No sufrieron el martirio el mismo día ni, sin duda, el mismo año. Su fiesta litúrgica rememora quizás un traslado de sus reliquias en una época de persecución. Entonces, ¿por qué no va nunca el uno sin el otro?
Un doble patronazgo muy valioso
Simón Pedro debería llamarse mejor Simón-roca. “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mt 16,18). Inquebrantable.
Pero no es que Simón fuera muy sólido: sus grandes impulsos se quedaban cortos, quiso caminar sobre el mar pero se hundió, debió ser el último en abandonar a Jesús pero sería el primero en renegar de Él.
No, lo que es sólido, “infalible”, es su fe. La fe como carisma que no viene ni de la carne ni de la sangre, sino del Padre.
Comprendemos entonces lo de “las llaves del Reino”: la autoridad de Pedro y de sus sucesores es necesaria para mantener a la Iglesia en la verdad y, por tanto, en la unidad.
Pero la libertad de Pablo es necesaria para mantener a la Iglesia en la novedad del Espíritu Santo, aliento imprevisible en un mundo en movimiento.
Sin la audacia paulina, la fidelidad puede convertirse en orgullo. Y se degradaría entonces en rigidez, y la unidad en uniformidad.
Pero sin la vigilancia petrina, la diferencia puede también reivindicarse con orgullo. Se convierte entonces en divergencia, mientras que la misión se expone a compromisos.
Así, este doble patronazgo es precioso y no hay que abandonarlo: san Pedro y san Pablo, ¡rezad por nosotros!
Por el padre Alain Bandelier
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