Perdonar es devolver la vida

“La obra del perdón tiene que ser hecha una y otra vez; necesitamos perdonar a nuestro hermano setenta veces siete, no solo por cuatrocientas noventa ofensas, sino por una sola ofensa” (C.S. Lewis).

Se cuenta que alrededor del siglo IV-V d. C., un tal Rómulo, traduciendo una fábula de Esopo del griego al latín en la que se contaba de un hombre condenado a muerte cuya sentencia había sido condonada, acuñó por primera vez la palabra perdón.

Perdón viene del prefijo per (que significa acción completa y total) y de donare (que significa regalar).

En la fábula no se podría hablar simplemente de un regalo, se trataba de un regalo excepcional, que no podía equipararse con ningún otro regalo.

Desde el principio, por tanto, el término perdón indica algo que va más allá de la justicia o el cumplimiento de las reglas.

El perdón es tal si es inmerecido: debería haber muerto y en cambio estoy vivo. En él, el don de una nueva posibilidad de vida está implícito.

Se trata verdaderamente de devolver la vida. Pero esto no es solo cierto para quien reciben el perdón: el perdón me da vida a mí que lo ofrezco, porque libera del rencor que mata.

Entonces entendemos por qué es tan difícil encontrarnos frente a una experiencia auténtica de perdón.

Una conciencia tranquila

En la Biblia, el perdón está muy presente.

Por ejemplo, Pedro cuando le pregunta al Señor cuántas veces tiene que perdonar, representa la voz de la conciencia, una conciencia que quiere sentirse bien, que no quiere ser cuestionada.

El apóstol quiere cuantificar el amor, quiere un límite a la misericordia, quiere una medida que le permita sentirse bien. Espera un cálculo que en algún momento signifique: “suficiente, has hecho lo que tenías que hacer”.

Jesús, le enseña en cambio que el perdón no tiene medida: no hay un momento en el que dejamos de necesitar perdonarnos unos a otros.

La vida es continuamente un llamado al perdón. Solo podemos encontrar la fuerza para perdonar si recordamos todas las veces que nosotros mismos, en secreto, hemos sido perdonados por nuestro Padre.

Todo el mundo sabe en su corazón cuál es la gran deuda que le han perdonado.

En una parábola del Evangelio se le perdona una deuda muy alta a un hombre: diez mil talentos. Pensemos en el hecho de que un talento equivalía a 25 kg de plata y que en la parábola de los talentos al primer siervo se le confían cinco talentos… era realmente mucho.

Por el contrario, el segundo sirviente ha contraído una deuda que no es nada grande: cien denarios, algo más de tres meses de trabajo, dado que un denario era el salario medio de una jornada.

No es solo tiempo

El siervo perdonado, pero incapaz de misericordia, no conoce la paciencia que él mismo disfrutó. No puede esperar a que su hermano cambie, no puede dar ni siquiera tiempo, no puede ofrecer una nueva posibilidad.

El perdón es siempre un riesgo: nunca sabemos si el otro lo aceptará, si hará buen uso de él, si sabrá corresponder; pero todo esto ya no concierne al que ofrece el perdón.

El perdón es tal precisamente cuando es totalmente gratuito. Si el perdón se convierte en cálculo, entonces ya no se puede llamar así.

Lo más sorprendente de este pasaje es que la deuda original fue perdonada por pura misericordia; el siervo no se ganó el perdón, no se lo merecía y no fue porque él prometió pagar la deuda.

Igualmente, nosotros no nos ganamos el perdón de nuestros pecados, ni siquiera lo merecemos, ni lo recibimos porque prometemos algo a Dios.

El hombre de esta parábola no reconoció su necesidad de misericordia, ni siquiera la pidió, y cuando se le dio, no la recibió. Recibió solamente lo que había pedido: tiempo para pagarla. Todavía era esclavo de su deuda.

Por tanto, no podemos dar lo que no hemos recibido. Este sirviente no recibió la misericordia y por eso no tenía misericordia que dar. También es verdad que no podemos recibir lo que nos rehusamos a dar.

Jesús nos enseña que, así como pedimos a Dios que nos perdone, debemos estar dispuestos a perdonar. Y con cada bendición que Dios trae a nuestra vida viene la responsabilidad de usarla.

Quien no puede perdonar destruye la vida de la comunidad. Hoy nos damos cuenta de cómo la falta de misericordia -sustituida por el juicio y la crítica- está destruyendo a nuestra sociedad.

Esto sucede cuando empezamos a olvidar, cuando sabemos ver solo el error del otro y no recordamos cuántas veces merecíamos haber muerto y seguimos vivos.

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