Cuando dejamos de preguntarnos el por qué y el para qué de las cosas, cuando la verdad no importa y solo basta sentirse bien, buscar la utilidad de las cosas y de las personas, cuando sustituimos razones por sensaciones, la vida se vuelve vacía y el sinsentido acecha en cualquier momento en que nos “desconectemos” del mundo online.
Encontramos cada vez más personas adictas a pasar de una experiencia a otra, de una novedad a otra, en un círculo vicioso de consumo que no va a ninguna parte y que va sumergiendo a cada uno en una pavorosa soledad y en una incapacidad para ver a los otros y la propia vida en su realidad más profunda.
Una sociedad que pierde la capacidad reflexiva y solo vive en la inmediatez de la gratificación instantánea, aumenta la ansiedad y la depresión, porque nadie tolera esperar, nadie tolera frustrar sus expectativas demasiado altas. Nadie sabe aburrirse, por eso hay menos creatividad.
No se quiere pensar demasiado y se simplifican las ideas y la realidad, contribuyendo así a una polarización social sin matices, sin comprensión. Y si además no tenemos raíces, ni tradiciones, ni vínculos sólidos de donde aferrarnos, somos como hojas secas que las lleva cualquier viento de moda. Así, el primer impulso que aparece nos lleva a saltar de una cosa a la otra y nos aferramos a lo primero que seduce para saltar luego a la siguiente promesa que nos volverá a dejar vacíos.
Por otra parte, existe como una especie de obligación de mostrarse siempre perfecto y feliz, para luego sufrir en soledad que nada de lo que muestro es real. ¡Cómo si la felicidad fuera vivir sonriendo y posando para una foto! Más todavía, la felicidad para muchos parece esperar los “likes” en sus redes sociales para sentirse realmente feliz.
Hay jóvenes y adultos que, aunque estén tristes y deprimidos, sienten la obligación de publicar alguna foto suya diciendo lo felices que están en ese momento.
Pero lo cierto es que quien busca la felicidad nunca la encuentra, pero quien tiene un sentido por el que vivir es una persona feliz, incluso cuando le toca sufrir. Muchos viven hoy en la paradoja de querer ser felices fuera de la realidad, queriendo escapar de la vida real, como si no pudiéramos ser felices en una vida normal y sencilla.
Y es que huir de la realidad nunca nos hace felices, solo distrae, porque siempre volvemos a tener que enfrentar lo real. Las raíces de estos dilemas son más profundas de lo que suele pensarse y las nuevas tecnologías no lo han provocado, sino que lo han amplificado.
Pero en esta oportunidad solo nos detendremos a reflexionar sobre la vida online y offline como parte del problema.
El resguardo de la intimidad y de la vida real es una necesidad para la salud mental, para la solidez de los vínculos y por ello para una vida más sana y feliz.
Internet y redes sociales: La vida on-line.
Las redes sociales nos han permitido un nivel de comunicación insospechado hasta hace pocos años, además de crear un nuevo horizonte mental en el modo de producir contenidos y de conocer las noticias, han horizontalizado la producción y todos -los que tienen acceso- tienen voz.
Pero los estudios científicos en neurociencias y psiquiatría se muestran cada vez más preocupados por la adicción que producen las redes sociales, la ansiedad y la depresión que acecha a quien queda atrapado en el mundo online.
Hay personas que tienen terror de no estar conectados a internet. La primera pregunta que muchos hacen en cualquier lugar nuevo al que llegan es: ¿Tienen Wi-Fi?
La escasa tolerancia a la frustración, que aumenta en nuestro tiempo, encuentra una válvula de escape en los teléfonos móviles: si estás aburrido, si estás estresado, si estás cansado, automáticamente te sumerges en la tablet o en el smartphone. Es el escape más rápido de cualquier situación desagradable.
Por otra parte, aunque hoy podemos acceder a un caudal incontable de información disponible, somos más vulnerables ante los contenidos falsos porque no se dispone de criterios para el discernimiento, ni se dedica tiempo a buscar fuentes o evidencias.
