Me gusta ese Jesús que llega atravesando las paredes y la puerta de mi casa y me da paz. Yo también vivo encerrado por miedo a la muerte, a la enfermedad, al contagio. Miedo a no controlar la vida si me expongo. Miedo a perder a algún ser querido.
Tengo miedo a la vida que se escapa entre mis dedos y me duele en las entrañas. Cierro la puerta. Un médico escribía:
“Estoy siempre lleno de miedos. He ido mejorando el miedo. Este miércoles tuve que acudir a la UCI para un enfermo. Muchos pacientes intubados luchando por vivir. Un enfermo acababa de morir. Nos fuimos de allí con el alma en los pies. Era una guerra. Lloré al irme a casa. No me quitaba de la cabeza esa imagen. Pensé: – Yo con esto no puedo.
Y esta mañana en la cama he recibido una gracia. María me decía que el peregrinar por este mundo no es lo único que hay. Hay un más allá. Ha sido una inyección de fe, de paz. El cielo puedo ya tenerlo dentro de mí si mantengo mi intimidad con María y Jesús. Que lo que suceda en este camino no importa tanto.
Ha sido una gracia. Es todo difícil de explicar. Permanece el miedo en el alma, mezclado con esa paz de Dios”.
Lo que vivía este médico quizás es parecido a lo que vivían los discípulos. Tenían miedo. ¿Qué hago con el miedo que se adentra en el alma y me quita la paz? ¿Cómo hago para mantener la paz cuando vivo tan inquieto y angustiado?
Necesito que Jesús atraviese las paredes de mi cuarto, rompa mis cerrojos y me regale su paz:
“Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo”.
Necesito esa paz, ese envío. Necesito que venga a mí en medio de esta pandemia. Necesito que acabe con mis miedos. Algunos totalmente irracionales.
No encuentro justificación. Pero están ahí enraizando dentro de mis huesos, atándome a mi cama, haciéndome huir de la vida cuando lo único que deseo es seguir viviendo.
El miedo es lo más humano, y al mismo tiempo es lo que me vuelve más inhumano. Me vuelvo mezquino y cobarde. Me escondo de la vida por miedo al contagio. Por miedo a caer enfermo.
Pienso en el miedo que los fariseos tenían a contagiarse. Comenta Carmen Bernabé sobre el seguimiento a Jesús:
“El Dios de Jesús no necesita sacrificios. Deja lo separado, lo exclusivo, para acercarse a los excluidos para incluirlos. Es el Dios que incluye, acoge e introduce. Una nueva estrategia de misión. No quedarse encerrado ante una posible impureza. Contagiar santidad. Dejar el miedo a un posible contagio de impureza o imperfección”.
Jesús resucitado se acerca al que se ha excluido del resto encerrado en su impureza y en su miedo. Ese Jesús glorioso no teme el contagio de la impureza. Atraviesa las paredes y puertas cerradas para regalar santidad.
Esa actitud suya es la que yo deseo. Es otra forma de entender mi misión. Jesús no se aísla de los impuros. Y me invita a ponerme yo en camino hacia el impuro.
Ahora me protejo en medio de la pandemia. Para no contagiar a otros, para parar la infección. Y está bien. Pero a algunos, como a Jesús, les tocará atravesar paredes para llegar a los enfermos contagiosos, “impuros”, y ayudarles a salir adelante.
Esos médicos y enfermeros, como Jesús, recorrerán las camas de los hospitales dando esperanza, guardándose su miedo y gritando por los pasillos: “Paz a vosotros”.
Darán consuelo al que apenas puede respirar y sueña con un poco de aire en sus pulmones. Ese enfermo que no quiere paz, sólo aire. Necesita ese oxígeno que sí trae la paz.
Ellos les ayudan a vivir un día más, una hora más. Como ángeles que pasan bendiciendo. Es la misión de muchos.
Y la de otros es orar en silencio, pedir la paz. Y que esa paz de Dios me quite el miedo al contagio, a la muerte, a la misma vida. Ese miedo que no me deja salir de mí. Me bloquea, paraliza mi deseo más hondo y verdadero de querer dar la vida.
¡Cuántas veces le he dicho al Señor que se lo entrego todo! Y luego, con miedo, sujeto bien las riendas de mi vida para que no descarrile mi alma.
Vivo en este tiempo escondido, guardado, no por miedo a la vida sino por proteger la vida de otros más débiles. No quiero tener miedo a la vida. Me guardo en mi hogar pero no quiero encerrarme en las paredes de mi corazón.
Jesús rompe mi puerta y me trae su paz. Me bendice, me hace su testigo y me envía a llevar su paz y su vida a muchos corazones. Testigo de la esperanza en medio de un mundo que no ve la luz. Me anima a llevar el perdón y la misericordia:
“Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
Ese envío me parece un milagro. Puedo ser testigo de su misericordia. En este tiempo lo hago guardando una sana distancia. Sin poder perdonar como antes. Pero me siento igualmente un testigo de su perdón.
Dios me ha perdonado a mí. Soy un hijo que ha sido abrazado por el Padre en medio de su vida, de su camino. Esa experiencia es la que me salva.
Tengo el alma tan herida y llena de miedo… Pero oigo su voz al otro lado de mi puerta. Apocalipsis 3, 20:
“Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo”.
Jesús resucitado pasa por mi vida y sólo me contagia santidad, no se contagia de mi impureza. Él vence todos los obstáculos que le pongo. Abre las puertas de mi alma. Embellece mi rostro. Purifica mi corazón.
Esa experiencia me da paz. Me invita a salir de mí, para que no tenga miedo. No quiero vivir paralizado por un miedo irracional a morir. Dios me espera siempre para una vida eterna.
Publicar un comentario