Según la antigua costumbre del pueblo de Israel, al nacer un primogénito este debía ser llevado al Templo para su presentación cuarenta días después de haber nacido. Así hicieron María y José con el niño Jesús, cumpliendo con lo que ordenaba la Ley de Moisés. Por eso, la Iglesia cuenta 40 días después de la Navidad para celebrar la fiesta de la Presentación del Señor, el 2 de febrero.
Al llegar al Templo, los padres de Jesús con el niño en brazos se encuentran con Simeón, el anciano al que el Espíritu Santo prometió que no moriría sin antes ver al Salvador del mundo. Fue el mismo Espíritu quien puso en boca de este profeta que ese pequeño niño sería el Redentor y Salvador de la humanidad (Ver Cántico de Simeón: Lc 2,22-40).
También aquel día se encontraba en el Templo la hija de Fanuel, de la Tribu de Aser, llamada Ana. Ella era una mujer de edad muy avanzada; había enviudado solo 7 años después de haberse casado y permaneció así hasta los 84 años. Ana andaba día y noche en el Templo, adorando a Dios, ofreciendo ayunos y oraciones. Ella, al ver al niño, lo reconoció y empezó a proclamar a todos los que esperaban la redención de Jerusalén que la Salvación había llegado.
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