“¿Qué hemos hecho mal?”, se preguntan inquietos los padres de hijos criados en la fe pero que se distancian de una práctica que les “marea”. ¿Cómo creer que Dios ya no representa nada a sus ojos, cuando lo es todo para ellos? La culpabilidad y las lágrimas no faltan. Louise a sus 82 años confiesa con voz temblorosa: “Tengo el corazón roto. Mis cuatro hijos han dejado de practicar. Mis nietos no escuchan nunca hablar de Dios”.
Además, los hijos que han rechazado al Señor toman caminos alternativos que preocupan a sus padres. Algunos se hunden en el materialismo y la búsqueda del “cada vez más”. Hoy en día, las dos hijas treintañeras de Marie-José “viven con sus parejas sin plantearse el matrimonio religioso”. Lo opuesto de lo que su madre esperaba de ellas.
“¿Cómo hacen para encontrar sentido a su vida? Sufro porque sé que ahí no está la felicidad”, cuenta afligida.
Esta situación repercute sobre los momentos que pasan juntos. Los padres se sienten habitualmente incómodos con sus propios hijos. “Si hablo de Cristo, se cierran y me mantienen a distancia; si no digo nada, estoy tristísima por no saber compartir el único tesoro que podría ayudarles”, suspira Isabelle.
Los padres terminan por temer que sus hijos se alejen de ellos. “En Navidad, se arreglan para ir con su familia política y evitan así la misa de medianoche con nosotros”, señala Michel, un jubilado de 64 años.
Algunas pistas
¡Hay tantas historias como personas distintas! Algunos ya no van a la misa de domingo sin por ello renegar de su fe en el Señor. Otros dudan de su existencia, pero no experimentan ninguna hostilidad hacia la Iglesia por eso no les importa bautizar y catequizar a sus hijos. Y luego están los que exhiben una aversión violenta hacia Dios, la práctica y la institución.
Abordar el tema en familia no tiene nada de fácil. Paradójicamente, puede resultar más sencillo abrir nuestro corazón y hablar de nuestra relación con Cristo a unos desconocidos que a nuestros seres queridos.
Un criterio: ¿Están realmente pidiendo saber más, están listos para recibir o cada comentario sobre el tema lo entienden solo como una provocación? Si este último es el caso, más vale poner fin a la conversación cambiando de tema o con una pizca de humor, en vez de emprender una retórica estéril.
Una invocación al Espíritu Santo ayuda a retener una respuesta mordaz y encontrar unas palabras más medidas para posicionarse e incluso reclamar un respeto mutuo.
Sea como sea, los padres tendrán el cuidado de “prohibirse saltar a la defensiva”, según recomienda Marie-Madeleine Martinie, autora de Comunicarse en familia (Ediciones Mensajero). Incluso si perciben estupefacción o indignación, la escritora invita a desterrar toda señal de desaprobación.
Recomienda adoptar un proceso de escucha benévola y de acogida. Y es que, objetivamente, existen dificultades de orden intelectual para creer. Y otras existenciales, a menudo implícitas.
Estos jóvenes adultos repiten las objeciones transmitidas por la sociedad: el mal en el mundo, el matrimonio de los sacerdotes, la Iglesia “homófoba”… todo el paquete. Detrás de esas críticas se ocultan a menudo razones que tienen relación con el sentido de la vida.
La mayor piedra en el zapato es con frecuencia la de la moral sexual promulgada por la Iglesia. A sus ojos, les impide vivir como quieren. De ahí al rechazo, el paso se da con rapidez. ç
Hay otros motivos que les llevan a cuestionar sus creencias: un fallecimiento que no aceptan, una oración que creen no satisfecha, un sufrimiento del que culpan a Dios, contratestimonios de católicos… la lista es larga.
