+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de San Cristóbal de Las Casas
VER
Que no estamos en paz, es un hecho que diariamente podemos comprobar. A pesar de las promesas de campañas pasadas, sigue habiendo violencia e inseguridad. Hay grupos y bandas delincuenciales que tienen aterradas algunas regiones del país. Aun en nuestras pequeñas poblaciones, donde antes se respiraba tranquilidad, ahora hay temores y las personas no salen confiadamente a las carreteras por las noches.
En muchas familias, tampoco se respiran armonía y serenidad, sino que imperan gritos, insultos, malas palabras, miedos de los hijos y de la esposa ante un marido violento, machista y acomplejado. Entre vecinos, hay envidias, desconfianzas, resentimientos. Hay molestos ruidos nocturnos que impiden descansar, y nadie se atreve a pedir que bajen el volumen, por temor a reacciones agresivas. Hay familiares que, por herencias, o por malos entendidos no aclarados, hace tiempo no se dirigen la palabra. Entre pueblos limítrofes, persisten pleitos ancestrales por tierras, sin que las autoridades resuelvan sus diferencias.
La economía nacional vive incertidumbres, ante el cambio de gobierno. Las inversiones no perciben seguridad. Las decisiones mayoritarias de quienes hoy nos presiden no generan confianza en amplios sectores. Parecemos depender de ocurrencias y de consultas populares convenencieras y populistas, sin bases seguras y realmente representativas.
¿Qué año nos espera? Nos deseamos felicidad, amor y paz, pero ¿cómo construir esto sobre bases firmes? ¿Qué nos toca al ciudadano común y corriente, y qué a las autoridades? ¿En qué se implica nuestra Iglesia?
PENSAR
Los obispos mexicanos, en nuestro Proyecto Global de Pastoral 2031+2033, decimos:
“El Reino de Dios no es una promesa futura para después de la muerte, sino una realidad que ha comenzado ya en la persona de Jesús. Esta realidad tiene valores concretos que pueden descubrirse en la vida de la comunidad: santidad y gracia, verdad y vida, justicia, amor y paz” (119).
“Pentecostés culmina el misterio pascual de Jesús, y por eso la obra redentora de Jesús se prolonga en la acción del Espíritu en sus discípulos, como ministros de reconciliación, no simplemente como hombres y mujeres pacíficos, sino como constructores de paz” (128).
“Es posible superar las diferencias entre las razas a través de la paz y la armonía… En una sociedad fragmentada, como la nuestra, todos, los obispos y los agentes de pastoral estamos llamados a trabajar por la unidad. Todos estamos invitados a superar las diferencias que nos lastiman y entristecen” (161).
Hicimos la “opción por una iglesia comprometida con la paz y las causas sociales”, con fundamentos bíblicos y compromisos pastorales:
“El corazón del Reino de Dios es el ‘shalom’, la paz. Esta palabra bíblica tan rica y expresiva, comprende mucho más que la ausencia de guerra y de violencia; en ella se alcanza todo el bienestar y concordia que Dios proporciona a sus hijos para una sana armonía con Él, con los demás hermanos, consigo mismo y con la naturaleza. Para nosotros los creyentes, la paz es una Persona, es el Don de amor de Dios por excelencia, es Jesucristo mismo que, en su misterio de Redención, ha venido a restaurar nuestra imagen de hijos de Dios en Él y a reconciliar consigo todos los pueblos. Así, cuando hablamos de una tarea y compromiso de la Iglesia por la paz, no sólo pensamos en los actos de violencia contra la vida humana y todas las injusticias que la provocan, sino que queremos poner en el centro de nuestra vida a Jesús y su Reino de Vida para que crezca y se establezca, pues la paz es una tarea y un compromiso para todas las personas, que ha de ser acogida en la vida de cada día” (174).
ACTUAR
En el mismo documento, expresamos:
“La necesidad inaplazable por construir una paz firme y duradera en nuestro país, reclama que la Iglesia pueda sentarse a la mesa con muchos otros invitados: organizaciones ciudadanas, confesiones religiosas, autoridades civiles, entidades educativas, sectores políticos y medios de comunicación, entre otros, para que juntos, y aportando lo que le es propio a cada uno, podamos reconstruir el tejido social de nuestro país. Creemos que es urgente trabajar por la paz de nuestros pueblos y llegar a compromisos concretos. Como sociedad mexicana es necesario combatir todas aquellas situaciones de corrupción, impunidad e ilegalidad que generan violencia y restablecer las condiciones de justicia, igualdad y solidaridad que construyen la paz” (175).
“Todo el Pueblo de Dios en su conjunto, estamos llamados, por el bautismo, a trabajar por la reconstrucción de la paz, a ejercer nuestro sentido profético ante esta situación, no sólo al anunciar con el testimonio el proyecto de Dios, sino denunciando con valor las injusticias y atropellos que se cometen, dejando de lado temores y egoísmos, muchas veces aún a costa de la propia vida, como ha sucedido con periodistas, defensores de los derechos humanos, líderes sociales, laicos y sacerdotes” (176).
“El sueño de Dios está tejido de los mejores sueños de todos los hombres y mujeres: la paz, la justicia, la unidad, la fraternidad, la dignidad de sus hijos, etc. Estos son también los sueños de nosotros los Obispos y de toda la Iglesia de México ¡No dejemos de soñar y trabajar para que estos sueños se hagan realidad!” (189).
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