Unir en una misma expresión, con nexo de igualdad, las palabras educación y misericordia puede sonar a cosa extraña, incluso fuera de lugar. ¿Acaso tiene algo que ver la educación con la misericordia? Al inicio mismo de estas reflexiones ya adelantamos que la respuesta es afirmativa y está justificada, pero vayamos por partes.
1. UNA OJEADA MUY SOMERA A LA EDUCACIÓN CATÓLICA.
Es mucho lo que se ha escrito sobre la educación en general y mucho, también, sobre la educación cristiana. Refiriéndonos a esta última, hay una serie de principios e ideas que se repiten a menudo, tanto en las grandes declaraciones de la Iglesia como en los más variados documentos y opiniones que tratan sobre el tema. Como simple aproximación y con afán de síntesis que se limita a nombrarlos, estos principios podrían quedar resumidos, más o menos, como sigue:
1) La educación cristiana es un proceso perfectivo y dinámico que persigue la madurez cristiana del hombre.
2) La educación cristiana ha de abarcar y atender todas las facetas de la personalidad humana del cristiano, con una solicitud especial por la dimensión trascendente de la persona.
3) La referencia constante e irrenunciable de la educación cristiana está en la persona de Jesucristo. El conocimiento de Jesucristo, de su vida, muerte y resurrección, de su mensaje y de su obra –la Iglesia– se constituyen en punto de partida, en camino y en meta de la educación cristiana. Por eso la educación cristiana no se puede entender al margen de la evangelización.
4) La educación cristiana corresponde en primer lugar a la familia cristiana. Esta a su vez solo puede vivir su fe inserta en una comunidad, por lo cual, la educación ha de entenderse en el seno y en el contexto de una comunidad que vive y celebra la fe.
5) La educación cristiana es un derecho y una obligación de la Iglesia, que ejerce de diversos modos, entre otros, a través de la creación, mantenimiento y tutela de centros educativos propios.
La claridad de ideas y la lógica de estos principios hacen que entre los cristianos estos postulados sean aceptados sin discusión. Pero algo falla a la hora de llevarlos a la práctica. Hablando en general, caben dudas razonables de que los educadores cristianos, las familias y las propias instituciones educativas cristianas estemos dando una respuesta coherente con la fe que decimos profesar los que nos llamamos seguidores de Cristo. Sería injusto decir que no hacemos nada; hay pruebas irrefutables. Valga un ejemplo: sin la aportación de la escuela católica y de las familias cristianas, el encuentro que el Papa mantuvo con los jóvenes en su última visita a España habría sido otro, al menos en número. Solo Dios sabe en qué medida contribuyó la escuela católica al éxito de ese encuentro, pero cabe suponer que en alto grado. Pero eventos concretos como este, por muy señalados que sean, no borran la percepción de descristianización de un importante sector de la sociedad española. En este sentido no es exagerado decir que los responsables de la educación cristiana (especialmente familia, parroquia y escuela) no estamos a la altura de las exigencias de la fe. Pasan los años y vemos cómo en nuestro tejido social, en nuestros usos y costumbres, la indiferencia o el rechazo hacia lo religioso, e incluso el paganismo, amplían sus conquistas. Pasan los años y seguimos constatando cómo a muchos bautizados “lo católico”, de entrada, les resulta molesto. ¿Ha tocado techo la marea de descristianización entre nuestros contemporáneos? Quizá sí, no lo sabemos, pero cierto es que el proceso no se ha interrumpido. Una ojeada, no más que somera, a los contenidos de los medios de comunicación social, del cine y de la literatura que vende, de los programas de televisión, de las dificultades con que se encuentran la familia y la educación cristianas, muestran con evidencia palmaria que ese proceso sigue vivo y está en ejercicio. Y mientras, muchos de nosotros, los cristianos, los que hemos recibido el mandato de “ir y enseñar”[1] –en general todos, y unos cuantos con vocación particular–, contemplamos, a menudo desunidos, cómo ese proceso descristianizador continúa acumulando logros, sin que se nos vea activamente muy preocupados para detenerlo; al menos esta es la impresión que algunos percibimos.
Entretanto la escuela católica está amenazada de falta de expectativas adecuadas sobre su misión social. El último estudio llevado a cabo por la FERE[2] revela que la escuela católica se encuentra con un problema de percepción social que podría afectar seriamente a su identidad. Y no porque carezca de un proyecto educativo con unos rasgos de identidad perfectamente definidos, sino por el peso de las expectativas hacia ella. A la hora de optar por un colegio católico para sus hijos, a la mayoría de los padres la educación religiosa les motiva poco o nada. Según ese mismo estudio, la mayor parte de ellos lo eligen por motivos más “humanos”: por el prestigio de la institución o porque están satisfechos de que sus hijos reciban una formación de calidad, en valores humanos, etc. Quiérase o no, toda institución está condicionada –igual que todo individuo– por las expectativas que conoce acerca de sí misma. Se constata que las propias comunidades religiosas ven que su labor educativa es más estimada por razones como las enunciadas que por preocupaciones evangélicas. Este fenómeno de percepción social entra en contradicción con la que la Iglesia espera de la escuela católica: “¡No se diga que ésta –la educación propiamente religiosa– se dará implícitamente o de manera indirecta! El carácter propio y la razón por la que los padres deberían preferirla, es precisamente la calidad de la enseñanza religiosa integrada en la educación de los alumnos”[3]. La pregunta se hace ineludible: ¿está respondiendo la escuela católica a lo que la Iglesia le pide y los católicos españoles más necesitamos: “lugar de evangelización, de auténtico apostolado y de acción pastoral, no en virtud de actividades complementarias o paralelas o paraescolares, sino por la naturaleza misma de su misión, directamente dirigida a formar la personalidad cristiana”[4]?
