Moni y Sergio le compartieron a Aleteia cómo el sacramento de la confesión salvó su matrimonio; nos dejaron ver un poco de su intimidad como esposos para permitirnos conocer cómo Dios ha sanado sus heridas a través de este sacramento poderoso, el cual también es un arma para detener los egoísmos que buscan destruir el amor, el matrimonio y la familia.
El testimonio de Moni y Sergio puede ayudar a otros matrimonios a encontrar respuestas y esperanza ante la crisis que pueden estar viviendo.
Moni y Sergio, muchas gracias por concedernos esta entrevista para Aleteia. ¿Nos pueden compartir su nombre completo, de dónde son, cuánto tiempo llevan de casados, si tienen hijos, y dónde viven actualmente?
Somos Mónica Olvera Macedo, originaria de Querétaro, y Sergio Alejandro Aguillón Melgar, nacido en Ciudad de México.
En septiembre cumplimos 8 años de casados. Tenemos 3 hijos: dos niñas, de 5 y 3 años, y un niño de 9 meses. Actualmente vivimos en el municipio de Corregidora, Querétaro México.
¿Qué ha significado para ustedes el casarse, y esta frase tan famosa de las telenovelas y los cuentos de hadas: “Y vivieron felices para siempre”? ¿Es así el matrimonio?
Mónica: Yo sí puedo decir que yo soy una persona soñadora, y que sí me casé con la ilusión de vivir un poco como la historia del cuento de hadas de Disney.
Reconozco que hubo una influencia de estas caricaturas, que finalmente sí son una caricatura del amor, pues nunca te cuentan qué pasa después de que se casan, porque todas estas películas acaban en una boda o en que se dan el beso final y ya son felices para siempre.
Yo entré al matrimonio teniendo mucho de referencia lo que vi en el matrimonio de mis papás. Crees que las cosas van a darse de un modo, que el ritmo de vida y el transcurrir diario va a ser de una determinada manera.
Y a veces depositas ciertos deseos en la otra persona que quieres que los realice. A mí me pasó: en mi mente me inventé cómo era el esposo perfecto, y quería encasillar a Sergio en ese prototipo.
Pero me fui dando cuenta de que muchas de esas cosas no se llevaban a cabo, no se realizaban, y eso me hizo sentir desilusión, preguntarme si me equivoqué de esposo, si él me amaba lo suficiente, y preguntarme qué pasaba y por qué las cosas no se estaban dando como en el matrimonio feliz que yo imaginé.
Pero era más bien porque yo venía cargada de imágenes, de modelos que no eran la realidad; no estaban basados en la persona verdadera de Sergio.
Fui cayendo en la cuenta de que tengo que partir de conocerlo a él en su totalidad, descubrir todo lo bueno que él es, que él tiene; apreciar eso y apreciar también lo que no tiene, lo que no es, y, por decirlo así, sus limitaciones.
Aceptarlo tal como es, y aceptar su amor como él lo manifiesta, no juzgando que él no me quiere sólo porque manifiesta su amor de diferente forma a la que yo esperaba o imaginaba.
Ahora que veo la situación con un poco más de camino andado y de experiencia, me doy cuenta de que es imposible que pueda darse un ”vivieron felices” con la felicidad que solemos identificar con el estado de ánimo siempre alegre, siempre motivado, siempre contento.
Porque hay muchísimas situaciones, no solamente entre nosotros, que pueden hacernos sufrir, que pueden causarnos tristeza, como son las dificultades de salud, las dificultades económicas o las de trabajo.
Y no se diga todo lo demás que nos puede entristecer o afectar que les sucede a los demás miembros de nuestra familia o incluso a amigos, o situaciones mundiales.
Todas esas son situaciones que nos afectan y nos hacen fluctuar en los sentimientos.
Sin embargo, algo que Sergio muchas veces dice, y creo que tiene razón, es que más que buscar la felicidad como un estado de ánimo o un estado sentimental, es más bien vivir con paz y con amor cada una de esas situaciones.
O sea que, aunque pueda haber cambios, y en un mismo día puedas pasar de la alegría al enojo, y del enojo a la tristeza, que en tu corazón y en tu conciencia siempre esté presente el buscar a Dios, el pedir ayuda a Dios, el desear hacer su voluntad y tomar decisiones de amor, guiados realmente por la caridad.
Creo que es cuando se puede decir que un matrimonio verdaderamente es feliz: tener a Dios siempre contigo, saber que siempre está queriendo intervenir en tu historia, en tu presente, para mejorarlo, para ayudarte a trabajarlo y ayudarte a tomar mejores decisiones.
