Es común escuchar en entrevistas cómo personas famosas reconocen públicamente la deuda que tienen con ciertos familiares, mentores o maestros, que les han ayudado en su camino hacia el éxito o la fama. Efectivamente, frases como “todo se lo debo a mi familia”; o “tengo una gran deuda con mi maestro”, son moneda de curso común cuando una persona echa la vista atrás y hace balance del camino recorrido.
Pues bien, reflexionando sobre esto, hoy pensaba que no debo nada a mis padres, ni a mi familia. Ni a Dios, por cierto. Puede sonar fuerte o presuntuoso, pero es totalmente cierto. Sin glosas ni notas al pie. No les debo nada.
Pero claro, voy a tratar de explicarlo para no parecer un descastado y un idiota.
No les debo nada porque son buenos padres y hermanos. Porque me quieren mucho, y me quieren de verdad. Y el amor verdadero es un amor gratuito, que no pasa facturas, ni a corto ni a largo plazo. Es un amor que deja libre, y no un favor de prestamista o inversor, que con el tiempo exige intereses o un retorno de la inversión.
Cada vez es más difícil encontrar gente que nos quiera así, a fondo perdido, sin pasarnos la cuenta a la vuelta del tiempo. Que nos quiera como esos aficionados al fútbol siguen y animan a sus equipos, jueguen bien o mal, asciendan a Primera o desciendan a Segunda B, ostente la presidencia un prohombre ejemplar o un corrupto irredento. Dicho en una palabra: cada vez es más difícil encontrar gente que nos quiera de forma incondicional.
Cuántos padres, por ejemplo, quieren mucho a sus hijos, pero les cargan de numerosas exigencias y expectativas que el hijo tiene con el tiempo que colmar, y tantas veces pesan sobre el niño como una losa, o dejan en su corazón un poso de amargura durante años. Padres que sueñan con que sus hijos sean los mejores deportistas, los estudiantes más brillantes, los empresarios más exitosos.
Y, al constatar que los niños no llegan al utópico listón, manifiestan frustración y ansiedad, como si el hijo no hubiera estado a la altura de las circunstancias, del esfuerzo abnegado de los padres, de sus magníficos planes sesudamente trazados.
Pues bien, mis padres nunca engrosaron esas filas. Han esperado siempre mucho de mí –a pesar de mis defectos- pero nunca han convertido sus expectativas e ilusiones en un fardo o una deuda. Así que mi cuenta, hoy como siempre, está a cero.
Solo tengo una deuda con ellos, que se llama, muy acertadamente, deuda de gratitud. Y se llama así porque se ha contraído gratis y, además, porque –por mucho que les quiera- nunca podré saldarla.
Sin ser teólogo, creo que no digo una herejía si sostengo que con Dios nos pasa más o menos lo mismo. No tenemos ninguna deuda con Él. Jesucristo en la cruz ya las ha pagado todas. Su amor es gratuito, y así quiere que le queramos nosotros: libremente, de forma desinteresada y por pura gratitud.
En las relaciones más importantes de nuestra vida, procuremos no seguir la lógica del prestamista o el usurero, que viven de dejar cuentas pendientes. Intentemos querer a las personas por ser quienes son y quererles como son. Seamos sus incondicionales.
Por supuesto, esperando que mejoren; pero sin cargarles con expectativas asfixiantes ni condicionar nuestro cariño a que dicha mejora se produzca. Ese amor incondicional, que lo espera todo pero no exige nada, es el mejor espacio para facilitar su crecimiento personal y el desarrollo armónico de todos sus talentos.
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