Ante los fieles presentes en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco reflexionó sobre el tema “El alegre servicio de la fe que se aprende en la gratitud” (Lectura: Mc 1,29-31).
A continuación, la catequesis completa del Papa Francisco:
Hemos escuchado la sencilla y conmovedora historia de la sanación de la suegra de Simón – que todavía no era llamado Pedro – en la versión del evangelio de Marcos. El breve episodio es narrado con ligeras pero sugerentes variaciones también en los otros dos evangelios sinópticos. «La suegra de Simón estaba en la cama con fiebre», escribe Marcos.
No sabemos si se trataba de una enfermedad leve, pero en la vejez también una simple fiebre puede ser peligrosa. Cuando eres anciano, ya no mandas sobre tu cuerpo. Es necesario aprender a elegir qué hacer y qué no hacer. El vigor del cuerpo falla y nos abandona, aunque nuestro corazón no deja de desear.
Por eso es necesario aprender a purificar el deseo: tener paciencia, elegir qué pedir al cuerpo, a la vida. De mayores no podemos hacer lo mismo que hacíamos de jóvenes, hay que escuchar al cuerpo. También ahora yo tengo que andar con el bastón.
La enfermedad pesa sobre los ancianos de una manera diferente y nueva que cuando uno es joven o adulto. Es como un golpe duro que se abate en un momento ya difícil. La enfermedad del anciano parece acelerar la muerte y en todo caso disminuir ese tiempo de vida que ya consideramos breve.
Se insinúa la duda de que no nos recuperaremos, de que “esta vez será la última que me enferme…”. No se logra soñar la esperanza en un futuro que aparece ya inexistente. Un famoso escritor italiano, Italo Calvino, notaba la amargura de los ancianos que sufren el perderse las cosas de antes, más de lo que disfrutan la llegada de las nuevas. Pero la escena evangélica que hemos escuchado nos ayuda a esperar y nos ofrece ya una primera enseñanza: Jesús no visita solo a esa anciana mujer enferma, va con los discípulos.
Esto nos debe hacer pensar un poco. Es la comunidad cristiana que debe cuidar de los ancianos: parientes y amigos. La visita a los ancianos debe ser hecha por muchos, juntos y con frecuencia. Nunca debemos olvidar estas tres líneas del Evangelio. Sobre todo hoy que el número de los ancianos ha crecido considerablemente.
En proporción con los jóvenes, porque con este invierno demográfico no hay tantos niños y hay más ancianos que jóvenes. Debemos sentir la responsabilidad de visitar a los ancianos que a menudo están solos y presentarlos al Señor con nuestra oración. El mismo Jesús nos enseñará a amarlos. «Una sociedad es verdaderamente acogedora de la vida cuando reconoce que ella es valiosa también en la ancianidad, en la discapacidad, en la enfermedad grave e, incluso, cuando se está extinguiendo» (Mensaje a la Pontificia Academia por la Vida, 19 de febrero de 2014).
Jesús, cuando ve a la anciana mujer enferma, la toma de la mano y la sana poniéndola de nuevo de pie. Jesús, con este gesto tierno de amor, da la primera lección a los discípulos: la salvación se anuncia o, mejor, se comunica a través de la atención a esa persona enferma; y la fe de esa mujer resplandece en la gratitud por la ternura de Dios que se inclinó ante ella.
Esta cultura del descarte parece borrar a los ancianos. No los mata pero socialmente los cancela, como si fuesen un peso para llevar hacia adelante y los medio esconden. Esto es una traición a la propia humanidad. Esto es la cosa más fea, es seleccionar la vida según la utilidad, según la juventud, y no con cómo es la vida, con la sabiduría de los ancianos, con sus límites.
Los ancianos tienen mucho que darnos, son la sabiduría de la vida, tienen mucho que enseñarnos. Por eso debemos enseñar, también a los niños, que vayan y acudan a los abuelos. El diálogo entre los abuelos y los pequeños es fundamental para la sociedad, para la Iglesia y para la sanidad de la vida. Donde no hay diálogo entre jóvenes y ancianos, falta algo y crece una generación sin pasado y sin raíces.
Si la primera lección la dio Jesús, la segunda nos la da la anciana, que “se levantó y se puso a servirles”. También como ancianos se puede, es más, se debe servir a la comunidad. Está bien que los ancianos cultiven todavía la responsabilidad de servir, venciendo a la tentación de ponerse a un lado.
El Señor no les descarta, al contrario les dona de nuevo la fuerza para servir. Y me gusta señalar que no hay un énfasis especial en la historia por parte de los evangelistas: es la normalidad del seguimiento, que los discípulos aprenderán, en todo su significado, a lo largo del camino de formación que vivirán en la escuela de Jesús.
Los ancianos que conservan la disposición para la sanación, el consuelo, la intercesión por sus hermanos y hermanas – sean discípulos, sean centuriones, personas molestadas por espíritus malignos, personas descartadas… -, son quizá el testimonio más elevado de pureza de esta gratitud que acompaña la fe. Si los ancianos, en vez de ser descartados y apartados de la escena de los eventos que marcan la vida de la comunidad, fueran puestos en el centro de la atención colectiva, se verían animados a ejercer el valioso ministerio de la gratitud hacia Dios, que no se olvida de nadie.
La gratitud de las personas ancianas por los dones recibidos por Dios en su vida, así como nos enseña la suegra de Pedro, devuelve a la comunidad la alegría de la convivencia, y confiere a la fe de los discípulos el rasgo esencial de su destino.
Pero tenemos que entender bien que el espíritu de la intercesión y del servicio, que Jesús prescribe a todos sus discípulos, no es simplemente una cosa de mujeres: en las palabras y en los gestos de Jesús no hay ni rastro de esta limitación. El servicio evangélico de la gratitud por la ternura de Dios no se escribe de ninguna manera en la gramática del hombre amo y de la mujer sierva. Sin embargo, esto no significa que las mujeres, sobre la gratitud y sobre la ternura de la fe, puedan enseñar a los hombres cosas que a ellos les cuesta más comprender.
La suegra de Pedro, antes de que los apóstoles llegaran, a lo largo del camino de la secuela de Jesús, les mostró el camino también a ellos. Y la delicadeza especial de Jesús, que le “tocó la mano” y se “inclinó delicadamente” ante ella, dejó claro, desde el principio, su sensibilidad especial hacia los débiles y los enfermos, que el Hijo de Dios ciertamente había aprendido de su Madre.
Por favor, busquemos que los abuelos y ancianos estén cercanos a los jóvenes y a los pequeños, para transmitir esta memoria de la vida, para transmitir esta experiencia de la vida, esta sabiduría de la vida.
En la medida en que nosotros hagamos que los jóvenes y ancianos se relacionen, en esta medida estará la esperanza para el futuro de nuestra sociedad.
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