Sergio: La felicidad es una búsqueda constante. Como católicos, como cristianos, sabemos que la felicidad es la vida eterna, donde será la plenitud.
Y en este mundo también estamos llamados a ser felices, y un cristiano está llamado a vivir el don de la alegría, ese fruto del Espíritu; y eso incluso en un sentido, digamos, muy natural de estar bien, de bienestar.
Entonces, ¿se pude ser feliz? Sí. ¿Se puede ser feliz para siempre? Sí, sí se puede; pero eso no quita que haya altos y bajos, pues hay etapas como en todo, y es normal, como hay ciclos en la vida: te da sueño, te da hambre, ya comiste y ya no tienes hambre, ya dormiste y ya no tienes sueño.
Es igual en los votos matrimoniales, cuando “te leen la cartilla”: en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad; y pues así nos animamos y dijimos “sí” junto con Dios.
¿Qué ha significado el sacramento de la confesión en su vida matrimonial? Ustedes, en redes sociales, tienen un post donde dicen que la Confesión literalmente “ha salvado” su matrimonio; ¿pueden hablarnos acerca de esto?
Sergio: El sacramento de la confesión para mí realmente ha sido un punto fundamental, que he vivido como nunca en mi vida.
Antes de ser novios, me hubiera confesado una vez al año antes de Semana Santa, y hubo muchos años que no lo hice.
Pero ya en el noviazgo me fui acercando cada vez más a ese sacramento, y ahorita es mi piedra angular.
Recién casados me preguntó un amigo: “¿Qué ha sido para ti lo más difícil en el matrimonio?”, y le respondí: “Pues yo, lo más difícil he sido yo mismo”.
Es que enfrentarme a mi realidad, a mi miseria, a mi pobreza, eso afecta a la otra persona a la que amo o a la que digo amar, y obviamente la puedo llegar a herir, así como la puedo amar.
Entonces lo más difícil es enfrentarse a uno mismo, y justamente en el sacramento del matrimonio se ve reflejada la humildad y la obediencia, lo que más ama Dios.
La humildad porque debes reconocer tus flaquezas, tu debilidades, tu pecado, tus equivocaciones, llevándote a un estado de incomodidad que te hace preguntarte qué está pasando, qué hice, qué dejé de hacer.
Y te pones ante un espejo y te ves y dices: “Ese soy yo, esa es mi mala cara”. Y entonces recurres a la misericordia de Dios, al sacramento de la reconciliación y al sacramento del matrimonio mismo como caminos de santidad.
Sabemos que Dios perdona, pero también hay que esperar el perdón de la otra persona.
En nuestro caso no hemos pasado por situaciones muy difíciles como otros matrimonios; sin embargo, el disgusto ahí está, y queremos ser felices para siempre.
Y eso no nos lo permite y nos hace sentir sumamente mal, viendo que eso no tiene otra salida que el sacramento de la confesión para dar claridad, para dar luz, para renunciar a aquello que hizo daño: mal carácter, vicios o lo que tengamos; en una palabra, al pecado.
Y recibir también el sacramento de la Eucaristía para recobrar la libertad y, con esa libertad, poder acercarte a tu cónyuge y poder decirle: “Perdóname, te juzgué”, o “Perdóname, me equivoqué”; inclusive: “Te perdono”.
Se requiere mucha ayuda del Espíritu Santo. En ocasiones no sé ni qué decir, no sé ni cómo empezar a hablar aunque sé que debo empezar a hablar; entonces hago una oración antes, y después de hablar también damos gracias.
En otras ocasiones he parado discusiones, pues se da uno cuenta de que eso ya no está normal, se siente como la insidia de “el chanclas” (el demonio) metiéndose.
Entonces me digo: “Mejor yo ya me callo porque ya no soy yo”. Ahí anda la tentación, ahí anda el ataque al matrimonio; por eso se necesita desarrollar una sensibilidad, y eso se logra por medio de la oración.
Mónica: En mi caso, al tener el sacramento de la confesión como algo recurrente, me hace darme cuenta de que ahí es donde debo ir a entregar todas esas omisiones -porque muchas veces son pecados de omisión: todos esos actos de generosidad, de servicio, de paciencia, de ceder, de no criticar, de no centrarme en lo negativo, etcétera-.
Vas y los entregas y pides perdón por no haber amado a tu esposo como Dios quiere que lo ames, como él merece que lo ames y como él necesita que los ames, porque nuestra necesidad básica es amar.
Pero también vas para obtener la fuerza y la gracia para que puedas amar y puedas dar un paso, avanzar.