Reaccionar a estas objeciones implica una verdadera reflexión e incluso algunas investigaciones. Que no cunda el pánico entre los padres si no pueden responder al instante: “Planteas una buena pregunta. Otros ya han pensado en ello. Voy a documentarme y luego retomamos la cuestión”. Pero cuidado, porque estos adultos no se contentarán con un “la Iglesia dice que”. De ahí la importancia de desarrollar una reflexión en nombre de la ley natural y de la búsqueda de la felicidad. En este ámbito, la filosofía realista –tomista o aristotélica– aporta una valiosa ayuda.
La primera de las prioridades: acoger
Cuando hablar de religión y de convicciones que derivan de ella ya no es posible, “¡es duro no decir nada!”, dice Claire con una sonrisa. “Pero he cometido torpezas al perder la oportunidad de mantener la boca cerrada. Cuanto más envejecemos, más nos damos cuenta de ello. El cansancio y el miedo son muy malos consejeros”.
Si el tono se eleva, algunos padres se sienten heridos por comentarios punzantes o amargos sobre la Iglesia o a veces críticas abiertas contra ellos. Toman un auténtico camino de humildad y sobriedad. En estas condiciones, es importante mantener el vínculo y manifestar su amor: gestos, atenciones, compasión…
A menudo, un rechazo violento de la Iglesia esconde una herida. Ni siquiera los padres conocen todos los dramas ocultos. Esta madre tuvo hace poco la oportunidad de recurrir a toda su ternura maternal hacia su hija treintañera. Después de una depresión, le confesó haber abortado hace diez años. “¡La tierra se abrió bajo mis pies! ¿Cómo había podido sufrir tanto ella sola?”.
“Amor y verdad”, ¡es difícil mantener estos dos principios! Marie-Paule Mordefroid, licenciada en psicología, recuerda la importancia de distinguir a la persona y sus actos: manifestar su amor incondicional hacia su hijo o hija no impide estar en desacuerdo con algunas de sus elecciones.
“En el pasado, un hijo en pecado (divorciado, homosexual) era repudiado, reduciéndolo a su acto. A día de hoy, el riesgo va hacia el extremo opuesto: por miedo a perder la relación con su hijo o hija, los padres ya no se autorizan a juzgar los actos”.
¿Cómo acoger a nuestros propios hijos cuando sus elecciones vitales van en contra de nuestros valores más profundos? Para quienes viven desde hace años en pareja sin estar casados, por ejemplo, ¿hay que preparar un dormitorio común o habitaciones distintas? “En este ámbito, ¡hay que tantear!”, exclama el padre François Potez.
“Según las tradiciones familiares y las personalidades, aconsejo a los padres mostrarse muy estrictos o muy flexibles. No hay una regla absoluta, excepto la de la misericordia. Cosa que conlleva justicia”. Antes que tomar una decisión precipitada, la víspera de recibir a los hijos, el sacerdote sugiere a los padres entablar un diálogo: “¿Quién es tu pareja para ti? Estamos encantados de recibir y conocer a tu pareja. Pero como no la consideramos como tu esposo/a, no os pondremos una cama de matrimonio”.
Existe una jerarquía en la caridad que consiste, en primer lugar, en proteger a quienes se están construyendo. Los sobrinos y sobrinas, sobre todo entre los 10 y 14 años, necesitan referentes sólidos. Tratar del mismo modo a una pareja de hecho, a prometidos o a parejas casadas implica presentarles una situación de relativismo absoluto.
Cuando se presentó la situación, Michel, padre de cuatro hijos treintañeros, prefirió expresarse con claridad a la pareja que vivía junta antes de ofrecer un dormitorio común. “Les mostramos que eso no se daba por sentado”. Y aprovechó para dar testimonio de la felicidad de comprometerse en el matrimonio. Los jóvenes adultos le agradecieron la acogida.
Por supuesto, los padres tendrán en cuenta la estabilidad de la pareja; cuando se anuncia un bebé, se manifiesta la voluntad de la pareja de perdurar.
“El que un hijo se haya distanciado de la Iglesia no significa que no tenga valores”, insiste Marie-Paule Mordefroid, que anima a “poner en valor sus valores”. Michel está de acuerdo: “Mi hijo menor, quizás el más categórico en su rechazo de la Iglesia, ha decidido no bautizar a su hija. Pero por lo demás es muy altruista y trabaja con Cruz Roja”.
