No es superfluo reflexionar sobre la pertinencia de la piedad mariana en la fe cristiana. Este esfuerzo se vuelve más urgente puesto que muchos cristianos no la comparten. Y aquí se impone una pequeña introspección espiritual: ¿qué lugar dejamos a la madre de Jesús en nuestra vida? ¿Hacemos un simple extra, un suplemento opcional que consideramos favorable a la expansión subjetiva del sentimiento religioso? ¿O juzgamos que María tiene su lugar en la coherencia orgánica de la fe cristiana?
¿Que aplicarle descuentos es equivalente a amputar la fe de uno de sus componentes? En este último caso, ¿cómo lo justificamos frente a quienes lo descalifican como una superfetación adicional, por no decir idólatra? Estas son preguntas que un devoto de María no puede evitar si desea ser apóstol de su Inmaculado Corazón.
Nunca separar a la Virgen de la Trinidad y la Redención
Y en el campo no es suficiente sacar a relucir todas nuestras efusiones de nuestro afecto por la Madre de Dios. De lo contrario, siempre será posible objetar que nuestra devoción mariana lleva la marca de un complejo edípico, de una fijación sobre el amor materno (que nos ha hecho falta o que lamentamos), y acusar de esta manera nuestra piedad de derivar principalmente de nuestra afectividad y de estar poco o nada anclada en la objetividad de la fe.
Razonar el lugar de María en la totalidad orgánica de la fe requiere cultivar una visión general de los diversos artículos del Credo. Sin duda no todos están llamados a ser teólogos. Pero si un día nos estimulan a justificar nuestro amor por la Virgen y el gran lugar que damos será difícil no mencionar los vínculos entre María y los dos misterios principales de la fe: la Trinidad y la Encarnación/Pasión/Muerte/Resurrección/Ascensión/Pentecostés.
Dividir mecánicamente las cualidades espirituales y morales inalcanzables de la Virgen no puede ser suficiente. Será necesario destacar la coherencia y la solidez doctrinal de la piedad mariana. Demasiado tiempo ha sido percibida como una redundancia sentimental de la verdadera religión. Invocar a María está a menudo asociada a un culto sentimental popular, reservado a los niños, ignorantes o a los creyentes de otros tiempos.
En cambio ha llegado la hora de redescubrir la consistencia teológica y espiritual del culto a la Virgen (de hyperdoulía: es decir, más alto de aquel de doulía reservado a los santos pero que no se puede volver latreía, reservado solo a Dios). El mejor medio de lograrlo consiste en sacar a la luz los vínculos que unen a María a la Trinidad y al misterio de la Encarnación.
La Virgen en el corazón de las dinámicas de la Redención
Se reconoce una auténtica piedad mariana del hecho que nos lleva concretamente al corazón de la fe cristiana, de manera que se vuelve imposible desasociar a María de la acción de la Trinidad a favor de los hombres. La Virgen se vuelve completamente relativa frente a Dios. Su misión y su maternidad espiritual no tienen como objetivo detener las miradas en su persona, sino conducirlas a la Trinidad, fuente y fin de la salvación.
Y así reubicado en el cuadro trinitario, nuestro amor por la Virgen valora las armonías y la arquitectura del plan de salvación, en el que la persona de la Virgen se introduce. En las glorias de María, todo se vuelve gloria de Dios. Nadie lo sabe mejor que la humilde servidora de Nazaret.
La doctrina no enfría el amor, sino que lo consuela
Más aún, poner el acento en la objetividad doctrinal de la piedad mariana – lejos de enfriar nuestro afecto por la Virgen – lo reafirma subrayando que sus acciones están en perfecta sinergia con el bien por excelencia que es Dios.
El impulso del corazón se duplica cuando se nos revelan conjuntamente las disposiciones de la Providencia, que han reservado tal lugar a la Virgen en el plan de salvación, y las razones que han presidido dicha disposición. Y así invocar a la Virgen no significa nunca poner de lado a Dios, ni la razón. Lo que la Trinidad hizo en / para María, lo hizo en vista de nuestra redención y la deificación de todos nosotros. Esta es una razón adicional para recordar los títulos de gloria de Aquella a quien Dios ha establecido como nuestra madre en el orden de la gracia.
Presentando la piedad mariana bajo este ángulo teológico, estén seguros, todos aquellos que se sorprenden de nuestro fervor al honrar a la Madre de Jesús estarán de acuerdo que nuestro amor por ella posee un sólido marco doctrinal, que la vuelve mucho más que una devoción subjetiva originaria de un complejo afectivo de matriz psicoanalítica.
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