El Cenáculo de esos días previos a Pentecostés es distinto al primero. El mismo lugar con experiencias tan diferentes, con Jesús o sin Él.
Allí Jesús partió su amor en la última cena. Su cuerpo, su sangre. También allí tuvieron miedo y Él atravesó las puertas cerradas venciendo las barreras.
Ahora ya no esperan que vuelva a hacerlo. Pero algo tiene que ocurrir. Tienen miedo a lo desconocido. Jesús les había hablado de un paráclito, de aquel que ha de venir a cambiar sus vidas, pero tienen miedo.
Yo siempre me asusto ante lo desconocido, ante lo que no controlo. Me gusta lo de siempre. Me impresionan las novedades, los cambios inesperados.
El corazón se aferra como un náufrago a la madera que flota sobre las olas. Así soy yo cuando me siento rodeado de temores fundados e infundados. El miedo a lo que no controlo.
Jesús me ha prometido que estará conmigo todos los días. Puedo perseverar en mi Cenáculo. ¿No tiene acaso mucho de Cenáculo mi vida en estos meses de confinamiento?
Recluido en mi casa, mi espacio seguro, mis cuatro paredes que me protegen de la enfermedad y me aíslan. Para no contagiarme, para no contagiar. Para ser responsable. Un Cenáculo con las puertas cerradas por miedo a lo incontrolable.
Y María en el centro, pues he recurrido a Ella tantas veces en estos días implorando su misericordia, su amor, su cercanía. Le he dado el poder sobre mi vida para que me sostenga como Reina.
He perseverado en oración junto a Ella. He tenido miedo y Ella ha venido a salvarme, a sostenerme, a levantarme. Ha venido a pasar conmigo estos días de pandemia.
Lugar de esperanza
El Cenáculo es un lugar de espera. Un lugar de ansias y anhelos desesperados. Mi Cenáculo muchas veces es mi corazón donde aguardo que suceda lo que mi corazón desea.
El Cenáculo es ese lugar sagrado donde me siento seguro, cómodo, esperando a que alguien me libere de mí mismo. Tengo miedo a salir, a exponerme. Tengo miedo al fracaso y a la vida misma.
A veces vivo dentro de un Cenáculo que yo mismo me he creado para vivir a salvo. Al mismo tiempo el Cenáculo tiene un aspecto muy positivo. Es el lugar de mi intimidad con Dios.
Sin Cenáculo no sucede Pentecostés. Sin anhelo ni espera no llega a mi vida el Espíritu Santo. Sin apertura no hay salvación.
Dios incomprensiblemente respeta mi libertad como lo más sagrado. Y acepta que cierre las puertas y me niegue a dejarlo entrar en mi vida. Acepta mi falta de fe y mis miedos. No se impone sobre mi voluntad. Sólo espera ante la puerta cerrada y llama, esperando a que yo le abra.
El Cenáculo es el lugar donde puede ocurrir el milagro. No hay vocación sin Cenáculo. No hay conversión sin Cenáculo. No hay cambio sin interioridad. Comenta el Padre José Kentenich:
“Dios atrae hacia sí nuestra alma mediante el consuelo y la dulzura en el trato interior con nosotros. Lo hace a fin de inducir nuestra alma a abandonar el mundo y sus placeres y para regalarle el gusto por las cosas del cielo”.
Es imposible oír la voz de Dios si no me dejo espacio para el silencio, para la oración en intimidad con María y con Dios. Sin ese lugar llamado Cenáculo no puedo llegar a ser un hombre nuevo.
Es el preámbulo de la santidad. El paso previo para que suceda el milagro. Es la predisposición del alma.
Es imposible el cambio si no lo deseo. Imposible el encuentro si no lo busco. Imposible la flor si no riego la planta. Imposible oír su voz si no logro hacer silencio.
Me gusta el Cenáculo. En Tierra Santa es tal y como debió ser en su momento. Un lugar frío. Allí donde ocurrió lo más sagrado se me sigue mostrando hoy como en el lugar de la espera. Algo ha de suceder. Todavía no sucede. La frialdad de sus piedras, el clamor de su vacío.
Es como si Dios no hubiera aún irrumpido en medio de las aclamaciones de los discípulos con María. Es como mi alma antes de la conversión, antes de conocer a Jesús, antes de enamorarme de Él.
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