Si los frutos que la educación de las escuelas confesionales está produciendo no comportan una extensión del Evangelio, si de cada promoción que abandona el colegio o la facultad no cuaja al menos un racimo de militantes cristianos empeñados en la santificación personal y en la redención de este mundo malherido, si las instituciones religiosas están en prolongada sequía de vocaciones educadoras... si estos síntomas no son excepcionales, sino que corresponden a un diagnóstico más o menos generalizado, eso quiere decir que no estamos acertando del todo en nuestras acciones. No nos sirve el tópico de que lo importante es sembrar sin mirar a los frutos. Una cosa es que sepamos que el crecimiento lo da Dios[5], y que el alcance de nuestro trabajo solo lo sabe Él, y otra cosa es que veamos cómo el desierto avanza imparablemente y nos consolemos en falso. Cuando esto se produce hay que preguntarse necesariamente por el qué y el cómo de lo que estamos haciendo, pues “todo árbol bueno da frutos buenos y no se cosechan higos de los abrojos”[6].
Analizar esto es labor ardua. Los problemas complejos no obedecen a un único motivo, ni a motivos simples. En cambio sí podemos –y tenemos la obligación de– reconsiderar nuestro actuar, hacer examen de conciencia, para afianzarnos en nuestros aciertos y enderezar nuestros yerros. Por nuestra parte vemos que hay dos datos que merecen ser considerados.
2. UNA IDEA NO SIEMPRE PRESENTE: LA EDUCACIÓN ES UNA OBRA ESPIRITUAL.
La educación es una obra espiritual por su objeto.
Nadie pondría en duda que educar es una tarea personal. Persona es quien educa y persona es a quien se quiere educar. Como decir «persona», es lo mismo que decir ‘ser-en-relación’, educar es esencialmente una tarea de relación. No hay educación sin relación personal, esto es claro. Pero la persona humana es principalmente espíritu. No es solo espíritu, ni el cuerpo es cosa accidental, pero es el espíritu lo que nos hace ser personas, “el espíritu es la raíz de la personalidad”[7]. De nuestra condición espiritual es de donde brota nuestra dignidad y sin la referencia al espíritu no puede haber planteamientos cristianos, ni humanos tampoco. Sin la referencia al espíritu no se puede entender qué es una persona ni qué cosa es la educación, porque si educar consiste en formar hombres y mujeres, educar es, entonces, una tarea eminentemente espiritual. La educación no es una tarea privativa del espíritu, ni dirigida solo al espíritu, pero sí lo es primordialmente, aun en el caso, en apariencia más distante, de la Educación Física[8]. Es precisamente el componente espiritual lo que permite distinguir el concepto de educación de otros que se le aproximan pero que rechinan con él. Nos estamos refiriendo a términos como instrucción, amaestramiento, doma, etc., los cuales, colocados junto al de educación, muestran cuán distantes quedan de él por elevación de este y achatamiento de aquellos.
Decir que la educación es una obra eminentemente espiritual es la consecuencia lógica de entender al hombre como un ser cuya primacía ontológica reside en el alma. Esto no es un descubrimiento ni una conquista cristiana. De esto se da cuenta cualquiera que entienda que el hombre es un ser formado por cuerpo y alma y que reflexione sobre ello. Ya en la Antigüedad, Platón, aun teniendo un concepto dualista del ser humano, distinto del cristiano, y en cierto modo opuesto a él, definió la educación como la tarea que consiste en “dar al cuerpo y al alma toda la belleza de que son capaces”[9].
La educación es una obra espiritual por los fines que persigue.
El ideal de toda educación católica no puede ser otro que el de formar hombres y mujeres para que sean santos y sabios. Ambas cosas: ni santidad sin sabiduría, ni sabiduría sin santidad. El principio de unidad de la persona humana obliga a no desdoblar la educación con disyuntivas como estas que son habituales: humanismo o cristianismo, razón o fe, autoridad o libertad, gracia o esfuerzo, ciencia o santidad. Estas disyuntivas enunciadas en díadas bipolares que con frecuencia se plantean como irreconciliables, para la educación católica no son tales, sino condiciones, todas ellas, que recíprocamente se necesitan y mutuamente se realimentan. Y no en el sentido de trazar dos programas paralelos y distintos, uno para la sabiduría y otro para la santidad, sino de encaminar todas y cada de las tareas a la consecución de ambas al mismo tiempo. Por ser persona todo hombre tiene derecho a ser instruido y por ser cristiano a ser orientado hacia la santidad, porque esta es la vocación genérica y personal de todos y cada uno de los bautizados[10]. Por eso a quienes se educan no basta con darles mucha ciencia, ni siquiera grandes dosis de depurada moralidad, sino de “darles ciencia unida a la sabiduría cristiana”[11]. Hacemos nuestras las palabras de un autor contemporáneo cuando afirma que urge “trazar, cuanto antes, la figura del sabio, y orientar rápidamente nuestros esfuerzos a la construcción de hombres así. Naturalmente, para un cristiano, el tipo de sabio es el tipo del santo, aunque tal vez aparentemente, pueda darse el santo sin sabiduría natural, pero no el sabio sin santidad”[12]. En este punto queremos hacer notar que no estamos hablando de catequesis, sino de educación católica en sentido amplio (familiar y escolar), aquella que sin menoscabar la independencia epistemológica de los saberes, por una parte se construye desde la fe, lo cual implica una visión cristiana del mundo y del hombre, y por otra es impartida por padres y profesores católicos. No debemos confundir catequesis con educación católica, ni siquiera con enseñanza de la religión católica. La catequesis tiene su sitio propio en las comunidades cristianas (familia y parroquia) y la enseñanza en la escuela, mientras que la educación interesa a las tres: familia, escuela y parroquia; y a todos aquellos que tengan influencia sobre la persona.
