamente por la condición de cristianos, podría ser en ocasiones colaborar con el mal, permitiendo que se piense que «el que calla, otorga».
Si los católicos hablasen cuando han de hacerlo, si no contribuyeran con una sola moneda a la difusión de la prensa o de la literatura que causan estragos en las almas, difícilmente podrían sostenerse esas empresas.
Hablar cuando debamos hacerlo. A veces, en el pequeño grupo en el que nos movemos, en la tertulia que se organiza espontáneamente a la salida de una clase, o con unos amigos o vecinos que vienen a nuestra casa a visitarnos; entre los amigos o clientes..., ante un vídeo indecente en el autobús en el que viajamos..., y desde la tribuna, si ése es nuestro lugar dentro de la sociedad. Por carta cuando sea preciso para animar con nuestro aliento o para agradecer un buen artículo aparecido en un periódico o manifestar nuestra disconformidad con una determinada línea editorial o un escrito doctrinalmente desenfocado.
Y siempre con caridad, que es compatible con la fortaleza (no existe caridad sin fortaleza), con buenas maneras, disculpando la ignorancia de muchos, salvando siempre la intención, sin agresividad ni formas cerriles o inadecuadas que serían impropias de alguien que sigue de cerca a Jesucristo... Pero también con la fortaleza con que actuó el Señor.
III. Si en los momentos en que el Bautista vio en peligro su vida hubiera callado o se hubiera mantenido al margen de los acontecimientos, no habría muerto degollado en la cárcel de Herodes. Pero Juan no era así; no era como una caña que a cualquier viento se mece. Fue coherente con su vocación y con sus principios hasta el final.
Si hubiera callado, habría vivido algunos años más, pero sus discípulos no serían quienes primero siguieron a Jesús, no habría sido quien preparara y allanara el camino al Señor, como había profetizado Isaías. No habría vivido su vocación y, por tanto, no habría tenido sentido su vida.
A nosotros, muy probablemente, no nos pedirá Jesús el martirio violento, pero sí esa valentía y fortaleza en las situaciones comunes de la vida ordinaria: para cortar un mal programa de televisión, para llevar a cabo esa conversación apostólica que debemos tener y no retrasarla más...
Sin quedarse en quejas ineficaces, que para nada sirven, dando doctrina positiva, soluciones..., con optimismo ante el mundo y las cosas buenas que hay en él, resaltando lo bueno: la alegría de una familia numerosa, el profundo gozo que produce realizar el bien, el amor limpio que se conserva joven viviendo santamente la virtud de la pureza...
Existe un silencio cobarde, contra el que debemos luchar: el del que enmudece ante quien Dios ha puesto a su lado para que le ayude y le fortalezca en su caminar hacia Dios. Difícilmente podríamos ser valientes en la vida si no lo fuéramos en primer lugar con nosotros mismos, siendo sinceros con quien orienta nuestra alma.
Muchos de nuestros amigos, al ver que somos coherentes con la fe, que no la disimulamos ni escondemos en determinados ambientes, se verán arrastrados por ese testimonio sereno, de la misma manera que muchos se convertían al contemplar el martirio -testimonio de fe- de los primeros cristianos.
Pidamos en el día de hoy, que dedicamos especialmente a Nuestra Señora, que Ella nos enseñe a callar en tantas ocasiones en que debemos hacerlo, y a hablar siempre que sea necesario.
[1] Mc 14, 61.
[2] SAN JERÓNIMO. Comentario sobre el Evangelio de San Marcos, in loc.
[3] Mt 27, 12-14.
[4] F. SUÁREZ. Las dos caras del silencio, en Revista Nuestro Tiempo, nn. 297 y 298.
[5] Is 30, 15.
[6] Mt 23, 14.
[7] Mt 14, 1-12.
Meditación extraída de la serie "Hablar con Dios", Tomo IV, Sábado de la 17ª. Semana del Tiempo Ordinario por Francisco Fernández Carvajal.
