Y renunciar a algo.
Sí. Necesito renunciar a mi orgullo y a mi vanidad. A mis caprichos, a mis sueños propios y egoístas.
Renunciar a mí mismo para que crezca el otro aunque yo disminuya. No importa que yo sea menos.
Me importa más que la familia crezca en hondura, en verdad. Asumo la misión de la que habla el papa Francisco:
Una misma barca
Una misma barca con sus remos, con su ancla. Un mismo mar con sus olas y sus miedos.
Un mismo pasado y un presente, un futuro que da miedo. Un puerto, un lugar tranquilo donde echar el ancla con el que el corazón sueña.
Un mar lleno de olas y de vientos, de negra noche, lo mismo para todos. La misma luz de estrellas y de luna.
Una barca en la que todos soñemos con nuevas playas, nuevas formas de hacer las cosas.
No con hacerlo siempre todo igual, más aún cuando el presente no es perfecto, ni tampoco el pasado.
Pero el futuro se abre con la posibilidad de construir un mundo nuevo, unido, en paz, en comunión. Un milagro del Espíritu.
Una familia unida
El mal siempre divide y separa. El bien suma, integra, acepta al diferente y lo llama hermano.
Así quiero vivir yo en una familia sin críticas ni condenas. Sin rechazo ni olvido.
Esa comunión es la que sueña el alma cada día. Se despierta y navega, mar adentro.
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