El esperanzador poema sobre cómo una epidemia curó el mundo

El tiempo se detiene sin previo aviso. Caen los horarios, las prisas, las tareas pendientes, las urgencias, los planes trazados. Los aviones aparcados en el aeropuerto llenos de sueños que no despegan. Los parques vacíos.

¿Cómo se puede detener todo de repente? Un poema de K. O´Meara sobre la epidemia de peste en 1800 me conmueve:

“Y la gente se quedó en casa
y leyó libros y escuchó
y descansó y se ejercitó
e hizo arte y jugó.

Y aprendió nuevas formas de ser,
y se detuvo
y escuchó más profundamente.

Alguno meditaba,
alguno rezaba,
alguno bailaba,
alguno se encontró con su propia sombra.

Y la gente empezó a pensar de forma diferente.
Y la gente se curó.
Y en ausencia de personas que viven de manera ignorante,
peligrosos, sin sentido y sin corazón,
incluso la tierra comenzó a sanar.

Y cuando el peligro terminó
y la gente se encontró de nuevo
lloraron por los muertos
y tomaron nuevas decisiones
y soñaron nuevas visiones
y crearon nuevas formas de vida
y sanaron la tierra completamente
tal y como ellos fueron curados”.

Cuando todo terminó sanó la tierra completamente. Me impresiona. Cuando todo termine. Ahora me cuesta ver el final del túnel. Pero la luz brilla en mi corazón.

Una persona comenta: “No te tomes demasiado en serio”. ¿Que no tome en cuenta mis emociones, mis miedos, mis ansiedades? ¿Que finja que tengo las respuestas y las razones? ¿Que diga que tengo la receta para vivir tiempos de guerra?

Me resulta difícil. Quizás no se toma muy en serio la vida quien sólo espera que acabe esta cuarentena para seguir como antes. O quien en medio del dolor está pensando en sus dolores de siempre.

Tal vez no tomarme en serio es bueno cuando pierdo la perspectiva de las cosas. Cuando creo que mi problema pequeño es más importante que los que viven muchos en estos días. Cuando pienso sólo en mí, en lo mío.

No busco recetas, ni soluciones fáciles. Ni que me digan que simplemente confíe. Creo que las mejores respuestas en la vida las encuentro en un mar de dudas.

Y los mejores caminos son los que están llenos de bosque. Y los mejores atardeceres son los que contemplo desde mi ventana.

Porque esto que ahora vivo es lo mejor que me puede ocurrir. Sin pretender tener recetas para vivirlo mejor. Sin fingir que entiendo el por qué de todo. Y que sé hacia dónde vuelan todos los aviones aparcados en el aeropuerto.

A lo mejor Dios quiere que ahora detenga mis pasos para contemplar mi día y dar gracias. Por lo que tengo, por lo que hay.

Que me alegre de un avión que no alza un vuelo, aunque me duela el alma. Y sonría con mis árboles llenos de luz vespertina.

Me gustan las respuestas incompletas. Me alegran las preguntas nuevas que brotan como hierba verde en medio del desierto. Me gusta vivir el hoy. Tan solo eso, sin prisas, con paciencia infinita, con sonrisa verdadera.

No me tomo en serio, no me angustio, no dejo de sonreír, aunque muchos no sonrían.

Corro por los pasillos de mi casa buscando vida. Escribo en mi cuaderno mis poesías, sin soñar con que alguien un día las rescate para dar esperanza a muchos. No lo pretendo.

Las palabras dibujan luces en medio de la noche. Vivo el ahora. No poseo el mañana. Y mi hoy está lleno de pausas y silencios. De miedos contenidos. Como me escribía una persona:

“No se escuchan las palabras, o se oyen las pisadas, todo permanece en calma”.

En medio de esa paz forzada yo creo. Confío en medio de una enfermedad que sigue amenazando. Sin encontrarle el sentido.

Sólo entiendo una cosa: el hoy me da paz.

El hoy es una puesta de sol ante mi ventana. Los gritos y risas de mis hijos. El ladrido de un perro soñando la calle. La comida familiar, una tras otra. La ausencia de planes.

Los horarios inventados para crearme una nueva rutina. El propósito de no ver demasiadas noticias. Sólo las que me muestran brotes verdes.

Las misas a través de una pantalla. El canto que escucho por las redes. Un poema que me llena de esperanza. Y ese Dios que habita en medio de mi noche, de mi día, de mi paz, de mi inquietud, de mi miedo, de mis risas.

Y decido tomarme en serio. Porque Dios lo hace conmigo. Y decido dejar de preocuparme por cosas pequeñas. ¿Habré aprendido una nueva sabiduría para enfrentar la vida?

Sólo espero que no se me olvide. Que le dé valor a lo que lo tiene y se lo quite a esas cosas que a veces me angustian. En esos momentos es cierto, no debería tomarme tan en serio.

Y mientras tanto, sonreír, tener paciencia, bailar, escribir, guardar silencio, reír, caminar por donde pueda. Y esperar, no tanto a que todo pase, sino a que ese Dios que vive dentro de mí venga cada tarde a visitarme. Me llene de luz y de vida. Sostenga mis pasos temblorosos. Me haga sonreír. Y me diga que algo estamos construyendo.

Como dice una canción de Lucía Gil (de la Oreja de Van Gogh): ese puente entre los dos que antes estaba roto y ahora separado por una pantalla. Pero el mundo, eso espero, será mejor cuando todo pase:


“Y después de pasar la cuarentena,
habremos hecho un puente que unirá.
Mi puerta al empezar la primavera,
y la tuya que el verano me traerá.

Al vernos desde lejos tan unidos,
empujando al mismo sitio,
sólo queda un poco más.

Volveremos a juntarnos,
volveremos a brindar,
un café queda pendiente en nuestro bar.

Romperemos ese metro de distancia entre tú y yo,
ya no habrá una pantalla entre los dos”.

No dejo de tomarme en serio. Así lo hace Dios conmigo. Él se conmueve con mi dolor y llora conmigo. No me dice que me calme y no me agobie. Calla a mi lado, velando mi cama enferma.

Y me sostiene con una fuerza interior que no viene de mí, sino de muy dentro. De un espacio sagrado que hay en mi alma y que me lleva hacia lo alto. Más alto de lo que cualquier avión parado en el aeropuerto podría algún día llevarme.

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