La tradición señala que fue bautizado por el Papa San Marcelino y que acompañó a San Luciano de Beauvais en su predicación por la Galia (región que comprendía la actual Francia y parte de Bélgica).
La tradición señala que Quintín realizó curaciones milagrosas y expulsó demonios. Por su testimonio de amor a Cristo suscitó la conversión de muchos paganos, despertando también las sospechas de las autoridades civiles. Fue acusado de ser cristiano y llevado ante el gobernador Riciovaro.
Este le preguntó por qué proclamaba la fe en un crucificado, algo considerado deshonroso desde el punto de vista romano. Quintín contestó que hacerlo constituía para él un auténtico honor, incluso más grande que ser el hijo de un senador.
Riciovaro tomó las palabras de Quintín como una afrenta y lo mandó encadenar y azotar. Después de ser flagelado, el joven cristiano fue llevado a un calabozo, de donde escaparía aprovechando la oscuridad de la noche.
Libre de nuevo, Quintín volvió a la predicación. Al ser descubierto, fue apresado nuevamente y trasladado a “Augusta Veromanduorum” (actualmente la ciudad francesa de Saint-Quentin, renombrada en su honor). Allí permaneció en una mazmorra hasta ser ejecutado.
San Quintín fue decapitado y sus restos arrojados al río Somme, de cuyas aguas serían rescatados por un grupo de cristianos. Corría el año 287. Hoy sus reliquias permanecen en la basílica de la ciudad que lleva su nombre.
Curiosamente, el nombre de este santo permanece firme en la cultura popular. A mediados del siglo XVI, las coronas francesa y española se enfrentaron precisamente en San Quintín, la localidad que lleva su nombre, ubicada en la región de Picardía.
La victoria la obtuvieron los españoles, pero fue tal la violencia y crudeza de la batalla que el nombre del santo quedaría inmortalizado con una frase alusiva al sangriento episodio: “se armó la de San Quintín”.
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