Esa palabra sencilla con la que comenzar todas nuestras oraciones

Cuando estábamos de vacaciones con los abuelos, mi abuela comenzaba la oración de la tarde con esta solemne fórmula: “¡Pongámonos en presencia de Dios y adorémosle!”. Cuando pienso en esta fórmula, la veo como muy obsoleta, pero cierta.

Con frecuencia empezamos la oración sin ponernos en contacto con Dios.

Textos para leer, pensamientos para expresar, fórmulas para recitar, varias meditaciones, todo esto se sigue, pero no se sabe con certeza si está dirigido a alguien.

Sería mil veces mejor hacer lo contrario: no tener nada en la cabeza, sino todo en el corazón.

La primera palabra, la más importante

“Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos».

El les dijo entonces: “Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga a nosotros tu Reino”” (Lc 11, 1-2).

La primera palabra es la más importante: no empiezo por decir algo, empiezo por nombrar a alguien.

El Beato Padre Marie-Eugène de l’Enfant-Jésus contó esta historia de una humilde carmelita: disculpándose por ser tan ignorante, tanto en la oración como en el resto, le dijo: “¡Padre, no sé rezarte bien! Cuando empiezo a decir’ ‘Padre Nuestro”, me resulta tan hermoso que no puedo seguir”.

¡Qué razón tiene! Desde los comienzos del novato hasta las experiencias místicas más elevadas, el orante será siempre el siervo que eleva los ojos a su Señor, el hijo que vuelve su corazón hacia el Padre, el discípulo que está a los pies del Maestro.

Un simple “Buenos días” para comenzar la oración

Jesús mismo, según el testimonio de los evangelistas, comienza siempre su oración con la invocación del Nombre “Padre“:

“Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra” (Mt 11,25)

“Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo” (Jn 17,1);

“Padre, perdónalos” (Lc 23,34);

“Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz” (Lc 22,42).

Del mismo modo, cuando el ángel Gabriel, en nombre de Dios, se dirige a la Virgen María, no empieza por revelarle el misterio ni por pedirle una respuesta. Sus primeras palabras son un saludo: “¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28).

No podemos orar sin ponernos primero en oración, es decir, en presencia.

Un viejo sacerdote nos lo repetía una y otra vez: “estemos presentes ante la Presencia”.

Comenzar las oraciones personales y las celebraciones litúrgicas con el signo de la cruz y un “Buenos días” al Señor no es un rito arcaico ni una decisión insignificante.

No hay oración sino en la presencia de Dios. Dios está ahí. Antes de que me dirija a él, ya está dirigido a mí.

Padre Alain Bandelier

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