De la misma forma, el padre Claude Cortois invita a distinguir fe y práctica: “Conozco a una joven pareja que se presentaba como no creyente. Ambos habían sido criados por padres cristianos. Para su tercer hijo, rechazaron el aborto terapéutico que les aconsejó un médico y decidieron tener el bebé. Evitemos etiquetar a la gente”. Solo Dios sondea los corazones.
Reconocerse imperfectos, sin desesperar
Cuidado con la sobredosis, cuando la vida de fe se vuelve categórica o cuando todo el empleo del tiempo gira en torno a la coral, al consejo pastoral y las reuniones parroquiales.
“Coloquen a Dios en el centro de su vida, pero sin con ello descuidar los demás círculos concéntricos”, recomienda el padre Ludovic Lécuru, autor de Transmettre la foi en famille ! [“Transmitir la fe en familia”, de la editorial francófona Éditions de l’Emmanuel].
No ignoren deliberadamente las actividades profanas, acérquense a otros centros de interés, particularmente al de sus hijos. Con el mismo ánimo, conviene evitar regalar un icono o un rosario para el cumpleaños de un nieto. “¡El Señor es mucho más convincente que todas esas estratagemas!”, añade el sacerdote.
Si las personas que rechazan la Iglesia son prontas en señalar las carencias de los cristianos, no entren en este juego de perfeccionismo. “Cuando pensamos que debemos ser ejemplares, tenemos tendencia a colocarnos bajo un punto de vista favorable y enmascarar nuestras sombras. Sin embargo, para transmitir la fe, hay que tener una honestidad absoluta”, asegura el benedictino Odilo Lechner en su libro Grands-parents, transmettez votre foi [“Abuelos, transmitan su fe”, de la editorial francófona Salvator]. Para los padres, esto implica saber reconocer sus errores y pedir perdón por posibles desaciertos.
Y decir, simplemente, que todavía no han alcanzado la santidad a la que aspiran. ¿Cuánto camino le queda a cada uno en la vía de la coherencia y de la humildad hasta poder callar las críticas sobre el cura, la misa y el prójimo? Michel subraya esta necesidad permanente de convertirse uno mismo: “A pesar de nuestra voluntad de leer, de pensar, de rezar, vivimos como los demás: preocupados por el mañana, por el coche, por los pequeños problemas cotidianos”.
Sin embargo, no tenemos que esperar a ser “perfectos” para decir lo que es justo y lo que hace feliz a las personas, ¡si no, nos arriesgaríamos a estar callados muchísimo tiempo! Y la gracia del Señor entra en nosotros también a través de nuestras debilidades.
Amar, pero también dar testimonio con delicadeza
El hermano Roger de Taizé animaba a “hablar de Dios solamente cuando nos pregunten, pero vivir de tal modo que nos pregunten”. Lejos de una moral estrecha e inquieta, vivir como cristiano con amor y alegría da un testimonio de fe creíble.
Así, unos padres con tres hijos de entre 17 y 21 años que han rechazado la práctica religiosa han puesto una atención especial en volver de misa contentos y cariñosos. Esta “alegría del domingo” va calando poco a poco. Después de dos años de perseverancia, los chicos volvieron a la iglesia. A través de la paz, la alegría y la bondad que desprenden, los padres manifiestan el amor de Dios. “Encarnemos nuestra fe”, prosigue el padre Lécuru. “El testimonio pasa por la palabra y por el ejemplo”.