Ahora se hace obligado ver qué consecuencias se desprenden de entender la educación como tarea espiritual.
2.1 Primer olvido: la obra de la educación va dirigida primordialmente al espíritu.
Educar es perfeccionar a la persona entera, pero atendiendo especialmente a sus capacidades espirituales. Aquí podría surgir la pregunta de si el alma es perfectible, o en qué medida se puede perfeccionar. Como respuesta habría que decir que el alma no es perfectible en su naturaleza, pero sí lo es en sus operaciones. Y del cuerpo debemos afirmar lo mismo: que es el más adecuado para que el hombre viva y progrese como persona. El ser persona es un dato y a la vez un proyecto: toda persona ya es persona desde que empieza a existir, desde el momento mismo de su concepción; y es proyecto, porque el mismo ser que ya es persona, sin dejar de serlo, a la vez, está llamado, también en cuanto persona, a crecer, desarrollarse y madurar en un proceso gradual e ininterrumpido.
Pues bien, el dato originario y permanente, que es poseer el ser en propiedad bajo la índole de persona humana, ese dato no tiene nada que mejorar, no es perfectible, ni en cuanto al alma ni en cuanto al cuerpo. En cambio, a lo que la persona tiene de proyecto, precisamente porque es proyecto, hay que ir dándole forma, hay que asentarlo bien sobre la realidad, acrecentarlo, pulirlo... Mas todo ello sin olvidar en ningún momento que se trata de un proyecto de perfeccionamiento del espíritu. Si tuviéramos que resumir en un par de líneas en qué consiste cultivar el espíritu diríamos que en tres cosas: a) iluminar la inteligencia para que conozca el bien, la verdad y la belleza, b) fortalecer la voluntad para que optando libremente por hacer el bien, persevere en su práctica y disfrute con él, y c) afinar la sensibilidad educando los sentimientos más nobles. Cultivar el espíritu es introducir al alumno en un camino de libertad, de libertas maior, la que solo busca el bien. No nos sirve solamente la mera capacidad de elección, libertas minor, esa ya la tiene todo hombre cuyo albedrío no encuentre trabas.
Para que esta tarea de perfeccionamiento sea posible es imprescindible enseñar a pensar. Enseñar a pensar es etapa clave y condición sine qua non en el cultivo del espíritu, porque si hubiera que escoger una característica de entre aquellas que son susceptibles de definir al hombre, un rasgo que le caracterice como ningún otro, ese rasgo es, sin atisbo de duda, la inteligencia. No podemos cultivar el espíritu si no enseñamos a pensar.
Está bien enseñar a pensar, pero está mejor enseñar a pensar bien, correctamente, dando a la palabra “correctamente” los dos significados que tiene: corrección en los medios y en los fines; corrección lógica o “técnica”, al modo como se discurre para encontrar la solución de un problema matemático, por ejemplo, y corrección moral, en el sentido de virtuosa, de hacer el bien y evitar el mal. La primera se hace a través del empleo de la razón, del discurrir lógico; la segunda con la práctica de las virtudes, para lo cual hay que enseñar a tener criterios y favorecer conductas positivas. Comentando los rasgos que San Pedro Poveda imprimió a la Institución Teresiana por él fundada, dice Ángeles Galino: “Sea el primero -de estos rasgos- la formación y solidez de criterios a toda costa, cierto de que éste y no otro, ha de ser el eje indeclinable de toda personalidad”[13]. Si ahora nos preguntamos por esos criterios, la respuesta para nosotros, los cristianos católicos, no puede ser otra que la que se deriva de nuestros principios morales: la moral católica Y en este terreno hay que hablar con claridad, sin falsas humildades que desvirtúan la verdad. Y con todo el respeto que nos merece cualquier persona, acepte o no los preceptos del Evangelio, hemos de ser conscientes y hacer gran aprecio de nuestros principios morales, los cuales, de suyo, son superiores a los que pueda ofrecer cualquier otro código ético. De entre la multitud de preceptos que encontramos en la Sagrada Escritura, hay recopilaciones morales como las del Decálogo o las Bienaventuranzas que descuellan y se imponen como más excelentes que cualesquiera otras por su propia fuerza moral. Los testimonios de los santos y el reconocimiento expreso de esta superioridad por parte de personas no católicas como Nietzsche o Gandhi vienen a certificar estas afirmaciones.
Nada mejor para adquirir criterios y para la educación del juicio desde posiciones católicas que el “sólido conocimiento de la doctrina inmutable de la Iglesia sobre las grandes cuestiones divinas y humanas a las que solo el cristianismo puede responder”[14], sigue diciendo A. Galino. Y, citando textualmente a San Pedro Poveda, anota: “Este conocimiento no puede sustituirse por ningún otro; es fundamental para la vida cristiana y a la carencia de esta instrucción religiosa se deben todos los males que lamentamos”[15].
