Hay que pagar un precio alto

El diario de la Conferencia Episcopal Italiana, Avvenire, en su suplemento mensual «Noi, Famiglia & Vita», ha publicado el 28 de enero pasado lo sustancial de la conferencia de Maurizio Chiodi a la que nos hemos referido en la entrada anterior, con una nota introductoria titulada «Del papa Montini a Francisco, desarrollo en la fidelidad». Allí se sostiene que la posición de Chiodi (y por tanto la de muchos otros teólogos y prelados, incluidos obispos y cardenales) no debe entenderse como una «superación o una crítica de la Humanae vitae» sino «que pretende representar el desarrollo de una tradición». Lo que al autor parece más que lógico puesto que «que el papa Montini la concibió… no sin haber aclarado que se trataba de magisterio que no era ni infalible ni irreformable» (sic).

Necesito un médico. Porque al leer estas cosas experimento la sensación de que la cogitativa tiende a anudárseme. Me apeno por los que sufren de colon irritable.

Si entre lo que dice Pablo VI en la Humanae vitae (n. 12: «No le es lícito [non licet] al hombre romper por su propia iniciativa el nexo indisoluble y establecido por Dios, entre el significado de la unidad y el significado de la procreación que se contienen conjuntamente en el acto conyugal») y lo que afirma Chiodi («hay circunstancias… que precisamente por el bien de la responsabilidad, exigen contracepción») [1] hay un «desarrollo» doctrinal, como nos quieren hacer creer, entonces se puede ordeñar una cabra y sacar de su ubre un whisky escocés. Esto sí que es flor de ordeñe. Los progresistas no creen en los milagros, pero ellos hacen unos que convertirían al mismo Faraón de Egipto.

Quizá Chiodi y su presentador de Avvenire nunca leyeron la encíclica; aunque es más probable que simplemente les interese un rábano lo que ella dice o deja de decir, lo que se sigue o no se sigue, la lógica o los sofismas, lo que es verdad o macana; si somos estúpidos o todavía no nos hemos despabilado del todo.

Por otra parte lo que enseña Chiodi ni siquiera es una novedad. Es lo mismo que dijo Häring con el hígado inflamado cuando Pablo VI hizo pública su encíclica, lo que dos días después declararon en los principales periódicos Curran con 87 compinches norteamericanos, a quienes imitaron en diversos parajes del planeta otros asociados con las mismas intenciones, y siguieron con una presteza poquísimas veces reiterada varias conferencias episcopales como las de Austria, Bélgica, Francia, los países nórdicos, Holanda, etc. Todos estos, con palabras sustancialmente parecidas, proclamaron a lo largo de esos tiempos aciagos que los fieles católicos que no consideraran aceptables las palabras del Papa podían obrar en sentido contrario sin sentirse por eso intranquilos de conciencia.

Lo que no consta es que a ninguno de ellos dijera Pablo VI que habían logrado un desarrollo natural de los principios por él sentados; más bien se lamentó de oír tantos disparates. Menos todavía afirmó, ni se le pasó nunca por la cabeza, la inefable sandez de que cuanto había escrito –casi con sangre– fuese falible y reformable; o un par de ideas como para ir saliendo del paso provisoriamente. Las palabras que años más tarde diría su secretario de Estado, el cardenal Casaroli, parecen enmarcarse en el contexto exactamente opuesto: «La mañana del 25 de julio de 1968 Pablo VI celebró la Misa del Espíritu Santo, pidió luz de lo Alto… y firmó: firmó su firma más difícil, una de sus firmas más gloriosas. Firmó su propia pasión». Porque a Pablo VI lo crucificaron por haber escrito algo que él consideraba irreformable. A nadie martirizan por decir cosas que «si ven que se me fue la mano, en todo caso las suavizamos o cambiamos por otras más convenientes». Los hombres sufren y mueren por cosas que consideran definitivas. Y con esa convicción puso Pablo VI su firma pidiendo luces al Espíritu de la Verdad. Nadie rubrica su propia pasión esperanzado en que aquello por lo que le van a partir el alma venga a «profundizarlo»… en sentido contrario algún Chiodi caído del cielo. Además, ningún par de afirmaciones provisorias o circunscriptas a un contexto histórico (por otra parte, absolutamente desfavorable) arman una de San Quintín como esta en que estamos metidos desde julio del 68. Tampoco explican que el todavía cardenal Ratzinger dijera dos décadas más tarde que «la Humanae vitae […] no ha sido comprendida, antes al contrario, ha sido más o menos abiertamente rechazada en amplios sectores eclesiales». ¿No es lo que continúa sucediendo con los Chiodi, los presentadores de Avvenire y los obispos responsables del periódico? Diez años más tarde el futuro Benedicto XVI volvía a repetir: «Raramente un texto de la historia reciente del magisterio se ha convertido en un signo de contradicción como esta encíclica, que Pablo VI escribió a partir de una decisión profundamente sufrida».