Es como si nos alcanzara con nadar en la superficie sin enterarnos de la verdad de absolutamente nada, ni tampoco molestarnos con tratar de comprender un poco más.
Los periodistas saben que cada vez menos los usuarios de los sitios periodísticos leen un artículo completo, la mayoría se pasea entre titulares y con suerte leen un copete o algún párrafo marcado en negrita.
Todos opinamos a partir de titulares u opiniones y comentarios que no verificamos su origen, haciéndonos incapaces de llegar al fondo de las cosas.
En forma constante recibimos sin demasiado discernimiento una lluvia de informaciones sin comprobación, de una amplia y desconocida diversidad de fuentes y se las comunica sin reparos públicamente.
Hoy se consumen pequeñas dosis de contenidos, “frases célebres” que dicen cosas obvias como si fueran grandes descubrimientos existenciales y cuesta mucho sostener pensamientos largos.
El psiquiatra y neurobiólogo alemán, Dr. Manfred Spitzer (“Demencia Digital, 2013), alerta sobre las consecuencias del uso excesivo de dispositivos digitales en niños y adolescentes, y de la pérdida de habilidades cognitivas que se constatan por el uso temprano de nuevas tecnologías en el hogar y en el aula.
“Nuestra capacidad de rendimiento mental depende del esfuerzo mental al que nos sometemos”.
Si no aprendemos cosas de memoria porque están en internet, tendremos menos memoria, si no nos sabemos ubicar porque nos descansamos en el GPS perderemos sentido de la ubicación, y así con una larga lista de habilidades que el cerebro deja de cultivar.
Por ello entiende que dejarle el trabajo de procesamiento de información a los medios digitales lleva a un aprendizaje superficial y que se olvidará fácilmente. El descansarse en que la información está disponible en internet reduce la capacidad de búsqueda, de investigación y de la memoria.
La vida offline
Todos los expertos coinciden en que el mejor modo de aprovechar las nuevas tecnologías es saber vivir en un mundo offline. Esto no significa vivir desconectados, pero sí administrar la vida online para que esta no se vuelva “La Vida”, sino tan solo un aspecto de nuestra vida.
Aprender a esperar, a contemplar, a vivir de verdad, exige salir de la velocidad online que salta de una cosa a la otra y no sabe esperar, para entrar en el mundo real donde aprendemos a esperar y a mirar con otros ojos la realidad, donde las cosas más importantes de la vida no producen resultados inmediatos, donde no se pueden “bloquear” las que no nos gustan, donde hay que aprender a vivir la vida en su integridad sin huir, sino haciendo de ella algo que valga la pena vivir.
El contacto con la naturaleza sin tener el teléfono o Tablet en la mano, el diálogo íntimo y profundo con los demás sin mirar el teléfono, el poder leer un buen libro en silencio durante horas sin necesidad de sacarme una foto o publicar una frase que me pareció interesante, es algo que nos hace más libres y menos adictos.
El tema del uso de internet, de las redes y la adicción al teléfono móvil despiertan toda clase de debates y posturas extremas, desde la ingenuidad de que “es el mundo que se viene”, hasta el pesimismo de que los celulares “nos destruyen el cerebro y la vida social”. Ni lo uno, ni lo otro.
Como tantas cosas de la vida humana, dependen del uso que le demos, de la madurez con que se las utilice, de la libertad que tengamos frente al mundo on line.
- ¿Es un imperativo publicarlo todo?
- ¿Es una necesidad?
Si es así, entonces hay un problema seguro. Pero cuando su uso está mediado por la reflexión, el discernimiento y existe la libertad de desconectarse para priorizar los vínculos y la vida real fuera de internet, no es un problema sino una herramienta en un mundo hiperconectado.
Nada más que una herramienta, no la vida misma. La vida siempre es mucho más rica que lo que publicamos, mucho más importante que lo que mostramos, mucho más valiosa que lo que otros puedan opinar.
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