La pasión por la verdad
Mas no basta con un repertorio de conocimientos que, por muy sólidos y estructurados que estuvieran en la cabeza, no pasaran de amueblar los estantes de nuestra memoria. Es preciso que se trasladen al corazón, que informen la práctica y se constituyan en principios vivos de acción. Para ello nada mejor que despertar en el alma la pasión por la verdad. Nótese que decimos la pasión por la verdad, no la tendencia, porque ésta, la tendencia a la verdad, es innata en todo hombre, pero la pasión no. La pasión por la verdad no siempre es innata, por eso hay que cultivarla. Pasión por la verdad es sinónimo de amor intenso por la verdad, pero no cualquier verdad, sino “la” verdad, la verdad buena -valga la expresión-, aquella que nos descubre lo valioso de la realidad, y por contraste, sus estados carenciales que pueden ser remediados.
Al hablar de la pasión por la verdad hemos entrado de lleno a considerar el segundo aspecto que hemos señalado al caracterizar en qué consiste el cultivo del espíritu. Las palabras exactas han sido “fortalecer la voluntad”. Pues somos débiles de voluntad a la hora de practicar el bien, y, sobre todo, a la hora de perseverar en él. Toda vez que los criterios han sido correctos y el juicio ha sido bien educado nos encontraremos inevitablemente sufriendo la amarga experiencia de la que da cuenta San Pablo, a quien desconcertaba no poco el hecho de saber dónde está el bien y el mal, y queriendo hacer el primero y queriendo rechazar el segundo, desembocaba misteriosamente en soslayar el bien que apetecía y hacer, en cambio, el mal que refutaba[16].
Necesitamos, quién podría dudarlo, un curtimiento continuo, gradual y ascendente de la voluntad. Y quizá en esta época aún más; vivimos en una era de flojera espiritual. Nos urge educar en la virtud y en las virtudes. Sin la práctica de las mismas el espíritu no enrecia, y no se ha encontrado sustituto válido para la educación en las virtudes. Lo que se suele entender por “educación en valores”, válido en la discusión filosófica, en la práctica educativa cotidiana no deja de ser un continente huero de contenido.
2.2 Segundo olvido: la obra de la educación es una obra de misericordia.
Bajo fórmulas como “enseñar al que no sabe”, “corregir al que yerra” o “dar un consejo al que lo necesita” muchas generaciones hemos venido repitiendo estas “obras de misericordia” que, junto a otras once, la Iglesia nos ofrecía divididas en siete espirituales y otras siete corporales; catorce obras buenas que convienen al cristiano para practicar la misericordia. El Catecismo actual las ha recogido con la misma denominación: “obras de misericordia”[17] y el posterior Compendio del Catecismo las mantiene sistematizadas con la estructura tradicional.
Expresadas como principios morales, esas tres obras de misericordia citadas, las tres espirituales, apuntan de lleno al mundo de la educación. Para los educadores católicos no es, pues, ninguna salida de tono entender que su labor educativa es una obra de misericordia de índole espiritual, cuyo destino está en el niño.
Así entendida, la educación no es un quehacer más, ni siquiera un quehacer humano de elevada importancia, como podría ser el desarrollo de las relaciones interpersonales profundas: el cultivo de la amistad, la convivencia sabrosa que da el compañerismo, el establecimiento de relaciones amorosas, etc.; sino la obra de quien se sabe ejerciendo la misericordia.
Este es el rasgo que debe distinguir a la educación católica de otros tipos de educación humana, los cuales, aún teniendo nobleza de principios, de objetivos y de medios, quedan a notable distancia de la concepción católica de educación. Somos conscientes de que al hablar de misericordia nos aventuramos a interpretar mal lo que la palabra esconde, y, en lugar de ser alumbrados por su riqueza de contenido, corremos el riesgo de malversar su significado. Pero el probable riesgo de malversación semántica no nos obliga a prescindir del término, sino a adentrarnos en él y a intentar una explicación satisfactoria. Padecemos una acusada alergia por la palabra misma[18], tendiendo a entender por misericordia una especie de beneficencia trasnochada y humillante, la cual, aplicada a la educación, vendría a ser como una práctica asistencialista, una suerte de falsa caridad cuyo cometido equivaldría a parchear de manera vergonzante lo que al alumno se le debiera en justicia. “Nuestros prejuicios en torno al tema de la misericordia son a lo más el resultado de una valoración exterior. Ocurre, a veces, que siguiendo tal sistema de valoración, percibimos principalmente en la misericordia una relación de desigualdad entre el que la ofrece y el que la recibe. Consiguientemente estamos dispuestos a deducir que la misericordia difama a quien la recibe y ofende la dignidad del hombre”[19]. Pero nada de esto tiene que ver con la misericordia. Por eso conviene que dediquemos unas cuantas líneas con el propósito de elucidar su significado.
2.2.1 Primer nivel de misericordia. La vía etimológica. La misericordia se nos descubre, en un primer momento como una cualidad específicamente humana por la cual el hombre se conmueve ante las desgracias ajenas y tiende a paliarlas. Este es el concepto más común de misericordia y es importante, aunque no es el más profundo. El que arrancando de la etimología (“misericordia” procede de la unión de miser, ‘desdichado’ y cor, ‘corazón’) hemos recibido como herencia semántica a través de la cultura. De aquí el dato fundamental de que la misericordia es un rasgo de la afectividad humana, el sentimiento propio de quien se conmueve, o se apena, al contemplar al otro en situación de necesidad.
