Nos desembarazamos de lo inútil y lo molesto en nuestra casa, nuestro coche, nuestra oficina... ¿Por qué no aprovechar para hacer lo mismo en nuestra vida? Es un proceso, con una máxima: "voy a lograrlo"
Según Yves Boulvin, psicoterapeuta cristiano, la Cuaresma es una formidable oportunidad para transformar la perspectiva sobre nosotros mismos, nuestra vida, los demás y para redescubrir a Dios. Aquí nos ofrece algunos consejos sobre esta cuestión.
¿Cómo aborda usted la Cuaresma?
Es una oportunidad formidable para “trabajar” sobre uno mismo, para discernir de qué necesito liberarme.
“He venido a liberar a los cautivos”, nos asegura Jesús. Sin embargo, sólo vivimos en una semilibertad, encerrados en muchos condicionamientos. Durante la Cuaresma, Cristo nos dice: “Vengo a liberarte, ¿me aceptas?”. ¡Es una noticia estupenda!
Si la Cuaresma no existiera, ¿habría que inventarla?
Sí, es el momento de hacer inventario y de una gran limpieza. Nos desembarazamos de lo inútil, de lo molesto y de lo que nos sobrecarga. Lo hacemos en nuestra vivienda, nuestro coche, nuestra oficina… ¿Por qué no en nuestra vida?
¿Cuál es su primer consejo para una Cuaresma fecunda?
Salir de la culpabilidad y entrar en la verdadera contrición. Sentirse culpable y únicamente culpable es juzgarse en un perfeccionismo moral por el que querríamos ser perfectos.
Los hay incluso que se desculpabilizan al culpabilizarse: “¡Soy una buena persona porque me siento culpable!”.
La culpabilidad que no desemboca en ninguna fecundidad sólo me hace dar vueltas; al contrario de la contrición, que es un desgarro en el corazón que me atraviesa constatando lo que no funciona en mi vida y que conduce a la decisión de un cambio.
Sé que llevará tiempo, que necesitaré paciencia y una verdadera perseverancia y, por tanto, una humildad real para lograrlo.
¿Qué es lo que hay que cambiar primero en uno mismo?
Nuestro “perfeccionismo”, precisamente. Somos prisioneros de una interpretación “moralizante” de la invitación de Cristo «sean perfectos como su Padre es perfecto”.
Pensamos que había que ser perfectos como Dios y de inmediato. Hemos hecho de un objetivo una obligación inmediata. Y como no lo logramos, por supuesto, nos acusamos, nos culpamos, no nos amamos, nos criticamos… y desesperamos.
Reconozco que no soy perfecto y que nunca lo seré. Pero decido ir de imperfección en imperfección y aceptarlas cada vez más en el amor de Dios.
No hay más perfección que la imperfección perfectamente aceptada. Jesús nunca acusó a un pecador, pero sí vituperó a los fariseos orgullosos que se ponían por encima de los demás.
¿Por qué hay tanto miedo a la Cuaresma?
Arrastramos en nuestra Iglesia una herencia de temores de los que, en gran parte, no hemos salido aún: miedo a un Dios juez, al infierno, al castigo…
Y luego, tenemos miedo a cambiar de hábitos. Las viejas rutinas nos calman; tienen incluso un efecto de consuelo. La Cuaresma ofrece la oportunidad de interrogarnos sobre este tema.
¿Por ejemplo?
¿Cuáles son los comportamientos nefastos que mantengo desde hace tiempo en mi higiene vital: me acuesto demasiado tarde, como de forma irregular picando a todas horas, no hago ningún ejercicio físico…?
¿Cómo puedo vislumbrar un cambio que sea progresivo, que no sea demasiado frustrante y que se adapte a mi vida cotidiana?
¿Qué me gustaría cambiar en mis relaciones con los demás: ese hábito de huir de las confrontaciones, de las conversaciones, ese carácter demasiado sumiso, demasiado dócil o demasiado rebelde, esa tendencia a la maledicencia, a la crítica, a la desconfianza perpetua?
Aceptemos sin justificarnos y sin culpabilizarnos mirar de frente las debilidades de las que nos gustaría desprendernos. ¿Me he dejado atrapar por este hábito y sufro por ello?
No permito que me invada la culpabilidad, eso no sirve de nada. Decido cambiar en cierto aspecto y mantengo mi decisión día tras día: sin olvidar que una resolución debe repetirse diariamente, aceptando los errores, valorando los progresos, animándonos.
