¿Esperando el momento perfecto para actuar?

El que no arriesga no gana. El que no lucha no vence. El que no lo intenta no fracasa. Siempre queda en mi mano el hacer algo o no hacer nada. Canta Rozalén:

«Sólo tropieza el que camina y también hay lugar para el error. Atiende a las señales, en verdad nunca hay nada que temer».

No sé bien cuáles son las razones que tengo para no temer nada. Porque lo primero que siento en el alma es miedo ante los desafíos que se abren ante mis ojos.

Temo la posibilidad incierta del error. Me asusta el fracaso. Me quedo mirando a un futuro incierto y temo caer, no llegar tan lejos como quiero. Me asusta no alcanzar las metas soñadas.

Puedo ser conservador y prudente apagando el deseo de avanzar. O puedo ser arriesgado y valiente dejando que el fuego del amor impulse mis pasos.

Sé que puedo perderlo todo en medio de la batalla. Y también puedo ganar más de lo que nunca he tenido.

Vivo queriendo poseer lo que nunca ha sido mío. Y pierdo la vida intentando conservar lo que no me llevaré conmigo, aun siendo ahora mío.

En esta vida fugaz que dura tanto. A veces mucho más de lo que yo haya deseado. Y otras mucho menos cuando pierdo en seguida lo que he buscado.

¿Cuánto vale un segundo en mi vida tan larga? ¿Para qué vivir esperando el momento perfecto para actuar y ponerme en camino?

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Solo falla el que lo intenta y se confunde el que habla. Yerra el que opta, y no el que duda y espera. Hablar antes que nadie tiene más riesgo que vivir esperando el momento perfecto para hacerlo.

Puedo decir lo incorrecto o hablar de más. Puede ser que me confunda y confunda a otros. Las palabras se malinterpretan.

Tengo claro que uno no puede dar lo que no tiene. Por eso no me asusto ante exigencias imposibles.

Infancia espiritual

Ya no sé si tengo que experimentar la desolación para poder llegar a consolar al que más sufre. O si tengo que haber vivido la pérdida antes de acompañar al que ha perdido lo que ama. Tal vez sí.

Y en todo caso al menos tengo que haber vivido esa indigencia a la que se refería el papa Francisco en los inicios de la pandemia: «El comienzo de la fe es la experiencia de la necesidad de la salvación. No somos autosuficientes».

Tengo que vivir la necesidad y saber que yo solo no puedo caminar. La experiencia de ser un menesteroso me hace hijo, me hace niño.

Mi camino es el de la infancia espiritual. El niño se siente necesitado de su padre y sin él sabe que no puede llegar hasta donde quiere.

Y al mismo tiempo, cuando cuenta con él a su lado, no teme las olas en la tempestad ni le asustan los vientos fuertes que empujan su barca sin un rumbo claro. Comenta el padre José Kentenich:

«En medio de la inestabilidad actual, las personas necesitan un punto de apoyo»[1].

Necesito ser salvado de mi indigencia sosteniéndome en una mano que me levante de mi abandono. Es la experiencia más básica y necesaria.

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Es el único camino de salvación que tengo. La pobreza, la pequeñez. No puedo cambiar la realidad. Tan sólo puedo enfrentarla con un corazón confiado y lleno de esperanza.

No puedo acabar con la enfermedad, no puedo ocultar las noticias que no me gustan, las que me difaman, las que me hieren.

Sólo puedo enfrentar los vientos con la confianza de saber que descanso en el corazón de Dios. Me gustan las palabras leía el otro día:

«La vida es bella con su ir y venir, con sus sabores y sin sabores. Aprendí a vivir y disfrutar cada detalle, aprendí de los errores, pero no vivo pensando en ellos, pues siempre suelen ser un recuerdo amargo que te impide seguir adelante, pues, hay errores irremediables. Las heridas fuertes nunca se borran de tu corazón, pero siempre hay alguien realmente dispuesto a sanarlas con la ayuda de Dios. Camina de la mano de Dios, todo mejora siempre. Y no te esfuerces demasiado, que las mejores cosas de la vida suceden cuando menos te las esperas. No las busques, ellas te buscan. Lo mejor está por venir».

Me aferro a esta idea, a este sueño. Lo mejor está por venir. Y en medio de la vida necesito a Dios a mi lado y necesito de aquellas personas que me sostienen en medio de mi precariedad.

Pedir ayuda me sana, me saca de mi autosuficiencia. Sentirme poderoso me hace prepotente y vanidoso. La necesidad forma parte de mi vida.

Soy un necesitado desde que nazco hasta que muero. Vivo mendigando amor, ayuda, cercanía, comprensión, indulgencia, admiración.

Necesito el amor en manos humanas. Y la presencia misteriosa de Jesús en lo profundo de mi alma. Sosteniendo mis pasos y haciéndome ver que no hay nada que temer, porque Él va a mi lado caminando. A su lado todo es posible.

[1] Herbert King, Nº 3 El mundo de los vínculos personales

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