(ZENIT – Madrid).- Pertenecía a una de las familias de la alta nobleza florentina: los Soderini, que influyeron notablemente en la sociedad entre los siglos XIV y XVI. Culminaron su hegemonía al ser expulsados por haber mostrado su oposición a otra poderosa estirpe, la de los Medici, en un conflicto de bandos que enrarecieron la paz ciudadana. Pero los Soderini se hallaban en pleno apogeo cuando nació Juana en Florencia en 1301. Y también coincidió que en ese momento se iniciaba una época caracterizada por disensiones políticas con el enfrentamiento de grupos rivales encabezados por los Bianchi (Blancos) y los Neri (Negros). Hasta el pontífice Bonifacio VIII tuvo que mediar en 1300 a través del cardenal Matteo d’Acquasparta, a quien envió con la misión de apaciguar los ánimos. No prosperaron sus intentos; los conflictos se dilataron en el tiempo, y encima lo que se juzgó inadmisible injerencia del papa tuvo una repercusión negativa para él.
En mayo de 1300 Bonifacio VIII remitió una carta al prelado de Florencia recordando que tenía facultades para actuar a través de un vicariato al que quedaría sometido la Toscana. Ni ésta misiva ni otros escritos dirigidos a gobernantes europeos tuvieron efecto alguno. Por otro lado, los enfrentamientos ya habían calado en el ambiente con las consiguientes repercusiones económicas, agravadas por la epidemia de «peste negra» extendida por gran parte de Europa, y de la que no se libraron los florentinos.
Este era el ambiente que acogió a Juana, única hija que colmó de gozo el hogar. Creció, como era usual para los de su alcurnia, bajo el amparo de una niñera, Felicia Tonia, que debió llenarla de mimos y atenciones. La pequeña, que fue agraciada con dones diversos, muy tempranamente supo por revelación de la pronta muerte de su aya, y así se lo dio a conocer, con la inocencia y claridad propias de la infancia, y más en ella que mostraba su amor a Dios y recitaba fervorosamente las oraciones que le habían enseñado. Esta advertencia de la niña acerca del fin de sus días ayudó a Felicia a prepararse para ese momento. Llegada a la adolescencia, lo que menos pensaron sus padres es que Juana elegiría la vida religiosa. En sus planes entraba desposarla con un caballero de ilustre abolengo y buena posición, como correspondía a una aristócrata, pero se encontraron con la negativa radical de la joven. Les costó lo suyo, pero no les quedó más remedio que dar su beneplácito para que Juana ingresase en una comunidad, como era su deseo.
Contemporánea de santa Juliana Falconieri, que en esa época impulsaba la «Orden de las Siervas de María», aglutinando en torno a sí jóvenes deseosas de seguir a Cristo según el carisma de los servitas, la beata se unió a ellas. Al igual que Juliana, también la primogénita de los Soderini se entregó a mortificaciones y severas penitencias. Deliberadamente elegía las tareas domésticas más humildes y pesadas, y se ocupaba de los enfermos que solicitaban la ayuda de la comunidad. En su itinerario espiritual no faltaron las pruebas y tentaciones que afrontó con su oración. Era obediente y dócil; una persona digna de confianza porque testificaba con su virtud la autenticidad de su vocación. Juliana se fijó especialmente en ella; mostraba los rasgos que convenían a una persona de gobierno: era abnegada, vivía desasida de sí misma, atenta a las necesidades de los demás, y se convirtió en el brazo derecho de la santa. Junto a ella permaneció fielmente, auxiliándola y proporcionándole consuelo en la enfermedad.
Juana fue testigo directo de las lesiones que las extremas mortificaciones de la fundadora causaron en su organismo. Veló para que sufriera lo mínimo, de forma respetuosa, tratando de paliar su dolor, edificada por el testimonio que cercanamente constataba día tras día. El aparato digestivo de Juliana estaba gravemente afectado; hubo un momento en el que no pudiendo deglutir los alimentos cayó sumida en gran debilidad y precisaba continua asistencia. Ni siquiera podía trasladarse de un lado a otro por sí misma. Entonces Juana se convertía en su «bastón». Por eso es creíble, tal como suele afirmarse, que fuese ella la que descubrió el prodigio obrado en el pecho de la santa antes de morir al apreciar en él la huella de la hendidura por la que debió penetrar la Sagrada Forma. Y es que, antes de exhalar el postrer aliento, Juliana deseó ardientemente recibir la Eucaristía. Como era previsible que en sus condiciones no pudiera contener el Cuerpo de Cristo, su anhelo se cumplió milagrosamente. Y Juana, que la amortajaría, debió ver el hecho sobrenatural en la visible cicatriz que éste dejó en la santa.
Después de la muerte de la fundadora, ella le sucedió en el gobierno de la comunidad. Permaneció al frente de la misma más de veinte años, hasta el fin de sus días. Juana fue bendecida con dones singulares, entre otros el de profecía. Murió el 1 de septiembre de 1367. Su cuerpo fue sepultado en la iglesia de la Annunziata de Florencia, y numerosos peregrinos lo veneraron durante largo tiempo. Pasados varios siglos, la sombra de los Soderini seguía siendo alargada. Y en 1828 uno de los descendientes, el conde Soderini, influyente y poderoso como sus antepasados, obtuvo del papa León XII la confirmación del culto. En la iconografía la beata suele aparecer al lado de san Felipe Benizi o bien en solitario portando a veces en sus manos un lirio y otras un libro.
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