“Con la nariz encima del libro, escuchaba todo lo que decían, e incluso lo que más me valiera no haber escuchado, pues la vanidad se desliza muy fácilmente en el corazón… Una señora decía que yo tenía un pelo precioso; otra, al despedirse, creyendo que yo no la oía, preguntaba quién era aquella muchacha tan bonita. Y esas palabras, tanto más halagadoras cuanto que no se decían delante de mí, dejaban en mi alma una sensación de placer que me demostraba a las claras lo llena de amor propio que yo estaba. ¡Qué lástima me dan las almas que se pierden…!” (Ms A, 40 r°).
La razón esgrimida es impresionante: está en juego la salvación de las almas.
Los cumplidos bien dosificados ayudan a una humildad auténtica
El orgullo es la hinchazón de uno mismo; la soberbia ocupa tanto espacio que se convierte en el centro que sólo Dios debe ocupar.
Dios es nuestra alfa y nuestra omega, nuestro principio y nuestro término. Encontramos entonces dos tipos de orgulloso: el que se considera el origen de todo (el pedante); el que se considera el objetivo de todo (el egoísta).
El halago solo conduce al orgullo si incita al otro a creerse su único origen o su único destinatario. Es la tentación que Teresa percibió en sí misma.
Estos dos criterios nos muestran cómo recibir un cumplido: recordando que nuestros dones vienen en última instancia del Padre de los astros luminosos (Sant 1,17), para ser puestos al servicio del prójimo (Mt 10,8).
Por ello, el cardenal Henri de Lubac daba gracias diciendo a quien le dedicaba un elogio: “Gratias tibi” (“Gracias a ti”). Y añadía en su interior: “Et Domino” (“y al Señor”).
Al reafirmar la autoestima, el cumplido bien dosificado (en su intención, su objeto y su frecuencia) ayuda a una humildad auténtica y permite evitar esas modestias (“no soy nadie”, “no sé nada”, “no puedo nada”) que sólo son la falsa moneda y han desviado a tantas personas de la humildad justa.
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