Tengo sed en esta alma mía tan insaciable. Sed de amor, de cercanía, de cariño, de esperanza, de éxitos, de logros, sed de vida. La vida se juega en pequeños detalles de amor con los que voy viviendo.
Tengo sed de un Dios que colme todos mis amores incompletos. Sed de un amor que acabe con mis miedos, con mis dolores. Leía el otro día: «Sabía que el miedo se sentía menos cuando el amor le ponía cerco»[1].
Es cierto que el amor acaba con el miedo, o hace que se sienta menos. Igual que quita también la sed y el hambre.
Pero sigue habiendo en mi corazón una sed insaciable, un hambre que no consigo combatir. Dice una oración de la Biblia:
«Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
Mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agotada, sin agua.
porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo».
Creo necesitar a Dios en mi vida, siento la sed y el hambre. Y nada de lo finito que poseo sacia esa necesidad.
Pero al mismo tiempo tiendo a protegerme frente a Dios. Es como si pretendiera ocultarle algo de mi vida. En un vano intento tapo mis pecados, mis zonas grises, mis oscuridades y mis miedos.
Al hacerlo me olvido de lo esencial, olvido cómo es Dios. Sé que si su amor no acaricia mi vida estoy perdido. Si no experimento su amor no me puedo amar a mí mismo.
Si me cierro a ese amor más grande que yo mismo no puedo dar lo que no tengo. Comenta el profeta Isaías:
«No temas que yo te he rescatado,
te he llamado por tu nombre y eres mío.
Si cruzas las aguas, yo estoy contigo,
si pasas por los ríos, no te hundirás.
Si andas sobre brasas, no te quemarás, la llama no te abrasará.
Eres precioso a mis ojos, eres estimado y yo te amo».
Esa experiencia de un amor más grande que mis mezquindades es lo que me salva. Puedo crecer e ir más alto en la vida cuando no dejo de buscar ese amor de Dios con pasión.
Lo persigo, necesito saber que Él está conmigo y soy precioso a sus ojos. Sé que valgo más que lo que dice el mundo que valgo.
¿Cuál es mi precio? Infinito es mi poder de hijo ante la misericordia de Dios. No merezco nada y lo recibo todo. No quiero vivir con miedo ante Dios, ante la vida. Está todo en sus manos y no necesito comprobarlo cada mañana.
Me ama como soy, con todo lo que tengo. Ningún peligro será una amenaza si voy a su lado. Esta experiencia es la que me sostiene y salva.
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Sed mutua
Tengo ansia de Dios y ansia de su amor. Al mismo tiempo Jesús tiene sed de mí. Tiene sed de mi vida como comenta santa Laura Montoya:
«Dos sedientos, Jesús mío: Tú de almas y yo de saciar tu sed.
Ay que yo me muero, al ver que nada soy y que te quiero».
Mi sed no sólo es de Dios. Al mismo tiempo que tengo sed de Dios en mi alma, noto una sed de dar agua, de saciar al sediento, de amar al hambriento de amor.
Tengo sed de amar a ese Jesús sediento de mi amor, menesteroso, pobre, que se detiene a mi puerta esperando a que le abra y le deje entrar. Esa sed de Jesús.
Él tiene sed de mi amor, de mi entrega. Y yo quiero saciar su sed y entregarme a Él con alegría. Ponerme en sus manos, romperme por Él.
No me da miedo intentar saciar con mi vida su sed. Calmar su soledad con mi presencia. Estoy llamado a vivir con Él para siempre. Hacia allí va mi camino:
«El Señor descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que aún vivimos, seremos arrebatados con ellos en la nube, al encuentro del Señor, en el aire. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras».
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Me consuela esta esperanza para seguir viviendo con sed, con hambre, con miedo, con insatisfacción. No quiero vivir saciado porque sé que en el cielo el amor será pleno y todo en mí estará completo.
Y mientras tanto viviré con sed e intentando con mi amor saciar la sed que sufre el mundo. La sed de Cristo en los pobres, los necesitados, los vagabundos, los abandonados al borde del camino.
Vivir calmando
Me gustan las palabras del papa Francisco sobre san Francisco de Asís:
«Escuchó la voz de Dios, escuchó la voz del pobre, escuchó la voz del enfermo, escuchó la voz de la naturaleza. Y todo eso lo transforma en un estilo de vida. Deseo que la semilla de san Francisco crezca en tantos corazones»[2].
Quiero que su fuerza crezca en mí. Quiero vivir saciando la sed de los hombres al mismo tiempo que el agua de mi entrega calma mi propia sed. Quiero ser un sediento que saca agua del pozo.
Quiero ser como María subida a lo alto de madero para llevar la sangre de Jesús, su agua, a tantos sedientos. Calmo la sed de Dios y la mía propia amando, entregando.
Cuando más me doy más recibo. Cuanto más guardo para mí temiendo perder, más perderé y me quedaré solo e infeliz.
La vida que no se da se vuelve amarga, como las aguas estancadas que no se convierten en un canal que lleva el agua a los sedientos.
Así quiero vivir yo, con el alma rota, para dar de beber a los que sufren, para dejar que mi agua los calme.
[1] Amelia Noguera, Escrita en tu nombre
[2] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos
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