Pero además, en cuanto que con el ‘corazón’ estamos indicando lo más personal del ser humano, la misericordia no se queda solo en la afectividad, por muy profunda que esta sea, sino que interesa a la voluntad: no solo se siente compasión, sino que se quiere sentir, no en dirección morbosa, sino para poner remedio a esa situación deficitaria. No hay misericordia en quien, sintiendo la desgracia ajena, adopta posturas como la huida o la complacencia, sino en quien, porque se duele ante la desdicha, se implica positivamente en la búsqueda de soluciones. Por eso la misericordia es algo que se ‘hace’, no solo algo de lo cual informa la sensibilidad, algo que se siente, sino algo que se practica de forma decidida.
De aquí ya podemos deducir la validez del mandato de practicar la misericordia que se nos da a los cristianos. Si la misericordia solo afectara al sentimiento no podría haber precepto, porque nadie puede sentir por obligación, pero desde el momento en que la misericordia apela a la voluntad, el mandato queda legitimado. Se explica así, por tanto, el deber de practicar la misericordia recogido en la Sagrada Escritura de forma inequívoca y repetida. Como ejemplo de ese mandato recordamos la parábola del buen samaritano. Tras el relato de la parábola, Jesucristo pregunta a su interlocutor, aquel legista que quería aparecer como bueno: “«¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» Él dijo: «El que practicó la misericordia con él» Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo»”[20].
Conviene hacer notar que este primer nivel, a pesar de no ser el más profundo es en sí mismo muy valioso y resulta fundamental para ver que en él se conjugan las tres grandes esferas de la espiritualidad humana: el corazón, que se conmueve, la inteligencia que discurre el modo de satisfacer la necesidad ajena y la voluntad que decide poner remedio.
Afectos y voluntad son los mismos datos que caracterizan el amor: sentimiento y acto de la voluntad -previamente informada por la inteligencia-, lo cual nos indica que la misericordia es un tipo especial de amor. Hablar de amor son ya “palabras mayores”, porque si de la inteligencia se ha dicho que es el rasgo fontal para definir el ser del hombre, del amor hay que decir que es la realidad humana más sublime, el rasgo que sirve para definir no el ser del hombre sino su obrar, aquello que marca su finalidad. No estamos hechos para inteligir, sino para amar[21]. Cierto que no podríamos amar bien sin el concurso de la inteligencia, que es la que advierte de lo que es amable y de lo que no lo es, pero no se ama con la inteligencia, sino con la voluntad, apoyada –aunque no siempre– en el corazón.
Pues esto es la misericordia, un tipo de amor.
2.2.2 Segundo nivel de misericordia: justicia y más que justicia. Pero no un amor cualquiera, sino aquel que se dirige a la persona humana con mirada contemplativa y complaciente, considerándola un bien, el mayor bien de entre los posibles. El hombre es la obra cumbre de la creación visible, creación inacabada que se actualiza y se renueva en cada individuo humano, en cada persona. Persona es lo más sublime “lo que en toda naturaleza es perfectísimo”[22]. Ahora bien, desde que el mal se introdujo en la dinámica de la vida humana, mirar a la persona es mirar al mayor bien amenazado por el mayor peligro: el mal. El amor de misericordia es el tipo de amor que se dirige a la persona contemplando a esta desde la perspectiva bien-mal: bien ontológico amenazado por el mal operativo.
Recordemos aquí que el concepto de persona está irremediablemente ligado a la individualidad humana, y que todas las personas vivimos en estado de necesidad.
a) El mal sensible y clamoroso. Cuando el mal grita y sus efectos son desgarradores (hambre, injusticia, analfabetismo, vejaciones, etc.) la misericordia adquiere un sentido remediador cuyo objetivo está en establecer, o restablecer, las condiciones necesarias –sociales o particulares– para que la persona pueda vivir dignamente. Para la reparación y prevención de estas situaciones calamitosas la justicia aparece como el arma más poderosa y más convincente, y aunque existe cierta verdad en ello, ahora veremos que la justicia se muestra insuficiente.
b) El mal moral. Junto a las evidencias nefastas del mal (hambres, guerras, violaciones, etc.) hay otras que concitan menos adhesiones de protesta y que mueven a menor compasión, porque son menos sensibles y no producen alarma social, pero que son igualmente preocupantes. Se trata de las diversas manifestaciones del mal moral.
Al hablar del mal moral hemos de diferenciar por una parte el mal que cada persona sufrimos y por otra el mal que generamos (por nuestras malas acciones o por nuestras omisiones de bien). Conviene precisar que al hablar de mal moral nos estamos refiriendo a la ignorancia, a la falta de virtud y a la dureza de corazón. Pero además, para los cristianos el mal moral fundamental viene determinado por un término que no queremos eludir: el pecado. Este es el gran mal, y en cierto modo, el único mal. La miseria humana reviste múltiples manifestaciones externas a él, pero “la miseria del hombre es también su pecado”[23] y en sus distintas vertientes (individual, social, estructural, etc.) es fuente de las injusticias que padecemos y que generamos, entre ellas, todas las que dan lugar a las situaciones de indignidad clamorosa a las que antes nos referíamos.
Paliar el mal moral, luchar contra él y emplearse en su exterminio es labor aún más importante que la asistencial, porque el mal visible, llamativo y sangrante, depende de este menos visible, y en muchos casos incluso escondido bajo capa de bien. Pues bien, para llevar adelante esta lucha con garantía de éxito la justicia resulta insuficiente, en cambio la misericordia se torna imprescindible. “La experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones”[24] Quien recibe justicia, recibe lo que le pertenece y no tiene ningún motivo para ser afectado en su corazón; en cambio, cuando las propias miserias son curadas en sus fuentes más íntimas, cuando el corazón del que brotan los sentimientos más torcidos[25] es acariciado, consolado, instruido, corregido, entonces el corazón humano, que por naturaleza tiende a obrar rectamente[26], encuentra motivos para hacer el bien y evitar el mal.