¿Podríamos plagiar entonces el axioma de, constatación-acción-reacción, para una conversión?
¡Por qué no! Uno de los obstáculos para la mejora de nuestra vida es precisamente que podemos admitir tener dificultades y conflictos interiores pero nos detenemos en esta constatación.
Esto no desemboca en ningún cambio, ninguna “conversión”. Nos decimos: “¡A mi edad ya no voy a cambiar!”, “Es que yo soy así”, “Nunca lo voy a conseguir…”.
Sin embargo, así como es necesario dejar pasar los acontecimientos sobre los que no tengo ningún control, también es necesaria una reacción para ahuyentar la pasividad, la inercia y el rechazo a cuestionarse a uno mismo, que paraliza.
Los conflictos internos que me llenan de pensamientos obsesivos son todos especialmente dependientes de mí: solamente existen porque yo los alimento.
Incluso si creo que estoy triste por culpa de determinada persona, en realidad, el sufrimiento soy yo quien lo cultiva al darle vueltas al asunto.
Primero tengo que ver humildemente la manera en que contribuyo a mi tristeza: comprendo que soy el actor de aquello que siento. No soy responsable de la parte del otro, sino únicamente de aquello que yo hago.
¿Cómo discernir nuestros defectos verdaderos? Disponemos de muchas defensas…
Una teóloga ortodoxa dijo: “No bajamos al sótano sin encender la luz, de lo contrario, nos rompemos la cara”. Entrar en el examen de nuestros estratos psicológicos sin la Luz de Dios es peligroso, porque a menudo es muy desesperante.
Si me encallo en el juicio, voy a acusarme, a mí o a otro. Y voy a caer en el juego del Acusador. Si procedo a este discernimiento en el amor de Dios, me enriquezco, comprendo mejor a los demás, me hago más humilde y más tolerante.
¿Predica usted una Cuaresma decididamente positiva?
¡Enseño a ver las cosas de otra manera! Por ejemplo, mirar de otra forma a ese colega de trabajo, a mi jefe, a mi cónyuge, a un hijo… Ya no veo en él a un opresor, sino a un ser herido, igual que yo.
Sin duda, esto requerirá meses o incluso años, pero no puedo contentarme con constatar la existencia de mis tormentos y los estragos físicos que ocasionan sin modificar nada en mi vida.
Ahora, quiero cambiar realmente y me preparo día tras día para dejar de permitir que me hunda por pensamientos negativos.
“Quiero…”, “Quiero…”, ¿Para qué quererlo si no puedo alcanzarlo nunca?
Les propongo una frase muy sencilla de escribir sobre una cartulina que pueden tener cada día a la vista: “¡Voy a lograrlo!”.
Si esta frase es tan importante es precisamente porque sirve de contrapeso a las reflexiones que escuchan diariamente los terapeutas y acompañantes: “Es imposible”, “Nunca lo conseguiré”, “Soy incapaz…”.
Hay en nosotros frases envenenadas, palabras en las que nos regodeamos y que alimentamos en vez de combatirlas con resolución. Pongamos fin a la complacencia, a las conminaciones negativas que impiden la acción de Dios. ¡Voy a lograrlo!
Sin embargo, no todo es posible.
No, pero dentro de lo posible, en vez de no valorarme y quejarme, puedo decidir aplicar una verdadera estrategia de cambio. Tomará el tiempo que haga falta, pasarán varias etapas, ¡pero es posible y lo conseguiré con la ayuda de Dios!
Esto se refiere a cambios de comportamientos y la reducción de ciertas compensaciones: comida, alcohol, tabaco, trabajo…. Y también a cambios profesionales, en mi vida privada o incluso en el reequilibrio entre mi vida de trabajo, mi vida familiar y mi vida personal cuando uno de los tres planos esté sobrerrepresentado.
¿Cree usted que se puede cambiar de vida?
Con la condición de pasar por la realización concreta y progresiva de un objetivo que me fije. Si no tengo objetivo, no puedo cambiar; si tengo demasiados objetivos, me disperso.
Habré de discernir el objetivo que el Señor me dé, en consideración con lo que soy.
El reequilibrio que Él nos propone es totalmente personal. Cuando Dios habla, su palabra es breve: permanece, acepta el cambio, aprende a amarte, adelante, ten confianza, estoy contigo, persevera, atrévete…
Sin embargo, la mayoría del tiempo, nos ahogamos en una cantidad de palabras y no nos agarramos a ninguna.