Y confesarme frecuentemente me hace ver que esto es una lucha continua que no va a terminar hasta la muerte, y que estamos en un campo espiritual toda nuestra vida.
Por más que vivamos apoyados de los sacramentos, que son nuestra fortaleza; por más que oremos y nos encomendemos a la Virgen María todos los días, y que recemos la oración a san Miguel Arcángel; por más que tomemos retiros para matrimonios o cursos de comunicación, siempre va estar nuestra debilidad humana, nuestra tendencia al mal, y siempre va estar el Enemigo queriéndonos tentar.
Y vamos a estar en un mundo que es contrario al valor del matrimonio, de la entrega, de la humildad, de la fidelidad, de la castidad, etcétera.
Yo sí he tenido momentos en que me canso y digo: “¿Por qué esto es tan difícil de superar? ¿Por qué no logro mejorar? ¿Por qué me siento estancada o parada en el mismo lugar? Y creo que es por todo esto: porque convivimos con estos tres enemigos: Demonio, mundo y carne.
Pero, por otro lado, están todo el tiempo estos medios también: el recurrir a la oración, el recurrir a la confesión, y creo que eso es lo que nos va a ayudar toda nuestra vida.
Creo que nunca nos vamos a graduar o recibir nuestro diploma de “Matrimonio fuerte, fiel, firme y santo”, sino que en esta Tierra nos va a tocar estar entre caídas y levantadas, y esas levantadas son las que Jesús me da cada vez que acudo a la confesión.
Cuando voy a la confesión me imagino que sólo voy a ver a Jesús; pues sí da mucha pena ir con un sacerdote, más aún si el sacerdote te conoce y te ve en Misa.
Porque qué pena que vea cómo soy una persona incoherente, incongruente, tan débil; y destapar en la Confesión la verdad, porque a los ojos de los demás puedes parecer un matrimonio lindo, unido, cercano a la fe, pero no saben cómo eres, cómo atiendes a tu esposo, qué cara le pones, cómo reaccionas cuando no hace lo que tú quisieras.
Es decir, sólo Dios vive dentro de tu hogar, en tu corazón y en tu cabeza, y realmente conoce tus intenciones. Así como conoce lo más heroico en ti -tu lucha, tus sacrificios, tus buenos actos-, ve también tu debilidad.
Entonces, pensar que Él te está esperando, que Él te espera con misericordia, con compasión, no como juez, sino más bien como un padre que te quiere ayudar a limpiarte a sanarte de todas las heridas, es de gran ayuda.
Cuando yo me he sentido con la dificultad de perdonar algo, o creo que no puedo volver a tener la misma relación por algo que sucedió entre nosotros, voy con Él, y después de la confesión me regresa esa esperanza de que podemos ser felices juntos, de que realmente hay amor, que ambos estamos buscando el amor de verdad, con todas nuestras limitaciones.
Porque a veces el Enemigo me ha hecho pensar que no hay amor verdadero, que como esposa sólo estoy como trabajadora, como la que lava los platos, la que cocina, la nana de los niños.
Y eso es triste, porque es como sentirse un poco instrumentalizado.
Pero creo que es más bien la influencia del Enemigo, que te muestra como que el hacer todo esto fuera solamente un servicio que prestas y por el cual no eres recompensada, no eres amada como persona, no eres valiosa por el simple hecho de que eres la esposa.
Y cuando voy a la confesión y comparto esto, Dios me regresa la verdad de que mi esposo es como el mensajero número uno para transmitirme el amor de Cristo, ¡a mí!, y que Él me lo dio como un regalo.
El Señor me lo ha dicho en algún momento de oración: que Él me regaló a Sergio, y que a través de Sergio me quiere demostrar su amor, también de forma física, de forma tangible.
Ante la crisis del matrimonio a nivel mundial, con tan altos índices de divorcios y de violencia intrafamiliar, ¿es posible sanar esas heridas durante el matrimonio?
Mónica: Yo creo que muchas de mis heridas no las identifiqué hasta ya estar casada; no afloraron hasta entonces. En mi caso no me quedó otra que identificarlas y trabajarlas en el matrimonio.
Y sí, evidentemente porque vi el daño que producen al otro y que me producen a mí, y el efecto que tiene también sobre mis hijos.
Y que es algo que me importa muchísimo, porque tenemos esa responsabilidad no sólo entre los cónyuges de tratarnos bien, de santificarnos y de ayudarnos, sino que también ya tenemos como responsabilidad el ejemplo que damos a nuestros hijos.
Además, el tener esas heridas es algo que nos detiene en nuestra felicidad, en nuestro crecimiento al que estamos llamados.