Frases celebres sobre la Murmuración
"Si todo el mundo supiese lo que todo mundo dice de todo mundo, nadie hablaría de nadie.": André Maurois
"De lo que se dice en sociedad, lo que importa es que se tenga gracia; lo de menos es que sea verdad.": Jacinto Benavente
"Entre las muchas cosas feas, la más fea es una lengua afilada.": Friederich Von Schiller
"¿Qué no acometiera el poder, si no tuviera delante a la murmuración?": Diego de Saavedra
"Corrientemente más se murmura por vanidad que por malicia.": La Rochefoucauld
"Aquél murmura hoy de aquel que de otro ayer murmuró.": Lope de Vega
"Dejadlos murmurar, pues nos dejan mandar.": Sixto V
"Es querer atar las lenguas de los maledicientes lo mismo que querer poner puertas al campo": Miguel de Cervantes Saavedra
"El malediciente no se diferencia del malvado sino por la ocasión.": Marco Fabio Quintiliano
"Si te vienen a decir que alguno ha hablado mal de ti: no te embaraces en negar lo que ha dicho; responde solamente que no sabe todos tus otros vicios, y que de conocerlos hubiera hablado más.": Epicteto
El octavo mandamiento
El octavo mandamiento de la Ley de Dios dice: No dirás falso testimonio ni mentirás.
Decir falso testimonio es declarar en un juicio algo que no es verdad y perjudica al prójimo.
Mentir es decir lo contrario de lo que se piensa, con intención de engañar.
Jesús nos enseña a decir siempre la verdad. El Sumo Sacerdote le preguntó: "Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios? y Jesús respondió: Yo soy." (Marcos 14, 61-62). Confesó la verdad, aunque por decirla sufrió tantos ultrajes (maltratos y desprecios) y la muerte.
En otra ocasión dijo Jesús: "Sea vuestro hablar: si, si, o no, no. Lo que excede de esto viene del Maligno." (Mateo 5,37). Hay que imitar a Jesús, que nunca mintió.
El hombre es por naturaleza un ser social, y eso obliga a ser sinceros: con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Sin verdad, no es posible la buena convivencia entre los hombres. Igual que nos gusta que nos digan la verdad y no nos engañen, debemos ser siempre sinceros.
El mentiroso acaba perdiendo la amistad y la confianza de los que lo rodean. El humor popular ridiculiza la vergüenza de la mentira: antes se coge al mentiroso que al cojo.
2. Respetar la fama de los demás
La fama es un bien más importante que los bienes materiales. Todos los hombres tienen derecho a su buena fama u honor. Por eso no podemos robar o destruir la fama de los demás. Si se ha perjudicado la fama de alguien hay que reparar en lo posible el daño causado.
Se nos prohíbe la calumnia, que es atribuir al prójimo pecados o defectos que no tiene. Tampoco podemos difundir injustamente los defectos ocultos de los demás. Esto es la murmuración.
Como norma general no hemos de hablar mal de nadie ni pensar mal de los demás. También hemos de guardar el secreto de los demás.
3. Preguntas de los catecismos
1. ¿Qué ordena el octavo mandamiento? El octavo mandamiento ordena decir la verdad y respetar la fama del prójimo.
2. ¿Qué prohíbe el octavo mandamiento? El octavo mandamiento prohíbe la mentira, la calumnia, la murmuración, el falso testimonio y toda ofensa contra el honor y la fama del prójimo.
3. ¿A qué están obligados los que han perjudicado al prójimo en su fama? Los que han perjudicado al prójimo en su fama están obligados a reparar en lo posible el daño causado.
Propósitos de vida cristiana
- No hablar mal de los demás ni permitir que lo hagan los otros; si se ha faltado reparar en seguida los daños causados.
- Reconocer las propias faltas, sin disculparse. Decir siempre la verdad.
Paz y Bien.
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para reflexionar