Tallada en cristal de roca y cuarzo fumé, y engastada en un fino opus argenteum, dicen que esta pequeña maravilla de orfebrería pertenecía al rey Capeto… ¡pero no crean!
Aunque los indicios históricos muestran que la pieza se remonta probablemente al siglo XV, el hecho de vincular este juego de ajedrez a san Luis es casi una provocación, porque el piadosísimo rey de Francia del siglo XIII sentía un devoto horror por el juego del ajedrez.
En 1254 llegó incluso a prohibir su uso con una Grande Ordonnance, estigmatizando este “juego de mala reputación reo de turbar la pública moralidad”. Tal prohibición venía de hecho a completar otra condena, la pronunciada por el Concilio de París en 1212.
San Luis se encarnizaba con el juego principalmente porque en su época era muy en boga el juego de los dados, el cuanto juego de azar causaba (ayer como hoy) la ruina de los ludópatas, en el que también existía un desafío a la divina Providencia.
En su Vida, el Sire de Joinville cuenta que en el camino a Túnez (donde le llegó su funesto destino) el santo rey Luis se llenó de furor viendo a su hermano, Carlos de Anjou, jugar al ajedrez en el puente de su nave. Tomó el tablero y lo arrojó por la borda.
Moda venida de Oriente – se suele señalar el origen del ajedrez en la antigua Persia – esta irritaba fuertemente el temperamento austero del rey justiciero. ¿Jugar con reyes hasta poner en jaque a uno de ellos no era acaso de por sí cuestionar la autoridad de la que él era depositario?
Y además Luis IX tenía otra legítima razón para aborrecer el juego: en su época las partidas de ajedrez provocaban a menudo auténticas broncas, pues los perdedores tenían la desagradable costumbre de romper el tablero en la cabeza del adversario.
Defensores del juego del ajedrez, san Francisco de Sales y santa Teresa de Ávila
En 1608, en su Introducción a la vida devota, al capítulo Pasatiempos y recreativos (sobre todo las lícitas y laudables), san Francisco de Sales menciona el ajedrez, del que alaba la capacidad de servir “a la habilidad y a la industria del espíritu”; pero pone en guardia contra las partidas demasiado largas:
Tras haber jugado al ajedrez durante cinco o seis horas, uno sale árido y cansado en el espíritu.
El hombre honrado – explica el santo francés – no debe invertir demasiado afecto en estas actividades, pero tampoco debe avergonzarse de que el juego le produzca diversión. Sorprendentemente, este juicio fue confirmado un año más tarde, en 1609, con la suspensión de la condena parisina del juego del ajedrez, por el papa Pablo V.
Pero si el obispo de Ginebra pudo hacer lícito un juego antes condenado, quizás sucedió por el olor de santidad que emanaba el juego desde que santa Teresa de Ávila (¡invocada también como patrona de los jugadores de ajedrez!) hizo de él un juego altamente espiritual.
En el capítulo XVI de su Camino de perfección (1583), la mística española reconoce ante las monjas de las que era abadesa que le apasionaba el juego de los caballeros y de los obispos. Aunque sabe que un juego semejante no debería estar en un monasterio o en un convento, ella le abre las puertas del suyo, y llega a comparar la oración con una partida de ajedrez… contra Dios.
Ella compara el juego con el camino para llevar a un alma a Dios mediante la oración: la pieza más poderosa de la que dispone el jugador en esta partida es la Reina, es decir, la Virgen. Y para hacer jaque mate a Dios hay que empeñarse en una partida sin cuartel, “porque el Rey no se entrega si no es a quien se entrega enteramente a Él”.
Luces de la Edad Media: la “moral de los inocentes”
Una carta firmada por Jean de Galles y enviada al Papa Inocencio III (1198-1216) mostraba ya que el juego del ajedrez era al menos tanto fuente de inspiración como lo era de preocupación.
Titulada “la moral del jugador de ajedrez”, en ocasiones es llamada “la moral de los inocentes”: una referencia a la pasión del Papa reinante por el juego del ajedrez. Hasta el punto de que las armas pontificias de este último estaban adornadas por un tablero coronado por un águila – signo de un interés casi excesivo por este pasatiempo.
“El objetivo del juego – escribe el autor medieval – es que una pieza capture a la otra”.
Al final del juego, “las piezas son devueltas al saquito de donde habían salido”, y en el saquito donde son reunidas “no hay diferencia entre el rey y el pobre peón: los ricos y los pobres, allí, están siempre juntos”.
De hecho sucede a menudo “que el rey termine abajo mientras que los peones quedan por encima”. Lo que recuerda la parábola evangélica sobre los últimos que esta vez se convierten en primeros (cf. Mt 20,1-16) el autor concluye su enseñanza moral subrayando de manera muy explícita la correspondencia evidente entre el destino de las piezas del saquito y el de
casi todos los grandes de este mundo, que después de su tránsito terrenal serán colocados más abajo, mientras que los pobres podrán finalmente gozar de la luz de Dios.
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