Corresponde a los padres discernir el momento de callar y el momento de hablar. Con sus cuatro hijos casados, Michel no duda en emitir algunas señales, como un proverbio o un versículo bíblico acompañando cada plato de Pascua. Con los nietos, dar testimonio de nuestra fe resulta más fácil. Cuando los recibe en vacaciones, recita con ellos la oración de la noche, cuenta “historias de Jesús” que los mismos niños reclaman antes de irse a dormir…
Michel responde a sus preguntas, sobre la muerte y el más allá sobre todo, mientras que sus padres responden con evasivas. Esta evangelización sólo es posible con una condición: el consentimiento de los padres. Los abuelos no deben ocupar su lugar y, por supuesto, no deben despreciar sus decisiones. De este modo, Yvette propuso a su hija, que está criando a su hija sola, guiarla en el despertar de la fe. “Ella aceptó. Si se hubiera negado, yo habría respetado su decisión. ¡Siempre puedes volver a la carga más tarde!”. De igual forma, cuando la pequeña pidió el bautismo con 6 años, explicó a su hija: “Estaría bien responderle, pero depende de ti”.
Aferrarse a la oración, actuar a través de la confianza y la conversión
“Mi drama es que, a pesar de mi transmisión, no han encontrado al Señor”, se lamenta Patrick, divorciado, padre de dos hijos y catequista desde hace treinta años. “Me parece que mis hijos no han aprendido nada de la fe salvo sus rituales”. Pero Dios se revela como mejor entiende. A su debido tiempo, supo conmover a María Magdalena la pecadora, a Pablo el perseguidor o incluso al rebelde Agustín. Mil formas de manifestarse y una certeza: ¡él escoge la manera más adecuada para cada uno! Y le permite su libertad de respuesta.
Los padres no pueden interferir en este acto de amor personal con Cristo. Queda rezar sin descanso, como Louise, cuya oración es cada vez más intensa: “De noche, de día, ruego a Nuestra Señora. Rezo a sus ángeles de la guarda para que les visiten y les acompañen. Los pongo en el corazón de Dios”.
Otros rezan para que sus hijos conozcan a creyentes. “Me encantaría dar testimonio, pero no puedo. Ya no me corresponde a mí”, reconoce Marie-José. “Rezo para que otra persona creyente se haga su amiga”. “El Señor da siempre un apoyo en el sufrimiento, no nos deja avanzar solos”, se consuela Claire, que repone fuerzas con un grupo de oración de madres y se apoya en su cuñada. “Compartir su sufrimiento es una gracia y lo hace más ligero”, confirma con dulzura la octogenaria Louise, que reza el rosario cada semana en compañía de algunos jubilados de su pueblo.
Como se percató Claire, es su propia relación con Dios la que debe crecer, a través de la adoración, la misa y los sacramentos. “Vivir en la intimidad del Señor ayuda a soportar esta gran prueba”, confiesa Louise. “Me hace percibir también el sufrimiento de Cristo, que ve su amor rechazado por muchos”. Y conduce a dedicar a sus hijos la mirada de Dios, a entrar en su enorme paciencia. Cuanto más recibimos la misericordia de Dios para nosotros mismos, menos dudamos de su clemencia con respecto a sus hijos e hijas. “A los padres les toca conservar la fe en el Espíritu Santo”, concluye Marie-Paule Mordefroid. “Él habita en sus corazones desde su bautismo. Sólo Él puede guiarles desde el interior sin forzarles”.
“¡Sobre todo, aguantar el chaparrón y conservar la esperanza!”, anima finalmente el padre Claude Courtois. “Dios ve mejor que nosotros en los corazones. No abandona a sus hijos. No se han perdido: Jesús supo cómo tratar a la mujer samaritana para devolverle su dignidad y su fe”.
Aunque Louise no oculta las lágrimas, mantiene intacta la confianza: Los hijos de tantas oraciones y lágrimas no pueden perecer. Nada es imposible para Dios. No puede negar a una madre la salvación de sus hijos. ¡Él dio a su Hijo para eso!”. Lo mismo dice Marie-José: “Tengo la impresión de haberme equivocado en todo. Pero tengo confianza en el Señor: he puesto las raíces en la tierra y le pido que riegue para que mis flores puedan florecer”.
Porque, aunque a los padres les corresponde sembrar, solo Dios sabe cuándo es tiempo de cosecha.
Stéphanie Combe
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