Pues no lo sé… Me cuesta fiarme de mis propios ojos. No sé si distingo tan bien a las personas que son de Dios y las diferencio claramente de las que no lo son. Tengo mis dudas.
A veces me equivoco y me dejo llevar por las apariencias o por mis propios prejuicios. No logro distinguir la luz en la oscuridad ni las sombras en medio del resplandor.
No sé bien si brillan sus talentos humanos o es la gracia de Dios actuando en sus obras y palabras. O soy yo el que no tiene a Dios y por eso no lo reconozco en otros.
Conocidos… o no
La fama de santidad es una voz que grita en boca de muchos, pero no por eso me acaba de convencer. Me cuesta creer, me falta fe. La fama es algo tan efímero.
Jesús tuvo mucha fama, miles siguieron sus curaciones, sus milagros y bebían con pasión sus palabras. Y acabó muriendo solo en la cruz.
La fama es algo pasajero, mientras que la santidad es algo permanente. No basta con tener fama de santo para serlo de verdad.
¿Cuántas voces hacen falta para declarar la santidad de alguien por aclamación? No se mide así. La santidad va por dentro, no es necesario que otros la reconozcan y la señalen como verdadera.
Además, ¿de qué vale esa fama en la vida del hombre? ¿Para qué sirve creer o no en la santidad de una persona? Sólo Dios conoce el corazón del hombre. Sólo Él sabe la verdad de cada uno, la acaricia, la palpa, la ama.
Discretos pero llenos de luz
La santidad no es un estado del alma, un punto de llegada, una meta lograda. No es algo estático, es más bien un camino que se va recorriendo día a día en medio de aciertos y desaciertos.
La santidad es un don oculto, una luz que brilla en medio de la noche e ilumina los pasos de los que caminan confusos, llenos de miedos.
Me gusta saber distinguir a personas llenas de luz a mi alrededor. Son personas que no llaman la atención a todos, sólo a algunos pocos.
Son «los santos de la puerta de al lado», a los que hace mención el papa Francisco. Son santos ocultos en medio de la noche, sin fama de santidad.
Reconozco que son los santos que más me gustan, los sencillos, los sin nombre, los tapados. No los siguen las masas, no son aclamados por sus obras, no recitan de memoria sus palabras.
De ellos nadie espera un milagro verdadero. Nadie quiere que hablen, que digan, nadie quiere tocarlos para que se obren milagros de sanación. Me gusta esa santidad discreta y callada. El otro día leía:
«Santificar la vida no es moralizarla, sino vivirla desde el Espíritu Santo, es decir, verla y amarla como Dios la ve y la ama: buena, digna y bella, abierta a la felicidad eterna«[1].
Es ese el concepto de santidad que me llega al alma y me alegra en lo más hondo. Yo a veces me quedo y me pierdo en conceptos moralizantes.
Pienso en una santidad de porcelana, blanca y perfecta. Una santidad en la que no cabe el pecado ni la falta. Una vida donde no hay error ni caída.
No me gusta esa mirada tan pobre que tengo de la santidad. Una santidad así me parece algo frío, demasiado perfecto e inhumano.
Un regalo
Es por eso por lo que prefiero ver la santidad como un don del Espíritu Santo en mi vida. Es Él quien me libera y sana por dentro, me llena de luz y belleza, me hace abierto y puro.
Ese Espíritu me regala una forma muy diferente de caminar por la vida. Hace posible en mi alma una manera sabia de hacer las cosas.
Me gusta pensar que nada sucede por obra de mi comportamiento ejemplar. Dios me utiliza para sanar los corazones. Y no soy yo con mis talentos, con mis fuerzas, con mi carne enferma.
Me gusta pensar en esos santos anclados en el cielo y con los pies firmes en la tierra. Aman a Dios con locura. Y en Él aman la tierra que pisan. Comenta san Francisco de Sales:
«Creo que todo lo que no sea Dios ya no me significa nada; pero, en Él y por Él, amo todo lo que amo con más ternura que nunca»[2].
Me gusta esa mirada. Es la de los santos que tienen el alma atada a lo humano. Y al mismo tiempo descansan en el corazón de Dios.
Inspiradores
Se dejan tocar por esa presencia amorosa de Dios en sus vidas. Y confían, y creen, que van seguros en ese abrazo eterno. Y al mismo tiempo viven cada momento de sus vidas como un regalo.
Aman y sufren. Ríen y lloran. Se equivocan y aciertan. Corren y se detienen. Dan la vida y se cansan de darla. Susurran con temor palabras sagradas y gritan por los caminos las alegrías que Dios les ha dicho al oído.
Son felices, no porque todo les vaya como ellos desean, sino porque aprenden a disfrutar la vida que tienen sin echar de menos la que un día pensaron.
No se ofuscan con sus obsesiones. Se aceptan como son. Conocen sus límites y aprenden a vivir alegres en medio de tantas torpezas.
Esos santos me gustan. Quiero ser uno de ellos. Beber su Palabra cada día y hacerla mía. Soñar con estar con Jesús amando todo lo que amo. Y ser feliz sin pretender que mis planes coincidan siempre con sus sueños.
Así son los santos hoy… y así lo han sido a lo largo de la historia:
[1] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan
[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor
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