Si tomas una dirección equivocada… Dios seguirá ahí

He aprendido a caminar muchos caminos. Me he equivocado a menudo sin desearlo, creyendo que estaba en lo cierto. He buscado señales a escondidas para saber si iba en la dirección correcta.

He descubierto sombras y luces que mostraban mil caminos posibles. He querido elegir siempre el válido, el aceptado por todos, el que correspondía, el que los demás querían para mí. Pensando que, si acertaba y los demás estaban contentos conmigo, todo sería más fácil.

Pero ¿quien decide cuál es el camino correcto? ¿Será la paz el signo que Dios me da para saber si elegí lo adecuado?

He sido capaz de tomar una decisión y después la contraria. Y en ambos casos he creído ver que eso era lo que Dios me pedía. ¿Es eso posible? Lo más seguro es que sea Dios quien me siga a mí por los caminos, no yo a Él.

Necesito que sea Él quien me abrace y sostenga cuando más me hagan falta sus fuerzas, su apoyo, su ánimo. Puede ser que así importe menos elegir lo correcto en todas mis decisiones.

Puedo llegar así a desdecirme de aquello que dije en algún momento. Ya no sé si tengo que ser coherente en todo lo que he dicho, escrito, hecho, caminado, escalado, nadado.

Puedo tener incoherencias e inconsistencias tan propias de esta vida limitada que poseo. Me parece imposible mantener tantos años la coherencia absoluta, la lógica imperturbable de todos mis actos, juicios y palabras.

Empiezo a dudar incluso de mí mismo cuando quiero contentar a todos creyendo que así seré más feliz. Creo que al menos algo tengo claro en medio de tantas dudas.

Conozco ese rostro que me ha mirado una y otra vez en el camino. He sentido su aliento más de una vez en mi espalda. Y ese abrazo suyo lleno de misericordia que me sostiene cada vez que tiemblo y caigo.

Por eso he decidido dejar de mirar al de al lado comparándome. Me hace mal, no me deja ser feliz. He decidido no vivir anclado en los errores cometidos. Hurgando en la herida que tanto duele, llorando con melancolía por la leche derramada.

He decidido no juzgar tan duramente las decisiones de los demás, tampoco las mías. Aun cuando piense que ha habido precipitación o me haya causado dolor lo decidido.

He decidido abrir la persiana de mi alma cada mañana para abrirme a un nuevo día con la ilusión renovada, dejando que el sol entre.

He decidido no vivir cuestionándome continuamente mis estados de ánimo. No importa si no siempre sonrío, si no estoy feliz en cada momento. O callo sin hablar de nada. Cada día tiene su afán, su preocupación, su miedo.

He decidido no dejar de luchar pensando que subir a lo alto es imposible. He decidido dejar de hacer cálculos y no pensar dónde debería estar mañana o pasado mañana o el próximo año.

La vida es larga y da muchas vueltas. Y no quiero tener claros todos los pasos que aún me quedan por dar. He decidido alegrarme con las alegrías de mi hermano. Sin sentir envidia, ni celos, sin querer poseer lo que él ahora tiene. Porque no tiene sentido desear los bienes ajenos.

He decidido llorar con el que llora. Porque no puede ser que deje de ver su dolor, viviendo a mi lado. Es inadmisible que viva mi vida tan centrado en mí que no logre ver lo que pasa junto a mí, en el corazón del otro.

He decidido salir más de mí mismo, ir al encuentro de mi prójimo y arriesgar mi vida, sin temer perderla.

He decidido agradecer a Dios por todo lo que tengo. Ya sea bueno o malo, poco importa. La gratitud, la alabanza, ensanchan mi alma y me hacen ser mejor persona.

Recuerdo las palabras de un mexicano muy conocido en la universidad de Monterrey, David Noel. Siendo ya mayor vivía su vida con pasión:

“Hay que morir viviendo. Ayudando a los demás. Hay que seguir haciendo lo que te apasiona. Aunque ahora sea bajando la intensidad”.

Quiero vivir así. Ahora y cuando sea más viejo. En el presente que acaricio. En el futuro que temo. En todo momento vivir amando, sirviendo, haciendo lo que me da la vida.

He decidido no dejar de amar un solo momento. No vivir con miedo a lo que pueda pasarme. No temer que me juzguen por lo que digo, hago o vivo.

No vivir queriendo que todos me aplaudan. Es imposible y desgasta tanto. Hagas lo que hagas a alguien le parecerá mal. ¿Para qué tanto esfuerzo?

Sólo ante Dios al final de mis días rendiré cuentas. No habrá un juzgado popular que condene mis acciones. Sólo miro a Dios cada mañana, cada noche. Y me quedo tranquilo con las horas vividas.

Y sonrío a Dios porque me ha sonreído. Y lo abrazo herido, conmovido, alegre, porque me ha salvado. Vivo muriendo. Muero viviendo. Y sigo amando cada paso del camino.

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