Otras personas han anclado en ellas un versículo bíblico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, “He venido a libertar a los cautivos”, “Levántate y anda”, “Todos los creyentes eran de un solo sentir y pensar”, “no temas, porque yo estoy contigo; no te angusties, porque yo soy tu Dios. Te fortaleceré y te ayudaré”…
Usted dice: “Mi coach es el Señor”. ¿Lo dice en broma?
¡Es en serio! (risas). El Señor no está a mi lado para castigarme, sino para ayudarme, con los ángeles y los santos, a lograr mucho más plenamente aquello para lo que fui hecho. A sacar a la luz lo que soy profundamente, para mí y para los demás.
Me encanta el símil del puzzle: todas las piezas son de igual importancia. Lo importante es que yo esté bien en mi lugar, que no es ni mejor ni peor que el de al lado, es el mío, sin más. La comparación es un veneno mortal: o me infravaloro o me sobrevaloro.
Me duele cuando escucho comentarios del estilo a “Qué estúpido soy”, “Soy un inútil”… El problema no es saber si soy más o menos inteligente, sino cuál es mi tipo de inteligencia –hoy en día sabemos que hay más de ocho–, de sensibilidad y de memoria, que servirán a los dones que Dios ha puesto en mí.
Hace poco, después de una conferencia, una persona me hizo este comentario: “El mundo va más mal que bien, ¿verdad?”. Y le dije: “¡Podría decirse que sí! Pero también podríamos decir: en vez de refunfuñar contra las nubes, puedo maravillarme por tener ojos que las vean; en vez de maldecir por algún malestar corporal, puedo dar gracias por el prodigio que es el cuerpo y por todo lo que me permite hacer, etc”.
La actitud del niño pequeño de Dios que está en nosotros es mirar aquello que tenemos en vez de lo que no tenemos y maravillarnos por ello.
¿Esta perspectiva sobre la vida y el mundo no depende de la personalidad? ¿Puede cambiarse?
Creo que depende también de la cultura familiar, del ambiente más o menos positivo en el que nos hayamos inmerso de niños, si hemos sido amados, esperados, deseados o no; de qué manera hemos sido amados…
Pero si depende del nacimiento, también depende mucho del renacimiento. Porque puedo cambiar de visión, puedo convertir mi visión negativa de la vida y poco a poco cambiar la perspectiva sobre lo que he vivido para liberarme y convertirme a mi vez en una fuente de cambio para otros.
Porque donde he sido herido, ahí puedo ayudar a los demás. Solamente los alcohólicos sobrios pueden ayudar de verdad a otros alcohólicos a abandonar la bebida…
¿La conversión de la Cuaresma sería primero una conversión de perspectiva?
Por mi parte, la miraré con lucidez. Puede que duela, puede que me sienta como un desperdicio, pero lejos de culparme o buscar culpables, lloraré en los brazos de Dios por lo que he perdido.
Puedo descubrir entonces que la mejor forma de volver con mi hijo que me hace sufrir o con mi marido que se ha marchado es entrar en una actitud de toma de conciencia, de arrepentimiento positivo.
Y más que querer cambiar al otro, primero me cambiaré a mí descubriendo aquello que en mi vida sea el origen de mis propias heridas.
Encontraré la auténtica alegría interior cada vez que entre profundamente en esta noción de desperdicio donde la cuestión no es la acusación sino la comprensión de lo que ha pasado realmente. ¡Felices los que lloran al comprender de verdad, porque ellos descubrirán la alegría!
¿La Cuaresma es también un tiempo de lucha?
Quizás sea una lucha contra el sabotaje interior que me conduce sin cesar a lo negativo. La lucha contra las culpabilidades esterilizantes…
Recibo a muchas personas que sufren algún TOC (trastorno obsesivo compulsivo) causado por culpabilidades de la infancia no resueltas. No es poca cosa expulsar estas obsesiones, ¡es una verdadera lucha!
Es el combate de un niño pequeño que aprende a caminar, porque el Señor me invita a volver a ser un niño. Con pequeños pasos, a veces titubeando y a veces cayéndome.
Santa Teresa decía: “Los pequeños dan pasos pequeños”. ¡Tan sólo hace falta que yo dé mi propio paso pequeño! Sabiendo que los padres del cielo están a mi lado, listos para tenderme la mano.
Teresa añadía: “Un niño nunca cae desde alto”. Todos somos vulnerables, ¡pero cuán vulnerable es Dios con respecto a nosotros! Cuanto más amamos, más vulnerables somos, ¡y Él nos ama infinitamente!