Pero Dios poco a poco te las va mostrando a través de los hechos, de tu historia; y en la medida en que uno las va reconociendo o las va descubriendo, puedes buscar la ayuda.
Hoy en día creo que existen muchos medios -psicológicos, cursos, retiros,…- que te ayudan a detectar esas heridas emocionales que frecuentemente vienen desde tu infancia, de tu adolescencia, de experiencias que no tienen que ver con tu cónyuge, pero que las traes como patrones de comportamiento o como cuestiones muy arraigadas de tu personalidad o de tu carácter.
Siempre me ha gustado que esas herramientas terapéuticas o psicológicas te sirven para detectarlas, con la ayuda también de Dios; te ayudan a ordenarlas.
Pero el que te va a sanar con su amor, con su perdón, con su luz, con su compañía, con su gracia, es Dios, es Jesús. Así que hay un complemento entre lo psicológico y lo espiritual.
Es a través de varios retiros que yo he ido descubriendo poco a poco mis heridas y las he ido sanando. Eso es lo que yo les recomendaría: buscar, cursos, retiros o congresos católicos, con profesionales tanto de la salud mental como de la salud espiritual católica, para poder sanar sus heridas viejas, así como las heridas nuevas que en el camino del matrimonio te vas haciendo.
Porque tus viejas heridas hacen que tú hieras a tu cónyuge y a tus hijos; porque, sin tú quererlo, el daño que tú tienes llega a causar lo mismo en tus seres queridos.
Para eso también sirve mucho la confesión, que es contárselo a Cristo; porque Cristo es el que está en el confesionario; no es en ese momento ya el sacerdote.
Y una vez que te confiesas y recuperas ese perdón por dañar al amor, por dañar la santidad de tu matrimonio, por dañar el fin para el que estás llamado, entonces ya puedes recibir la Comunión, recibir al que es el Amor, al que va a trabajar con el Espíritu Santo en tu alma.
Sergio: Hay que reconocer, pues, que uno tiene heridas. Por eso, en la medida de lo posible, hay que sanar esas heridas antes de casarse.
¿Quién quiere ir a la guerra sin fusil? Y tampoco se va a mandar a la guerra a un soldado manco, a un soldado que tenga una herida que se le va a infectar, porque no te va a rendir sino que va a ser una carga.
Sin embargo, antes de buscar sanar esas heridas, lo principal es buscar hacer a Jesús el centro de tu vida, buscar el santo temor y vivirlo, es decir, querer ser santos.
Es lo principal, porque, con eso, siempre que tú reconozcas tu pecado, vas a ir a confesarte. Si sabes que tienes una herida y ves que te sobrepasa, le vas a pedir a Dios ayuda y sanación.
Y vas a buscarla mediante retiros, libros, psicólogos, doctores; pero, sobre todo, vas a buscar al Médico de médicos, y Él te va a sanar.
Pero puede haber heridas que sólo se van a manifestar hasta que estés casado, con la convivencia con tu cónyuge; o hasta que seas padre, si Dios te da ese don. Y entonces van a salir esas heridas, esos traumas o esos vicios. Así que yo creo que es imposible que llegues al matrimonio completamente sano, aunque sí es posible que ya hayas trabajado muchas cosas. La única solución es que antes de casarte ya hayas buscado hacer de Dios el centro de tu vida.
Mónica: El esposo es uno los principales medios que Dios usa para sanarnos. Porque si se trata, por ejemplo, de una carencia afectiva que hayamos tenido o sufrido, Dios la puede sanar a través del amor de nuestro esposo.
O si tuvimos o tenemos algún complejo, a través de la aceptación y del respeto y valoración de nuestro esposo es que podemos sanar ese complejo.
Es decir, cuando el esposo está también en esa sintonía de amar al estilo de Dios, se vuelve él como su prolongación, nuestro médico particular que nos va a ayudar a llenar también esos huecos que tenemos o esos daños que nos hicieron; él nos ayudará a ver que no todos los hombres son iguales.
Conozco historias de personas que fueron abusadas, incluso sexualmente, y que después encuentran a un hombre que las ama, que las cuida, que las protege, que las respeta; justo lo opuesto a lo que otros hombres hicieron con ellas.
Entonces somos también medios de sanación de parte de Dios, cuando nos ponemos en sus manos.
Sin embargo, si una persona soltera se diera cuenta de que pudiera tener algún problema, como que se enciende un foquito de alerta, creo que sí conviene muchísimo que lo atienda en ese momento, que no lo deje pasar; que busque desde ese momento irlo sanando.
