No sé bien cómo hacer para facilitar la vida a los demás. A veces necesito quedarme quieto, simplemente no hacer nada y callarme. O alejarme en silencio. Otras veces tengo que hablar, decir lo que conviene, exhortar, animar, dar un abrazo. En ocasiones mi sonrisa y mi risa ayudan. En otras son mis lágrimas llenas de emoción las que sanan y acompañan.
No he nacido con un manual de instrucciones bajo el brazo. Y por eso me cuesta más manejar los tiempos y las maneras. Reconocer mis emociones y las de los otros con tacto y delicadeza.
Los vínculos no entienden de razones. Las relaciones no crecen con teorías.
Tal vez no conozco todos los libros que existen. Ni me he leído todos los caminos que hay que recorrer. No me lo sé todo, lo reconozco. Me confundo una y otra vez. Cometo errores de bulto, hiero y hago daño.
Donde debería haber permanecido en silencio, hablo sin parar. Donde debería haber sonreído, permanezco muy serio. No lo entiendo.
Creo hacerlo bien y estoy sembrando distancias, construyendo muros, dividiendo lo que parecía tan firme en su unidad. ¡Qué intrincada es el alma humana! ¡Cuántos matices tiene que no controlo!
Abrazo y es excesivo. Saludo distante y debería ser más cercano. Digo unas palabras de cariño y me quedo corto. Callo por no saber qué decir y no estoy haciendo lo que corresponde, porque no acojo con la mirada, con mis gestos.
¿Cómo hacía Jesús para sanar siempre el alma de los que se encontraban con Él por el camino? Incluso en su vida entre los hombres muchos se alejaron, no comprendieron su amor, no lo acogieron.
Yo no tengo la palabra adecuada. No sé consolar con gestos sabios. No se me ocurren los consejos perfectos en momentos delicados.
No entiendo lo que siente aquel que se me confía. No soy capaz de descifrar ni sus silencios ni sus palabras. Todo me resulta extraño.
Aconseja san Pablo:
“Poneos de acuerdo y no andéis divididos. Estad bien unidos con un mismo pensar y sentir”.
Parece tan sencillo ponerse de acuerdo con los demás… Pienso que son los demás los que deberían estar de acuerdo conmigo, con mis intuiciones, con mis puntos de vista tan válidos.
No entiendo su ceguera cuando esto no ocurre. ¿Es que no lo ven? Me indigno. Deberían verlo todos igual que yo. Todo sería más fácil. Critico fácilmente su torpeza.
Y no entiendo que pueda haber otras maneras de pensar, otras formas de hacer las cosas. Parece todo tan sencillo como yo lo hago, como yo lo veo. Pero no lo es.
Es un milagro no vivir dividido. Me parece una utopía tener un mismo pensar y un mismo sentir. Me resulta un sueño. “Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Pedro, yo soy de Cristo. ¿Está dividido Cristo?”.
Cristo es uno. Quiere que seamos uno en Cristo. Una unidad que nadie pueda romper. Ni el tiempo, ni las derrotas, ni los enfrentamientos, ni las luchas. Una unidad sagrada que ha sembrado Jesús en mi alma.
¿Estoy capacitado para unir? No lo sé. Me siento tan débil… Me cuesta tanto unir lo que es diferente… Unir al que no piensa como yo. Unir al que es de otro lugar, de otra tierra, de otro bando. Unir al que tiene otro acento, otras vivencias y expectativas sobre la vida. Unir es un arte sagrado. Un don de Dios en mí.
Lo más fácil es dividir. Hablar mal de otros. Exigir que piensen como yo. Alejarlos cuando disienten. El pensamiento único da tranquilidad. Convivir con posturas enfrentadas inquieta el alma.
La unidad en el corazón de Jesús es un milagro que le pido a Dios cada día. Dice el papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris Laetitia:
“El verbo unirse en el original hebreo indica una estrecha sintonía, una adhesión física e interior, hasta el punto de que se utiliza para describir la unión con Dios: – Mi alma está unida a ti”.
Esa unión es la que yo deseo. Estar unido a las personas, a Dios, de una manera que no se pueda romper. El amor es el fuego que hace posible la unión.
Y amar supone aceptar, comprender, renunciar a lo mío por amor a lo del otro. Dejar de lado el amor propio y aceptar la verdad que se me ofrece. No querer imponer mi manera de ver la vida. Buscar la felicidad de aquel al que amo, no la mía.
Una unidad sin amor es frágil, poco fiable. El amor teje lazos irrompibles de corazón a corazón. Una cadena que nada puede romper.
La unión con Dios me da fuerza para ser instrumento de unidad. Pero es frágil esa unión que percibo en mi interior. Decía el Cura de Ars:
“La oración es el acto más noble, más sublime y sólido. Eleva al hombre a la altura de Dios. La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar. Es una felicidad que supera nuestra comprensión”.
Dos trozos de cera fundidos en uno solo. Debo estar unido y en armonía para ser instrumento de unidad.
Cuando estoy dividido por dentro, cuando mi orgullo me lleva a la lucha y al enfrentamiento, es difícil que una a los demás. Vivo en tensión. Busco ser el centro. Quiero que los demás me admiren.
No admiro al otro porque lo veo como mi enemigo, como aquel con quien compito. No me alegro con sus éxitos, no disfruto de los halagos que recibe.
Esa lucha interior me lleva a vivir en guerra, rompiendo vínculos. Me duele ver la división que existe en mi propio corazón. Sé que si permanezco unido a Jesús en lo más íntimo podré vencer distancias infinitas.
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