Se entiende ahora que la misericordia no sea un sustituto ni un sucedáneo de la justicia, sino un valor que la sobrepasa. Allá donde acaba la justicia muestra su grandeza la misericordia, la cual “se revela en multitud de casos no solo más poderosa, sino también más profunda que ella”[27]. “La misericordia se ríe del juicio”[28], y no porque la justicia en sí misma sea virtud menor, que no lo es, sino porque al lado de la misericordia se queda chata. “Si bien la justicia es auténtica virtud en el hombre y, en Dios significa la perfección trascendente, sin embargo el amor es más «grande» que ella: es superior en el sentido de que es primario y fundamental (…) La primacía y la superioridad del amor respecto a la justicia (lo cual es característico de toda la revelación) se manifiestan precisamente a través de la misericordia”[29].
En las letanías de la misericordia divina se recoge una expresión que a primera vista sorprende: textualmente leemos que la misericordia es el “supremo atributo de Dios”, es decir, lo más grande y excelente que el hombre puede decir en su experiencia de Dios[30]. Y esta es la razón fundamental de la excelencia del amor de misericordia, esta es la clave para entender que no estamos ante un tipo más de amor, sino ante el amor perfecto, esa clase de amor con el que somos amados personalmente por Dios. Nosotros, su criatura predilecta, la obra mimada de sus dedos; nosotros, la niña de sus ojos, tras el pecado de Adán y Eva, no hemos sido amados con amor de estricta justicia. No lo merecíamos, no cabía tal justicia sino para la reprobación, en cambio hemos sido amados con amor de misericordia, con amor perfecto, amor divino. Desestimar o minusvalorar la misericordia es desestimar el modo con que Dios ama, y como en Dios el modo de amar no es una opción más entre otras posibles, sino que coincide con la operación misma de amar, ese desprecio no se queda solo en el modo, sino que se dirige al amor mismo. La conclusión es dura, pero real: despreciar la misericordia de Dios es despreciar el amor de Dios y despreciar su amor es despreciarle a Él, que “es amor”[31].
Pues así somos invitados a vivir: con amor de misericordia, y así somos invitados a educar. Podría sostenerse que una cosa es aceptar esta doctrina sobre la misericordia divina y otra distinta educar, la cual escasa relación parece tener con tal doctrina. A entender la educación y la misericordia como realidades distintas o inconexas podría ayudar la existencia del ‘estado de necesidad’ de las personas, el cual a su vez empuja a pensar que este amor de misericordia tiene su lugar más apropiado en el mundo de la marginación, de la enfermedad o de la pobreza que en el de la educación. Pero esa percepción sería errónea. Veamos por qué.
2.2.3 Tercer nivel de misericordia: Misericordia y educación. Líneas atrás hemos dicho que la persona humana es el mayor bien visible. Ciertamente, pero este bien mayor se encuentra en situación muy precaria: cada persona, por una parte tiene una naturaleza perfectible, esto es, educable, y por otra, está sometida al influjo del mal –interno y externo a su propia persona–. Dicho de otro modo: ‘siendo’ un bien, ‘está’ llena de limitaciones, carencias y acechos del mal.
Quien esto lo entienda así y quiera vivir y actuar con rectitud no cejará en empeñarse para que este bien mayor, siendo perfectible, lo sea cada vez en menor grado. Y mirará a cada persona como un bien existencial y como un proyecto de bien, no soñando con mundos utópicos en los cuales el mal no exista, sino obteniendo bien de donde abunda el mal; comprendiendo que en medio de cualquier estado de necesidad y de precariedad, hay un bien mayor, la persona humana, que hay que promocionar y sacar adelante.
Pues bien, esto es educar. Y esto también es misericordia; mejor dicho, este es el aspecto positivo y más profundo de la misericordia. “El significado verdadero y propio de la misericordia no consiste únicamente en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral, físico o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre”[32].
Urge emplear la misericordia para educar hoy. Más aún, sin misericordia no hay educación posible. “El amor misericordioso –ha escrito San Juan Pablo II– es indispensable en la educación”[33] Siempre ha sido así porque una persona sin educar, siendo un ser personal, es un ser personal truncado en su proyecto de vida, una vocación de realidad irrepetible y única que se ha quedado atrofiada o desmochada. Un diamante en bruto y embrutecido.
Y es más urgente hoy porque los estragos que se están produciendo en muchos niños y jóvenes adquieren proporciones ingentes. Y no por falta de educadores nobles, sinceramente vocacionados, profesionalmente preparados, que con rectitud de intención se emplean en esta tarea. Quien conozca, aunque sea muy someramente, el mundo de la educación, esto no puede ponerlo en duda. Pero no basta con buenos didactas, esta condición es necesaria pero no suficiente. Como tampoco basta con tener una buena dotación de medios técnicos y didácticos, aunque también estos hacen falta. Se necesita misericordia porque es mucho lo que hay que restaurar, muchas situaciones personales infrahumanas que remediar, mucho bien que rescatar. También los corazones de nuestros muchachos están tocados por la miseria en sus formas actuales. Exceptuando los casos de marginalidad extrema, la práctica totalidad de ellos tienen sus derechos reconocidos y cubiertos, muchos nadan en la abundancia de bienes materiales, y a pesar de ello necesitan ser tratados con misericordia. En esta sociedad nuestra tan pródiga en bienes de consumo se hace precisa la oración del sabio: “Señor dame un poquito de sed que me muero de agua”. Sectores muy amplios de niños, adolescentes y jóvenes –y también menos jóvenes– carecen de toda formación moral porque nadie les ha instruido en el conocimiento del bien y del mal. A muchos de nuestros jóvenes adultos católicos se les ha pasado la infancia y la adolescencia en el más puro desierto religioso y moral. No deja de ser doloroso ver cómo a tantos de ellos, jóvenes y menos jóvenes, les ha cristalizado una personalidad sin cimientos humanos ni espirituales que les hace conducirse públicamente en clara oposición a la voluntad de Dios manifestada en los preceptos del Evangelio. Dicho de otro modo, al menos objetivamente, hay ausencia de conciencia de pecado. Y hay ausencia de conciencia de escándalo. Vaya si hay necesidad de misericordia para anticiparse al mal y prevenirlos contra él.
