Jesús viene a salvarme, a rescatarme de mis dolores y enfermedades, de mis caídas y debilidades. La Biblia lo explica así:
“Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles”.
Miro a Jesús hoy en mi dolor, en mi miedo, en mi enfermedad abierta, en mi angustia. Quiero hablarle sinceramente de lo que me sucede, preguntarle, quejarme, reclamarle.
Sé que es tierno, pero no siempre lo siento. Es compasivo, pero no lo percibo cuando sufro.
A veces, cuando sufro una dificultad, acallo el grito de mi alma. Y me conformo con explicaciones teóricas que no me calman:
“Esto me lo manda Dios para que aprenda algo”, o “seguro que es el mejor para mí porque Dios lo permite en mi vida, y Dios es bueno”. O “lo ofrezco como capital de gracias”.
En el fondo no lo siento. Creo que es importante vivir el momento de oscuridad y reconocerlo así. No buscar respuestas aprendidas que no tocan mi corazón.
Dios es mi Padre, me ama sin juzgarme y me invita a tener confianza en Él. Dios sana mis heridas y cura mis enfermedades. Yo me impaciento, lo quiero todo ya, no cuando Él quiera.
Me detengo hoy a decirle que no entiendo, que tengo mucho miedo, porque no le veo y las cosas no son como yo pensaba.
Le cuento mis fracasos, mis decepciones, mis complejos, mis pérdidas y mis sueños. Mis cobardías y mis heridas. Sólo desde esa experiencia humana puedo abrirme a que Él me sane.
¿Cuáles son mis preguntas, mis miedos, mis angustias? Esas que me pesan en el corazón. Preguntas sobre mí, sobre mi historia.
Si vivo a fondo los momentos de confusión, reconociendo el momento en el que estoy, podré vivir también a fondo los momentos de luz cuando lleguen.
Creo que esto me hace más humano. Me ayuda el hecho de aceptar que hay cosas en mi vida difíciles de comprender y asumir. No tengo todas las respuestas, aunque sea creyente.
Tengo fe y confianza en ese Jesús que viene a mi vida. Soy templo suyo:
“¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?”.
Soy el templo en el que Él habita cuando le dejo entrar. Cuando abro mi alma para que entre dentro y me sane. Es la confianza que hoy me despierta Jesús.
Reconozco mi debilidad y suplico su misericordia. No me engaño. No todo está claro, no todo lo que me sucede es bueno. Surgen dudas y miedos. Preguntas abiertas para las que no hallo respuestas en este presente que vivo.
Pero no me angustio por ello. Se lo entrego todo confiado. Le entrego mi rabia, mi desconcierto y descontento. No todo me gusta, no todo me alegra.
Quiero vivir los días de oscuridad como los días de luz. Los días de incertidumbres como los de certezas. A cada día le basta su afán.
No tengo miedo, pero no busco respuestas cuando todavía no las tengo. Ni las pido, ni las exijo. Muestro mi rabia cuando la tengo y mi angustia cuando la padezco.
Me muestro alegre cuando tengo luz en el alma. Y con paz cuando su poder me ha pacificado. A cada día lo que le toca, ni más ni menos.
Decido no vivir en el pasado ni vivir angustiado por lo que no ha sucedido todavía. Sé que Dios rescata mi vida de la fosa y cura todas mis enfermedades y dolencias. Saberlo me da paz. Le pertenezco a Él y eso me consuela.
En ocasiones las dudas del presente me quitan la paz. Miro a Jesús y me calmo:
“El mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios”.
Todo es de Dios y nada es mío. Ni mi dolor, ni mi alegría. O mejor aún, es mío y le pertenece a Dios, porque yo soy de Dios.
Y no tengo que vivir con miedo porque sé que mi vida está en sus manos y yo poco puedo hacer por salvar mis días. Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio, decía:
“Comprendí el gozo de ser cristiano. Que mi presente no lo determine quién he sido yo. Sino quién es Jesús. Una mirada reconciliada. Una memoria agradecida. Memoria constante de la fuente escondida”.
Mi pasado encuentra su descanso delante de Dios. Y también mi presente en el que soy hijo, niño, pobre ante sus ojos llenos de misericordia.
Soy hijo y vivo reconciliado en el corazón de Jesús. En Él pueden descansar todos mis afanes. No me importa ya tanto lo que pueda ocurrir porque Él lleva el timón de mi barca y sostiene mi vida en sus manos.
No dejo de pensar en lo que Dios me ha dado y le doy gracias. Por el bien y por las cruces que vivo. No pretendo encontrar respuestas a todas mis preguntas. Vivo abrazado a su corazón tierno y comprensivo.
Y sé que mi vida será grande en el cielo. Y, mientras tanto, no importa el juicio de los hombres, aunque sea inmisericorde. Importa más el amor de Dios que me espera al final del camino.
Y me abraza en medio de mis días. Su juicio es el que me salva, no me condena. Y esa paz llena hoy mi alma. Me sostiene, me alegra. Está siempre conmigo.
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