En esto estamos. Está brava la cosa. En realidad, la mayoría de los que hoy hacen estas interpretaciones, las han venido poniendo en práctica desde siempre, porque después de haber sobaqueado la Encíclica de Pablo VI durante cincuenta años (¡qué perseverancia!), ahora intuyen que «se les dio»: creen que tienen la oportunidad –o, mejor, la urgencia– de cambiar su doctrina; porque algunos piensan que es «ahora o nunca». Y por eso nos atropellan sin pudor alguno, tomándonos por tontos, sondeando si nos hemos vuelto tan brutos como para dejarnos vender gato por liebre.

Hoy en día la fidelidad a lo que Pablo VI pagó con sangre, también va a costar sangre. San Juan Pablo II –¡cómo nos consuela pensar en su aplomo en estos tiempos!– ya se lo advertía a los sacerdotes a quienes pedía lealtad heroica a estas enseñanzas: las de Pablo VI en Humanae vitae y las suyas propias en Familiaris consortio. Y les decía estas palabras muy poco conocidas que vendría bien meditar a lo largo de las próximas semanas:

«Vosotros sabéis que a menudo la fidelidad de parte de los sacerdotes –digamos, más bien, de la Iglesia– a estas verdades y a las normas morales consiguientes, me refiero a aquellas enseñadas por la Humanae vitae y por la Familiaris consortio, debe ser a menudo pagada a un alto precio. Con frecuencia se los desprecia, se los acusa de incomprensión y de dureza, y de muchas otras cosas. Es la suerte de todo testigo de la verdad, como bien sabemos. Oigamos una vez más aquella página de Agustín: «¿Pero por qué la verdad engendra odio?», se pregunta el santo doctor. «En realidad», responde, «el amor de la verdad es tal, que cuantos aman un objeto diverso pretenden que el objeto de su amor sea la verdad; y porque detestan engañarse, detestan que los convenzan de que están engañados. Por eso odian la verdad; por amor de aquello que creen que es la verdad. La aman cuando brilla, la odian cuando reprende» (san Agustín, Confesiones, 10, 23, 33). Con simple y humilde firmeza, sed fieles al magisterio de la Iglesia sobre un punto de tan decisiva importancia para los destinos del hombre» (San Juan Pablo II, Discurso a los sacerdotes participantes en el seminario sobre «procreación responsable», 2 de marzo de 1984).

Beato Pablo VI y San Juan Pablo II, ¡orate pro nobis!

P. Miguel Ángel Fuentes, IVE

[1] Daría la impresión que esta frase, explícitamente remarcada por Chiodi en su conferencia en la Universidad Gregoriana, no ha sido introducida en la versión más reducida que reporta Avvenire (cf. tal como la transcribe Sandro Magister). Pero ciertamente es parte de su disertación universitaria (cf. el artículo de Diane Montagna).

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