No sé qué hacer con mi vida, no sé cómo vivir el presente y soñar el futuro. A menudo no encuentro un sentido, una razón, un camino seguro y válido.
¡Cuántas veces veo a personas que viven su vida sin un rumbo, sin claridad sobre lo que han de hacer, sin paz en el alma! Deja de ser un problema la muerte. Y es la propia vida la que incomoda.
¿Cómo se programa la vida para que funcione bien? ¿Cómo se delinea un futuro y se levantan los cimientos de mi camino para que resistan firmes en medio de los vientos?
Vivir puede llegar a ser una tortura. Enfrentar un nuevo día. Soñar con mi vida dentro de años. Mientras, me toca darle el sí al sol que amanece.
No es tan fácil comenzar de nuevo. Reinventar mis pasos. Abrazar mis horas con un corazón alegre y confiado. El problema es entonces aprender a vivir.
¿Debo seguir siempre a mi corazón?
Sólo cuando sé vivir la muerte es un problema. En ese momento me angustia perder el camino que amo, los pasos que me enamoran.
Me han abandonado en el mundo sin un manual de instrucciones. Simplemente me han aconsejado que siga lo que manda el corazón.
Pero el corazón a menudo se equivoca. Desea lo que no le conviene y se obsesiona con lo que no le da paz. Y vive angustiado por los caminos de la vida.
Mi pobre corazón que está hecho para el amor y se queda a veces atado en rencores y en heridas.
Aprender a vivir no es tan sencillo. Encontrarle un sentido a todo lo que hago. Disfrutar lo que tengo sin echar de menos lo que me falta. Valorar las ventanas de luz que se me abren en la noche. Como esas estrellas rebeldes que pretenden iluminar mi camino.
Quisiera amar sin retener. Querer bien sin exigir lo que no me pueden dar. Sonreír incluso cuando broten las lágrimas por el dolor.
Acariciar mis heridas sin sentir que son injustas. Sobreponerme a los golpes y tener esa resiliencia que mi alma anhela.
Aprender a comprender las razones de los otros, aunque no las comparta. No vivir pensando que el mundo me debe algo, la vida, Dios mismo.
Dejar de pensar que estoy tirando mis horas y mis días cuando realmente son oportunidades que tengo ante mis ojos.
Empezar a andar con paso firme sin volver atrás la mirada añorando días mejores. Amar a los que Dios pone a mi lado, sin cuestionarle a Dios el por qué de su presencia.
Aceptar la enfermedad y la muerte como el peaje de toda vida. Descubrir que yo mismo no le puedo dar sentido a mis pasos. Que hay un Alguien oculto en el camino hacia el que yo avanzo torpemente.
Pero no es fácil descubrirlo porque mis pasos son torpes, finitos, lentos. Tengo mi alma rota, mi vasija quebrada. Tal vez por eso a veces no sé encontrarles un sentido a mis pasos doloridos.
Y me cuestiono la vida y el por qué de tantas cruces. El dolor de las heridas.
Cuando los japoneses reparan objetos rotos, enaltecen la zona dañada rellenando las grietas con oro. Creen que cuando algo ha sufrido un daño y tiene una historia, se vuelve más hermoso.
Aprender de la historia personal
El pasado con su dolor me embellece. Las heridas causadas me hacen más hondo, más maduro en mis grietas. Y ese oro de la vasija la hace más valiosa.
Antes de las heridas valía poco, era igual quizás a otras muchas vasijas. Pero después, la forma en que está rota, las grietas que la recorren le dan una entereza nueva. Su historia es sagrada. Es más bella, más valiosa.
En mi historia encuentro el sentido de mis pasos. En mis decisiones y en mis fracasos. En mis éxitos y en mis logros. En el amor recibido y en el amor entregado. En el amor que me han negado, en el que deseándolo nunca lo tuve.
Toda esa historia mía está llena de oro, que tapa con cuidado las profundas heridas de mi alma. Soy muy distinto al niño que miraba sonriendo al comenzar sus primeros pasos. Ese niño sin heridas. Puro, virgen.
Ahora soy mejor, más hondo y verdadero. He sufrido, amado, reído. Y el sentido está escondido en los pliegues que duelen de mi alma enferma.
Y sé que voy bien por donde voy sin tener que cuestionar lo que ahora vivo. Sólo deseo aprender a vivir con una mirada ancha y un corazón humilde. Sin exigirle a la vida lo que no puede darme.
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