En mi caso personal, desde novia yo ya empezaba a detectar que tenía quizá falta de autoestima, problemas de seguridad personal, falta de confianza en mí misma.
Pero para mí no fue un alto para casarme; me casé con la conciencia de que eso podía afectarme, y que necesitaba buscar ayuda.
Creo que no es un impedimento para casarte cuando sabes lo que te pasa y tienes el propósito de atenderlo.
Pero si no quieres atenderlo, si no quieres cambiar, si no quieres mover un dedo ni pedirle a Dios que te ayude ni nada, pienso que no estás en disposición de casarte, porque el casamiento es una vocación a la santidad y, por tanto, a renunciar al mal, a renunciar al pecado.
¿Qué mensaje final les gustaría dar a los novios, a todos los que están en discernimiento a fin de decidir si se casan o no se casan, pero también para todos los matrimonios donde hay dificultades?
Mónica: Definitivamente he comprobado que somos personas imperfectas y que estamos en proceso de construcción, que Dios es el que nos está moldeando si nosotros se lo permitimos.
Y como estamos justamente en un proceso, todas aquellas carencias o limitaciones llegan a dañar a los demás, especialmente a tu esposo.
Y muchas veces no es voluntariamente, sino que son fragilidades de nuestra condición humana.
Se hacen presentes cuestiones como el egoísmo, el estar enfocado en cómo el otro me trata, el cómo el otro es conmigo, y no tanto re-direccionando el foco al cómo eres con el otro, qué es lo que tú le das al otro, cómo es que tú ayudas a la otra persona.
Y a veces, al estar al pendiente de lo que recibes, te hace a ti dejar de dar.
También, humanamente, es difícil ser constante, todos los días dar tu mejor esfuerzo; a veces hasta por falta de voluntad, o incluso porque esperas que el otro te reconozca y te agradezca lo que haces.
Es decir, a veces nuestro amor es condicional porque depende del otro, de la reacción del otro; es un amor un poco interesado, no un amor incondicional como el de Dios, que da gratuitamente, da a manos llenas al bueno y al malo, al santo y al pecador, con todos es generoso.
Muchas veces en el matrimonio estamos muy deseosos de que el otro dé para yo dar, que el otro dé el primer paso para yo seguirle.
Tiene un peso muy fuerte el orgullo cuando piensas que el otro no está dando, que el otro te ha herido, que el otro te ha lastimado, que está siendo injusto, etcétera.
Entonces tiende uno a poner una coraza, a encerrarse en sí mismo y a no querer salir de ahí hasta que el otro venga y te pida perdón, o reconozca que se equivocó.
Y mientras tanto, se vive una lejanía, o se toman actitudes que son ofensivas, que hieren; o simplemente que provocan un apartamiento con esos silencios que no son por paz sino porque se rompe la confianza o se rompe la armonía.
Y duelen demasiado, porque fuimos hechos para estar en comunión, en alegría.
Sergio: Hay que entender que el matrimonio es de tres. A lo mejor suena trillado, pero así debe ser: el matrimonio debe ser con Dios.
Y Dios no te deja solo; permite las pruebas, permite las tentaciones para nuestro bien, aunque a veces no lo entendamos.
Dios también nos pregunta: “¿Qué necesitas? ¿Cómo te ayudo? ¿Qué hago por ti?”. Y uno tiene que poner de su parte, mediante discernimiento.
Yo busqué a una mujer que amara a Dios por lo menos como yo buscaba amarlo, y eso que yo no soy santo; por eso buscaba yo una esposa que por lo menos creyera en Dios como yo creía en ese momento.
Y encontré una mujer que me sobrepasó; pero eso me ayudó a retarme a mí mismo y a decirme: “¿Quieres ser santo? ¡Pues puedes ser santo! Y hay una mujer que busca también la santidad como yo!”.
Si en el noviazgo los dos están por ese lado, ¡excelente! Ahora bien, si alguno de los dos anda un poco flaco, hay que ver que hay etapas en el enamoramiento.
Pero el amor es de ciencia, es de pensarse, de analizarse fríamente; ya después vendrá el romanticismo, siempre hay que buscarlo, y estar siempre enamorando y enamorando al cónyuge, o a la novia o el novio, pero siempre bajo la pauta de Dios: bajo sus reglas, bajo el respeto, bajo la admiración sana, bajo la entrega sana y prudente conforme si son novios o ya son esposos.
Y también bajo la paz; si esa persona no te da paz en el noviazgo, piénsalo. Y si ya está uno casado, ver qué es eso que nos está quitando la paz y cómo recuperarla, sabiendo que la paz no es algo sino una Persona: Jesucristo.
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