A mí me podéis matar, pero a Dios no. ¡Viva Cristo Rey! Perdono a mis enemigos

Santiago Mata

Siete mártires de la guerra civil española nacieron un 1 de junio: un sacerdote secular tarraconense, un carmelita barcelonés y otro zamorano, una dominica alicantina, un lasaliano turolense, un paúl burgalés y una hermana de la Doctrina Cristiana de Valencia.

Dijeron que volvería antes de una hora
Josep Bru Boronat, de 53 años y natural de Mont-roig del Camp (Tarragona), se ordenó sacerdote en 1908, y en la última etapa fue capellán del Instituto Pere Mata de Reus y de los hermanos de La Salle de Cambrils, además de ecónomo de Belianes (Lleida). Al estallar la guerra se refugió en la masía Carles Roig de Reus, donde vivía su hermano Miguel. A las 16 horas del 27 de julio se presentaron cuatro milicianos y obligaron a su hermano a buscar al hermano cura, o lo quemaban todo. Compareció el sacerdote con toda serenidad y sin oponer resistencia. Mientras se lo llevaban, prometían a sus familiares que solo iba a declarar ante el comité de Riudoms y que antes de una hora volverían. Subieron en un coche, y en la carretera de Vinyols le hicieron bajar, mientras le decían: “¿Nos prometes que no escaparás? Pues, anda adelante”. Y a los pocos pasos le dispararon dejándolo muerto en la cuneta. Media hora más tarde lo recogió un camión y enterró en la fosa común del cementerio de Reus. Fue beatificado en 2013.

Pedro Ferrer Marín (fray Pedro María), de 27 años y oriundo de Mataró (Barcelona), era uno de los 12 carmelitas calzados de la comunidad de Tárrega asesinados en Cervera (Lleida) el 29 de julio de 1936 y beatificados en 2007 (ver artículo del 21 de diciembre).

Dispuestas al martirio, rezaban por sus perseguidores
María del Carmen Zaragoza Zaragoza, de 48 años y natural de Villajoyosa (Alicante), profesó en 1918 y era portera en la congregación de las dominicas de Santa Catalina de Siena de Barcelona, hoy perteneciente a la congregación de la Enseñanza de la Inmaculada. Ella y Antonia Adrover Martí (sor María Rosa, profesó en 1922 y era sacristana), estuvieron acogidas en hogares amigos; rezaban por la conversión de sus perseguidores y manifestaban disponibilidad para el martirio. El 7 de agosto les visitó la priora y les entregó una cantidad de dinero para irse a Valencia, residencia de sus familiares. Aquel mismo día salieron a la calle. Apresadas en la noche del 7 al 8 de agosto fueron conducidas por la carretera de Molins de Rei y, en el término municipal de Vallirana (Barcelona), en el bosque de Lladoner, asesinadas. Las beatificaron en 2007.


Intuyeron que era religioso - Matan a un hemipléjico y a su sobrino
Pedro José Cano Cebrián (hermano Arístides Marcos de las Escuelas Cristianas), de 30 años y nacido en Villalba de los Morales (Teruel), era escolástico lasaliano desde 1922 y estaba en el aspirantado de Benicarló cuando se cerró en 1931, por lo que pasó a Manlleu. Al estallar la revolución y no tener familiares en el bando republicano, fue a Benicarló, y pasó un día en casa de los parientes del hermano Rafael José, pero ante el peligro que suponían los registros, decidió volver a Barcelona y se presentó a pedir un salvoconducto. Los milicianos intuyeron que era religioso y le siguieron de lejos. A las afueras de la ciudad le asesinaron, dejando el cadáver abandonado, hasta que lo recogió una ambulancia de la Cruz Roja. Fue beatificado en 2013.

Patricio Gellida Llorach (el hermano Rafael José cuya familia hospedó al hermano Arístides), de sesenta y cinco años, había vestido el hábito lasaliano en 1897. Vivió en muchas casas, y tras ser diez años director de la Escuela del Patronato de Tarragona, pasó al internado de la misma ciudad y en 1933 a Bonanova, donde sufrió una hemiplejia de la que se recuperaba en Sant Feliu de Guixols, cuando estalló la revolución. El hermano Rafael decidió marchar con su familia, y allí lo detuvieron el 14 de agosto junto a su sobrino José Gellida, empleado del Colegio Escolapio de Barcelona. Sus parientes llevaron un colchón a la cárcel a las 21 horas, pero los carceleros no permitieron que lo dejaran porque «no lo necesitaba». En algún momento de esa noche, subieron al hermano Rafael y su sobrino a un camión y los asesinaron en la carretera de Valencia. Un ejecutor apodado El Gallinero declaró que murieron gritando «¡Viva Cristo Rey!».

Ángelo Reguillón Lobato (fray Ángel María), de 19 años y oriundo de Pajares de la Lampreana (Zamora), fue uno de los ocho carmelitas de la antigua observancia asesinados el 18 de agosto de 1936 en Carabanchel Bajo (Madrid) y beatificados en 2013 (ver artículo del 2 de febrero).

