«¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: – Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. Él le contestó: – No quiero. Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: – Voy, señor. Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre? Contestaron: -El primero. Jesús les dijo: – Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le creísteis».
Se trata de decir que sí. Y más que decirlo consiste en hacerlo. De nada vale un corazón que se entusiasma y está dispuesto a ayudar, si luego nada pasa y no hay gestos de amor.
De nada vale prometerlo todo si no soy capaz de luchar por conseguirlo. De nada sirve un sí pronunciado en voz alta que luego no se concreta en actos de amor.
De nada vale decir que sí voy si luego me quedo en casa. O decir que ahora lo hago si nunca lo voy a hacer. No vale prometer lo que no voy a cumplir.
Lo que tiene sentido es hacer lo que he prometido. O hacer incluso lo que al principio no he querido hacer.
Realismo mejor que fantasía
Me gustan esas personas sinceras que primero dicen que no porque no quieren, porque no están en su mejor momento. Y luego recapacitan y cambian de idea. Y hacen lo que antes no querían. Me gustan esas personas que son verdaderas.
Me cuestan aquellos que me prometen cosas que luego no hacen. Y lo prometen para que yo me quede contento, aun sabiendo que a lo mejor no pueden llegar a hacerlo.
Prefiero a los realistas que a los fantasiosos que piensan que pueden más de lo que pueden. O no soportan que la gente se enfade con ellos por no cumplir. Y viven repitiendo promesas incumplidas que nunca van a cumplir.
Una persona me decía en una ocasión hablando de otro: «Si hubiera ido a comer a mi casa tantas veces como me prometió, hubiera quedado agotado. En realidad, nunca fue».
Prefiero al que me dice que no puede hacer algo que le pido mucho antes que al que me promete cosas para calmarme, aun sabiendo que quizás no lo haga.
En el primero encuentro honestidad. En el segundo mentira o miedo a desagradar. Asumir mis límites me hace libre.
Pensar que puedo cuando no es posible me hace vivir en un engaño constante. No me imagino a la Virgen María diciendo que sí, que será la Madre del Señor, para luego salir corriendo.
Me gustan las personas sólidas, estables, que mantienen su sí en el tiempo. Un matrimonio que amaba la música pensó en un bonito nombre para su ideal como pareja: «Sí sostenido».
Una nota de música que expresa el deseo de su corazón. Querían repetir en su vida, en su canto, ese sí sostenido en el tiempo.
Recordar el «sí»
Decir que sí en un momento de entusiasmo parece fácil. Me gusta la vida, la amo, estoy feliz y digo que sí, que voy a subir la montaña, que voy a llegar lo más lejos posible.
Pero luego llega el cansancio y el miedo y el corazón tiembla. Entonces el sí se queda sin obras, sin gestos, sin huellas.
Con el paso del tiempo dejo de hacer lo que he prometido y parece que me olvido de tantas promesas hechas en tiempos de juventud.
No quiero vivir así. Quiero prometer sólo lo que estoy dispuesto a cumplir. Para no engañarme, para no engañar.
Es frágil mi voluntad y sé que puedo claudicar en la lucha. Lo entiendo. Pero prefiero no hacer promesas que luego puedo incumplir.
Me gustan más aquellos que actúan sin llamar la atención. Cumplen, aman, son eficientes. Prefiero a los que con sus gestos silenciosos van pronunciando su sí. Un sí activo y un sí pasivo que implica dejarse hacer.
«Fiat»: hágase
El Fiat de María tenía esa doble cara. Por un lado era un sí valiente, audaz, lleno de voluntad, de amor y deseo. Un sí que se pone en camino. A la vez era un sí receptivo. Era el deseo de dejarse hacer por Dios.
Necesito pronunciar mi Fiat para que Dios me haga de nuevo por dentro. Entero, desde mis cimientos. A veces le digo que sí a Dios, pero luego me olvido.
Me parezco a esos fariseos a los que condena Jesús. Digo que amo y luego mis obras no son por amor.
En cambio las prostitutas, los pecadores, los que están lejos, vuelven a Dios más tarde, se convierten y su vida está llena de gestos de amor y misericordia.
Es doloroso pensar que los más alejados me van a preceder en el reino de los cielos. Me parece precioso, aunque me duela.
Esa mirada es la de Dios. Le importa mi sí hecho obras. No mis palabras que se las lleva el viento. «Obras son amores y no buenas razones», dice un dicho popular. Y es así. Las palabras no cambian el mundo. Sólo el amor hecho vida.
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