Más razones podrían exponerse acerca de la necesidad de recurrir a la misericordia para educar. Para no hacer prolijo este trabajo añadamos solo una de gran calado, dada la importancia del ambiente en la educación. Nos referimos al hecho de que la justicia no instaura el mejor de los ambientes posibles para la educación de la persona. Insistimos en la idea anterior de que la justicia, siendo necesaria también para crear ambiente, no es suficiente. Es necesaria porque sin ella corremos el riesgo de disolución, pero no es suficiente porque “el exclusivo cálculo de lo debido torna fatalmente inhumana la vida en común”[34]. La justicia al desnudo en educación no sirve: no es ni el mejor fin ni el mejor medio, porque “la justicia sin misericordia es crueldad”[35]. Toda institución educativa (familia, escuela, internado, etc.) debe regirse por el cumplimiento de unas normas y la valoración de un esfuerzo, con sus méritos y deméritos, pero no es el cumplimiento estricto de las normas ni la evaluación rigurosa del trabajo lo que educa ni lo que perfecciona el corazón humano; las normas, aunque sean consensuadas o elaboradas coparticipadamente, lo mismo que muchos trabajos, no dejan de ser ‘cosas’ externas, a menudo impuestas, mientras que el corazón solo se perfecciona desde dentro. Un ambiente propicio de la mejor educación ha de ser exigente, pero también ha de ser cordial y alegre[36], y la cordialidad y la alegría les vienen a los muchachos de estar a gusto, de ser conocidos personalmente y de ser personalmente queridos. Tienen que verse tratados con justicia, claro que sí, pero sobre todo tienen que verse conocidos y queridos por la riqueza incomparable de ser ellos mismos, y reconocidos por sus actitudes hacia el trabajo, a pesar de las posibles vulneraciones de las normas. Ante estas vulneraciones la justicia no puede hacer otra cosa que imponer correctivos y sanciones; la misericordia, en cambio introduce un aspecto esencial en cualquier tipo de relación humana, también en las educativas: el perdón, entendido este no como condescendencia o ausencia de sanciones, sino en su significación más genuina, la derivada de su etimología: per-don, abundamiento en la gratuidad, redoblamiento de dones. “Si desatendiéramos esta lección (la del perdón), ¿qué quedaría de cualquier programa «humanístico» de la vida y de la educación?”[37]
Hay necesidad, en fin, de misericordia para poder educar porque sin ella, los males y carencias que afectan a las personas no siempre se “ven” y sin verlos no se les puede poner remedio. Y no se ven cuando estamos más preocupados a las cosas que a las personas, más atentos a resultados académicos que al crecimiento personal, lo cual impide que tome cuerpo, en la vida práctica, la consideración del valor infinito del ser de toda persona.
3. A CARGO DEL ESPÍRITU SANTO…
Si toda obra de educación, y especialmente de educación católica, es una obra espiritual; más aún, si el modelo de hombre al que aspira la educación católica es el hombre sabio y santo, el “hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud”[38], la tarea se nos antoja de una magnitud y de una sublimidad tal que razonablemente cabe preguntarse quién puede verse con fuerzas o capacidad para constituirse en autor de tamaña empresa. Y por más que inquirimos solo encontramos una respuesta válida: Dios.
Porque si cada persona humana es obra de Dios –obra predilecta y voluntariamente inacabada– no cabe imaginar cómo se puede acometer el perfeccionamiento de una obra de Dios sin contar con Dios. ¿Se imagina alguien a José y a María queriendo educar a Jesús niño y adolescente con sus meras fuerzas, al margen de Dios? Si, para más abundancia, de lo que se trata es de una labor de sabiduría y santidad conjuntas, con ribetes, además, de inacabamiento, de infinitud..., entonces solo en Dios podemos poner nuestros ojos. Y en efecto así es, porque solo Él es santo y sabio. Nadie puede santificar sino el que es santo y fuente de toda santidad, el único Santo, el tres veces santo. Y de nadie podemos esperar sabiduría sino de quien es la sabiduría misma.
Ahora bien, en la doctrina sobre el ser de Dios, los católicos tenemos como verdad fundamental que Dios, siendo uno solo, es a la vez Trinidad de Personas. Esto quiere decir, en lo que atañe a la relación hombre-Dios, que, siendo personas, cada uno de nosotros y Dios, no podemos establecer relaciones que no sean personales. Y toda relación personal es de un ‘yo’ con un ‘tú’. En este sentido la mera relación con un “Dios” no personal sería de suyo impersonal, y, por tanto, inadecuada. No parece lógico, ni correcto, que las personas nos relacionemos impersonalmente. Todo esto nos conduce a la idea de que la perfección personal, siendo cosa de Dios, lo es en concreto de Dios Tercera Persona. Por revelación directa de Jesús sabemos que el Espíritu Santo es el ‘encargado’ de conducirnos a la verdad plena[39]. A Él le está encomendada la perfección individual de los hijos de Dios y la perfección de su pueblo, la Iglesia.
