¿Fiestas con familiares incómodos? ¡Arriésgate!

No es fácil tener una familia perfecta. Sé que no existe le perfección cuando hablo de relaciones humanas, de vínculos. Siempre se puede hacer más. Siempre puedo dar más, sonreír más, amar más perdonar más. Siempre puedo crecer más. En realidad, hay algo clave en estas fechas navideñas. Es necesario que cambie mi corazón. Dice el apóstol:

“Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros”.

En Navidad me reencuentro con muchos seres queridos y otros no tan amados. Comparto la cena navideña con hermanos, primos, tíos, padres, sobrinos.

Todo se reviste de esperanza en medio de muchos vínculos que están sanos, y otros vínculos que están rotos. Nada es perfecto. Ni siquiera en Navidad.

Tengo el deseo de que lo sea, pero no lo es. Hay heridas, rencores no olvidados, palabras que no desaparecen del recuerdo. Hay escenas que guardo. Han quedado grabadas a fuego en el alma.

¿Cómo se pueden olvidar las ofensas recibidas? Interpreto, juzgo, tengo mi punto de vista. ¿Cuántos puntos de vista posibles existen? Tantos como corazones.

El rencor me aleja, construye muros insuperables. Me aleja a distancias infinitas. No quiero volver a ver al que fue alguien amado, a aquel con el que comparto una misma sangre.

Ser de la misma familia no significa que el amor sea verdadero y profundo. No, el tiempo deja heridas. El corazón sufre. Me dan miedo estas fiestas que reabren preguntas tapadas, desafíos olvidados. Mis heridas me hacen sufrir y sentirme infeliz en estos días navideños. El otro día leía:

“Llamamos un estado de ánimo, que es positivo en el caso de la felicidad y negativo en el caso de la infelicidad. Estos estados de ánimo son productos de una multiplicidad de sentimientos que los seres humanos percibimos permanentemente y que provienen de la elaboración de siete emociones básicas: angustia, tristeza, rabia, aburrimiento, asco, culpa y alegría”.

¿Cómo es mi estado de ánimo esta fiesta? ¿Qué sentimientos tienen más fuerza en el alma? De repente afloran sentimientos negativos. Rabia, rencor, no olvido ofensas.

Y ahora en Navidad las recuerdo vivamente. Es lo que tienen estas fechas. No me puedo olvidar de lo que me dijeron. ¿Para qué voy a compartir la cena con los que no me quieren?

Es cierto. Mi punto de vista. Yo soy el ofendido. ¿No tengo razón? Seguramente los sentimientos son verdaderos. Si me siento ofendido eso es verdadero. Independientemente de que el otro también sienta lo mismo.

Yo soy responsable de lo que siento. Y también de lo que puedo hacer con mis sentimientos. Puedo incluso cambiar mis sentimientos, aunque me parezca imposible. Puedo cambiar los pensamientos que los provocan.

Y aún algo más grande, puedo perdonar.

La misericordia es un don de Dios en mi alma. Pero tengo que querer perdonar para dejar que un día Dios lo logre en mí. Perdonar al que me hizo daño no significa exculparlo. No quiere decir que no sea culpable de la ofensa. No lo libero de su responsabilidad.

La verdad es que el perdón me libera a mí. Me quita a mí las cadenas que me atan y hacen infeliz. El perdón derriba los muros y construye puentes.

Es imposible, me digo en mi interior. No puedo perdonar lo imperdonable. Me humillaron, hablaron mal de mí, me insultaron, me dejaron solo, me abandonaron, me cuestionaron en mi dignidad.

¿Cómo se pueden olvidar las ofensas? Es imposible para mi corazón humano tan limitado. Pero no es imposible para Dios. Para Él todo es posible. Eso me da tanta paz…

Él puede hacer el milagro si le dejo actuar en mí. Su misericordia puede hacerme misericordioso. Si todo el poder de su perdón llega a mi alma, puedo volverme yo capaz de un perdón imposible.

Con aquellos de mi familia con los que no me hablo. Con ese primo, con ese hermano, con mi padre, con mi madre. No importa quién sea.

Creo que puedo volver a empezar de cero. Puedo acercarme y abrazar. Puedo reconstruir los vínculos rotos. Puedo tener palabras de ternura y cariño. Puedo hacerlo, aunque me parezca imposible.

El pasado no va a cambiar. No es posible. Pero puedo cambiar el futuro. Depende de mi sí, de mi valentía, de mis palabras llenas de bondad. Depende de mí que soy hijo de Dios y una y otra vez vuelvo hasta Él suplicando misericordia.

Y recibo el perdón como un niño. Y siento que no es justo que me perdone y lo hace. ¿Y yo? Yo luego no logro perdonar a mi hermano.

Quiero que me pidan perdón. Que se humillen. Que reconozcan públicamente su error. Que cambien sus hábitos y sus formas. Pretendo que se comporten de otra forma. Que enmienden el daño causado. Pongo la responsabilidad en el otro.

Y nada cambia. Porque el otro hace lo mismo. Y vivo estancado en un silencio enfermizo. En una frialdad hiriente. No se puede crecer así.

Navidad es el tiempo del perdón, de la ternura, del abrazo, de la misericordia. Le pido a Dios ese milagro en mi alma.

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