¿Somos vulnerables y heridos?
Todos hemos sido heridos y lastimados. Todos, en algunos momentos de nuestra vida, experimentamos un sentimiento de abandono, de rechazo, de injusticia, de traición o de humillación cuando unos comentarios desagradables nos han avergonzado.
Son cinco las grandes heridas que sufrimos: traición, rechazo, abandono, humillación e injusticia.
Si tienes dificultades para establecer vínculos afectivos duraderos, para mantener relaciones de confianza con amigos o colegas, si vives mal lo que te dicen, si tienes miedo a los juicios, si demuestras un exceso de prudencia en tus compromisos, es porque has acumulado malas experiencias que te remiten a alguno de estos desgarros emocionales.
Entonces, hay que encontrar un entorno donde hablar de lo que te hace daño.
Pero la cuestión siguiente es: ¿qué hago con mis heridas, cómo hacerlas fecundas?
¿Pueden convertirse en una fuente de gracia?
Sí, si consigo injertar de nuevo el amor de Dios en mis heridas, en vez de hacer dos montones: Dios perfecto a un lado y yo imperfecto en el otro, ocultando cuidadosamente mis errores, mis pecados, mis malas experiencias.
La santidad se introduce en nuestras grietas, en nuestros defectos. San Pablo habla de “espinas en la carne”. Feliz defecto, feliz espina que permite ser más humildes y que conduce a la comprensión del otro, porque ya no podemos juzgar de la misma manera.
En vez de ser santos por nosotros mismos, sabemos que sólo podemos recibir la santidad de Dios.
Ser cristiano es permitir a Dios pasar a través de todo lo que hemos vivido: duelos, separaciones, dependencias… para convertirnos en transmisores de luz para las personas que sufren o que han sufrido el mismo mal.
¿Transmisores de luz?
Tengo una anécdota que me encanta: hay una madre que asiste a misa con su hijo pequeño. El niño examina la arquitectura de la iglesia durante la liturgia y pregunta a su madre señalando con el dedo a una vidriera: “¿Quién es ese de ahí?”.
La madre, sumergida en su oración, responde: “Es un cristiano”. Cinco minutos después, el niño señala a otra vidriera: “¿Quién es ese de ahí?”, y recibe la misma respuesta. Luego una tercera vez, misma pregunta y misma respuesta. A la semana siguiente, en catequesis, la monitora pregunta: “¿Qué es un cristiano?”. Y el niño pequeño responde: “Es alguien a través de quien vemos la luz”.
El santo no es alguien que sea luz en sí mismo –alguien tan pulcro que resplandece, porque las vidrieras suelen estar un poco sucias–, sino alguien a través de quien puede pasar la luz de Dios. Un pobre que ha aceptado que, toda su vida, todos sus defectos serán atravesados por esa luz.
¿Es su definición de la santidad?
Eso creo. No es una plenitud que se dé uno mismo, sino una cruz, a veces dolorosa, que Dios viene a colmar. No puedo convertirme en santo por mí mismo extendiendo mi ego hacia un ideal, crispándome en el perfeccionismo.
Pero si consiento el vacío diciendo sí a todos los acontecimientos de mi vida, incluso los más tristes, los más intolerables, entonces se producirá en mí una abertura.
Si intento llenar este hueco con mis compensaciones habituales, mis pequeños “parches” del alma, no dejaré ni tiempo ni espacio para que el Espíritu venga a mi encuentro.
Porque sólo el oro de la santidad de Dios puede transfigurar todos los defectos de mi vida.
¿Dios es infinitamente acogedor?
Me quedé estupefacto al redescubrir el entorno cristiano hace 35 años, cuando constaté hasta qué punto algunos proyectaban sobre el rostro de Dios sus propias problemáticas, lo que no habían resuelto en sí mismos, la forma en que habían vivido su educación y sus padres: por qué permite esto, por qué deja que pase este sufrimiento, por qué se lo ha “llevado”, etc.
Si dejo a mi hijo aprender a conducir y se mata en un accidente de coche unos años más tarde, yo no he “permitido” que se mate, ¡sólo he “permitido” que sea libre!
El Dios que conocí no es un Dios que acusa y que castiga. Es un Dios a la imagen de Mons. Bienvenu, el obispo de Los miserables, a quien Jean Valjean acaba de robar la platería y que, lejos de reprochárselo, le ofrece dos candelabros más: un Dios que da siempre más y renueva constantemente su confianza.
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