Pues bien, si la clave católica acerca de la perfección personal de los bautizados está en el Espíritu Santo, parece más que inoportuno intentar una obra espiritual de perfección cristiana como es la educación católica sin contar con el Espíritu Santo, sin recurrir a Él, sin apoyarse en sus dones, sin discernir cuáles son sus indicaciones concretas. No es tarea humana la educación católica. Al menos no lo es radicalmente; es tarea divina con participación humana, eso sí. Por lo cual erraríamos si distorsionáramos este enfoque principal y acabaríamos desustanciando el concepto de educación católica, si pensáramos que esta es tarea de educadores cristianos cuyos resultados dependieran de ellos. No es así la cosa, los resultados de la educación católica no hay que confiarlos ni única ni preferentemente al buen hacer profesional de sus responsables. Esta corriente, barruntamos que no infrecuente, no es sino la variante pedagógica de un neopelagianismo redivivo y pujante.
Afrontar la educación católica de los muchachos y muchachas de hoy desde las meras fuerzas humanas es pura utopía. La inmensidad del cometido supera todo poder humano, lo cual introduce, con suma facilidad, la cesión a la tentación de recorte en la altura de fines tan elevados. Pero ceder a esta tentación no es facilitar la educación católica, sino desvirtuarla, y en esos casos se queda convertida, a lo sumo, en obra buena, mas no en obra santa.
Y en cambio el mandato a la perfección sigue vigente con toda su exigencia: “a la medida de Cristo”, del cual sabemos por una parte que asumió la condición de perfectible de todo hombre, de modo que hubo de crecer “en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres”[40], y, por otra, que ese proceso de perfeccionamiento no siempre le resultó grato ni cómodo pues “a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer”[41].
Sabe, pues, el educador católico que no ha recibido un encargo utópico ni imaginario sino real y factible. Y es factible por la razón expuesta de que la educación católica es obra de Dios-Espíritu Santo, para el cual nada hay imposible[42].
Al decir que el Espíritu Santo es el autor de la educación ha de entenderse que Él es quien guía al educador y Él es también quien guía al educando. De este modo, uno y otro, educador y educando, aunque hayan de tener estatus diferenciados, vienen a estar unidos por el mismo Espíritu, el cual hace pensar y sentir del mismo modo. Esta es, probablemente, una de las dimensiones más atractivas del amor de misericordia entendido en su significado más cabal: “que por esencia es amor creador. El amor misericordioso, en las relaciones recíprocas entre los hombres, no es nunca un acto o proceso unilateral. Incluso en los casos en que todo parecería indicar que solo una parte es la que da y ofrece, mientras la otra solo recibe y toma –aquí el Papa señala, entre otros ejemplos, el del maestro que enseña–, sin embargo, en realidad, también aquel que da, queda siempre beneficiado”[43]. Vista así, la educación se convierte, no en una especie de lucha entre padres e hijos, o maestros y alumnos, ni en una colección de engorrosas tareas para quien ha de educar y para quien ha de ser educado, como pasa a menudo, sino una obra preciosa, una obra de arte en cada persona[44], que por darse en la unidad en el Espíritu, está llamada a producir, en ambas partes, educador y educando, los frutos propios del Espíritu: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí”[45].
3.1 ...y de sus colaboradores.
Ahora bien, que Dios Tercera Persona sea el autor primero y fundamental no obsta para que el papel del educador humano sea imprescindible. Dios Espíritu Santo ha tenido a bien conducirnos a los hombres hasta la verdad completa no a través del vacío, sino de la mano de otros hombres. Porque también es doctrina católica que Dios actúa de ordinario a través de mediadores, y mediadores personales. Dios, al que nos hemos referido como quien es, Trinidad de Personas, actúa con nosotros también personalmente. Esto quiere decir que no usa de nosotros como si fuéramos meros instrumentos, sino que nos llama a ser partícipes de su operar santo y sabio. Su modo habitual de obrar es con la colaboración de aquellos que, habiendo sido llamados a una tarea concreta, en nuestro caso la de educar, se disponen libremente a secundar sus llamadas y sus inspiraciones. Para ello hace falta, es claro, no estar en oposición al Espíritu, porque no se puede cooperar con el Espíritu desde la negación del Espíritu, sino desde la obediencia a Él. A tarea espiritual, hombres y mujeres espirituales; a tarea de misericordia, hombres y mujeres que saben de misericordia porque la han experimentado y se han impregnado de ella. No se puede entender la educación como tarea espiritual si previamente el Espíritu no ha calado la personalidad educadora de padres y maestros. Y entonces, cumplida esta condición, toda vez que la llamada y la respuesta son actos personales, el educador se convierte en co-autor, no por su propia iniciativa o virtud, sino por participación. El educador católico sabe que no ha sido requerido como mero asalariado al servicio de Dios, sino como autor de una labor que Cristo, no ‘Cristo-amo’ sino ‘Cristo-amigo’[46], quiere que sea llevada a cabo: la educación de aquellos que Él mismo le ha encomendado.
Autor secundario respecto de Dios, ciertamente, pero autor verdadero.
[7] MARITAIN, J. (1965). La educación en este momento crucial, p. 19. (Buenos Aires, Club de Lectores).
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