La monja torturada mientras rezaba por España y por sus verdugos

Santiago Mata

De las personas asesinadas el martes 1 de septiembre de 1936 han sido beatificadas 21: 12 hospitalarios de San Juan de Dios de Carabanchel Alto asesinados en Boadilla del Monte (Madrid); cinco lasalianos -los hermanos Hugo Bernabé y Leonci Joaquim en Vinyols i els Arcs; los hermanos Buenaventura Pío, Claudio José y Ángel Amado en Tortosa- y un operario diocesano en la provincia de Tarragona; y en la de Barcelona una dominica contemplativa y el párroco de Santa María de Mataró -Josep Samsó i Elías-; además, otro sacerdote -Alfonso Sebastiá Viñals- en Paterna (Valencia).

Pensó que estaría seguro en su pueblo, pero al reconocerle lo detuvieron
José Prats Sanjuán, de 62 años y castellonense de Catí, era miembro de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos y había trabajado en los seminarios de Astorga, Zaragoza, Barcelona y Cuenca, y en el Colegio de San José de Tortosa, del que fue alumno y donde se encontraba al estallar la guerra. Huyó a las montañas vecinas con un sobrino suyo. Al fin se decidió a trasladarse a su pueblo, pensando que allí estaría más seguro. Pero en el mismo autobús que lo llevaba lo reconocieron, conduciéndolo a la cárcel en el ayuntamiento. Le preguntaron si era sacerdote y respondió que sí. Lo mataron junto a los tres lasalianos de Tortosa, dándole ocho balazos en la cabeza.

Doce horas de interrogatorio y una noche de torturas hasta desfigurarle el rostro
Buenaventura (Josefina) Sauleda Paulís, de 51 años y barcelonesa de Sant Pol de Mar, ingresó -según la biografía escrita por Catalina Febrero Grimalt- en 1905, con 19 años, en el Monasterio de Dominicas Contemplativas del Monte Sión, de Barcelona. En 1909 emitió sus votos solemnes. Elegida priora en 1929 y reelegida en 1932, fue maestra de novicias en 1935. A las cinco de la mañana del 19 de julio una «descarga de metralla» sorprendió a la comunidad que terminaba el rezo de maitines y laudes. Abrieron la iglesia para la misa dominical, pero no asistió nadie. Por la noche, los vecinos les animaron a irse, y lo hicieron, llevándose el Santísimo, por un pasadizo de madera en las azoteas. El lunes 20 volvieron al monasterio y el capellán les celebró misa, pero luego les ordenó irse. El día 21 a mediodía el monasterio fue asaltado, destruido e incendiado. La priora y otras monjas lo vieron desde un apartamento cercano, en Rambla de Catalunya 119, primer piso. El capellán esquivó un primer registro, haciéndose pasar por propietario. La madre Josefina quedó a cargo de la comunidad, pues convencieron a la priora, anciana, para que se fuera a su pueblo.

El lunes 31 de agosto, acompañada de sor Carmen Carretero, Josefina salió de un nuevo refugio que había conseguido, para recoger algunas pertenencias en el anterior. Las dos religiosas pasaron por delante de su monasterio y no pudieron contener una mirada de lástima y una lágrima sutil. Alguien sospechó que eran monjas y se lo comunicó al comité instalado en el monasterio. Mientras recogían sus pertenencias, entraron ocho milicianos armados al edificio a hacer una requisa. La madre Josefina ni se dio cuenta, y ya se iba, cuando llamó para despedirse de su benefactora, la señora Ballester, momento en que los milicianos dijeron: «Que entre, es a ella a la que buscamos». Eran las ocho de la mañana. Empezó un interrogatorio ininterrumpido de doce horas. Buscaban un supuesto tesoro, al capellán del monasterio y al resto de monjas. No consiguieron sonsacarle nada. Los milicianos decían: «Qué terca; pero ya la pagará». Hacia las ocho de la noche, desesperados, la obligaron a que los siguiera. Bajaron las escaleras. Al llegar a la puerta y ver el coche, les dijo: «Si habéis de matarme, ¿por qué no lo hacéis aquí mismo?». Los milicianos la obligaron a subir al coche. Cerraron las puertas y emprendieron la marcha. Nada más se supo. Al día siguiente, su cadáver apareció en el Hipódromo con un cartel que decía: «Esta es la priora de las Dominicas de Monte Sión y su apellido es Sauleda». En el Clínico el portero y sacristán del monasterio, que días más tarde sería asesinado, reconoció el cadáver. Su tío Antonio declaró: «Lo más desfigurado de ella era el rostro, las facciones de la cara estaban completamente masacradas; era un montón de carne». En la posguerra, uno de sus asesinos confesó que no podía sacarse de la memoria aquella noche en la cual lenta y cruelmente la madre Josefina fue torturada, mientras rezaba por España y por sus verdugos. El que había dirigido las torturas se arrepintió de sus crímenes y pidió sinceramente perdón a Dios y a los hombres antes de morir ejecutado.

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