Fortunato Velasco Tobar, de 30 años y natural de Tardajos (Burgos), vivía en la comunidad vicenciana (Congregación de la Misión) de Alcorisa (Teruel), de la que ya fueron asesinados el hermano Aguirre el 30 de julio y un padre el 2 de agosto. Había hecho los votos en 1925 y fue ordenado sacerdote en 1931, marchando a estudiar un año a Potters Bar (Inglaterra), para trabajar luego en Munguía, Teruel y Alcorisa. Según el relato de Manuel Herranz, único estudiante (“apostólico”) que había quedado con los paúles en Alcorisa, el padre Velasco pasó la noche del 29 de julio en la cárcel donde estaban detenidos muchos del pueblo, entre ellos dos sacerdotes, el Coadjutor de Alcorisa y el Párroco de Más de las Matas. Por la mañana, escribió esta carta:
“30 de julio de 1936. Querido Herranz: Te escribo desde la prisión para comunicarte alguna cosilla. Ayer tarde, después de llegar las milicias, huyeron todos menos Aguirre y yo. Llegaron las milicias, nos entregamos, hicieron mil destrozos. [...]. A nosotros nos echan la culpa de todo el Movimiento; por tanto, estoy esperando me fusilen de un momento a otro. Ruega por mí. […] Recuerdos a la tía Simona, a todos y que rueguen por mí; moriré mártir en defensa de la fe. Di también al P. López que avise a mi familia. Esto no lo escribas hasta que haya correspondencia y sepas de cierto que he muerto. Yo ya me he ofrecido a Dios, para que se haga su santa voluntad. Fortunato Velasco. Adiós”.
A las dos de la tarde, empezó un juicio público. Sacaban a los presos, uno a uno, al balcón del Ayuntamiento y un tal Sebastián Vicente, hijo del alguacil, gritaba:
—Aquí tenéis a… (nombre y apellido). No se trata de exterminar una planta, un árbol, un animal; es un semejante a nosotros el que vamos a sentenciar; no es un ser cualquiera, que se mata y nada se trastorna; es un hombre, cuya vida, una vez quitada, no se le puede volver… Decid, pues, vosotros si se le debe sentenciar a muerte.
Si la respuesta era afirmativa, volvía a hacer las mismas reflexiones hasta tres veces (hubo 13 fusilados ese día). Cuando tocó el turno a Velasco, lo sentenciaron a muerte:
—Sí. Que no se le dé libertad, porque es fraile.
—No porque sea fraile hay que fusilarle; hay que probar que haya hecho armas contra nosotros.
De esa forma se salvó Velasco, y como al resto, le dijeron: “Bien, camaradas, ahora a trabajar por la prosperidad de la República”. Le acogió en su casa el coadjutor, mosén Paco. Varias personas le visitaban pidiendo confesión; entre ellos el apostólico, “alegrándose mucho de verme y pasando un buen rato por las tardes con él entretenidos hasta el anochecer, que yo me marchaba a casa del Sr. Manuel”.
El día 17 de agosto corrió por el pueblo el rumor de que por la carretera de Andorra (pueblo) venían “camionetas de fascistas, y como tenían por norma vengar con el fusilamiento de derechistas las bajas habidas en cualquier parte, a medianoche se llevaron al padre Velasco, para que con su vida pagara las que de ellos se perdieran en aquel trance. Mas el rumor resultó infundado, y al padre le perdonaron la vida: “En una de las visitas que le hice (cinco días antes de su muerte), me dijo con pena: ¡Que la Santísima Virgen no quiera que yo sea mártir; pues pude haber sido fusilado anoche, cuando me llamaron a las doce!”
Al anochecer del 23, supo que Velasco había sido encarcelado, y le llevó la cena a las Escuelas Públicas, habilitadas para cárcel. El padre era el único preso en su celda: “Al verlo tan animado, durante la cena, y pensando yo lo poco que duraría tal vez su encarcelamiento, me eché a llorar; mas él me consoló con estas palabras:
—No importa que yo muera; tú ten ánimo y valor.
Al despedirnos, sacó del bolsillo de la chaqueta unos lentes con su estuche y una cadena del reloj (éste se lo quitaron, al encarcelarlo, con el poco dinero que llevaba encima), diciéndome: Toma esto; guárdalo corno recuerdo; no me han dejado nada más.”
Aquella noche, cuatro milicianos lo fusilaron en el cementerio. Según las indagaciones de su superior, padre Dionisio Santamaría, lo sacaron “a medianoche” del 24 en un camión. Varias mujeres comentarían, según oyó sor Concepción Gutiérrez, Hija de la Caridad:
—”¡Hay que ver ese frailucho, qué valiente. No tenía miedo a nada ni a nadie, con estar solo; diciendo, al morir: ¡Viva Cristo, Rey! La Religión no muere. A mí me podéis matar, pero a Dios no. ¡Algún día seréis juzgados por ese Dios mismo, en cuya mano caeréis!”
El estudiante Manuel, transcribe a su vez como últimas frases:
—Yo voy a morir; pero la Religión no morirá. ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España! Perdono a mis enemigos. Fue beatificado en 2013.

Paula de San Antonio (hermana María Gracia), de 67 años y natural de Valencia, fue una de las 15 hermanas de la Doctrina Cristiana asesinadas el 20 de noviembre de 1936 en el picadero de Paterna (ver artículo del aniversario) y beatificadas en 1995.

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