¿Los otros son más felices que yo?

El problema en mi vida es la envidia. Cuando me comparo me doy cuenta de lo infeliz que puedo llegar a ser. Me comparo con otros, miro sus vidas felices y sufro porque yo no estoy tan bien. Leía el otro día:

«La envidia es fuente de numerosos pecados de pensamiento, palabra y obra. De esa turbia fuente brotan pensamientos faltos de amor, odiosos e injustos, palabras detractoras y difamatorias como también actos hostiles y hasta criminales»[1].

La envidia se introduce en mi ánimo y me amarga por dentro. Me quita la paz y la felicidad.

Cada vez que me comparo, encuentro a personas que son más felices que yo, tienen más bienes, han tomado decisiones mejores, les va mejor en la vida, tienen más éxitos, son más queridos y valorados.

La gente los aprecia y respeta mucho más que a mí. Los toman más en cuenta. Los invitan a lugares a los que yo no puedo ir. Los elogian por lo que hacen mucho más de lo que a mí me elogian. Toman en cuenta sus opiniones y puntos de vista más que los míos.

Me comparo con los que están mejor que yo, curiosamente no con los que están peor. Tal vez por eso sufro más. Miro más a los que viven una vida aparentemente más plena que la mía.

Y de esa comparación brota siempre la envidia. Deseo lo que ellos tienen. Anhelo los mejores puestos, los lugares más bellos, los puestos de más responsabilidad.

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Fizkes - Shutterstock

Me comparo y es todo muy sutil. Me voy envenenando mientras miro a mi alrededor. Y pierdo la paz inmediatamente.

Me fijo en lo que los demás hacen y me quejo inmediatamente. Pero en realidad Dios es bueno y hace lo que quiere con lo suyo. Pero luego, cuando me comparo, creo que merezco más.

Siempre suelo apelar a la justicia cuando a mí me conviene. Pienso en lo que es justo para mí, más que para los otros. Creo que yo merezco más.

No me importan los demás cuando la vida es injusta con ellos. Me duele cuando conmigo es injusta. Y me rebelo contra ese Dios que no me paga lo que creo que me corresponde.

Las comparaciones siempre me hacen daño. Ese Dios al que digo amar es mucho más misericordioso de lo que yo soy. Él es bueno y su forma de actuar no es la mía.

Yo tengo otros criterios más humanos, que brotan de mi herida, de mi propio pecado. Dios no es así, es justo y misericordioso al mismo tiempo. Y su justicia, cuando se aplica, trae la salvación a mi vida.

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matic medved | Shutterstock

Quiero cambiar por dentro para ser tan misericordioso como lo es Dios, pero me cuesta. Vivo midiendo lo que recibo, lo que me dan, lo que merezco, lo que no tengo.

Dios es bueno y misericordioso… Aunque yo sienta que me debe algo y está en deuda conmigo.

¡Cuántas personas viven echándole en cara a Dios su mala suerte! Apostaron por un camino. Siguieron lo que creyeron era su voz.

Tomaron decisiones y las cosas no salieron como ellos esperaban. La promesa de felicidad que Dios susurró en sus corazones parece no hacerse realidad y sienten que Dios, la vida, el mundo, les debe algo.

Esa mirada me sorprende. Tienen que perdonarle a Dios por lo que no les ha dado. Viven llenos de quejas y protestas. Mirando a su alrededor, buscando a personas más felices. Se olvidan de lo importante:

«Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo».

Una vida digna del Evangelio. Una vida concorde a lo que Jesús vivió. Una vida hecha a la medida de Dios, con los criterios de ese amor de Jesús que se parte hasta dar la vida.

Estoy tan lejos de su amor, tan lejos de su voluntad… Y necesito a la vez perdonarle porque no ha hecho en mí realidad muchas de las cosas que yo deseé. No me ha dado el camino que esperaba. No ha ocurrido como yo pensaba.

Le perdono con paz en el alma. No me alejo de Él porque lo quiero. Es bueno y su misericordia sana mi alma.

[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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